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De vuelta a casa, se sorprendió de la poca gente que conocía en su pequeña ciudad. Sus clientes eran compañías aseguradoras, no personas. Casi nunca se aventuraba más allá de la seguridad de su barrio, su iglesia y su círculo social. En realidad, lo prefería así.

A las nueve de la mañana del lunes se reunió en los escalones del juzgado con Doreen y los niños, su bufete, un nutrido grupo de amigos, empleados y clientes habituales del tribunal, la mayoría de los miembros de su Rotary Club y anunció su candidatura al resto del estado. No se había planeado como una presentación mediática, por lo que únicamente aparecieron unos pocos periodistas y cámaras de televisión.

Barry Rinehart era partidario de alcanzar el apogeo el día de las elecciones, no el de la presentación.

Durante quince minutos, Ron hizo los comentarios pertinentes, cuidadosamente redactados y ensayados, intercalados de numerosos aplausos, y luego respondió a las preguntas de los periodistas. A continuación, entró en el pequeño y desierto juzgado, donde concedió encantado una exclusiva de media hora a uno de los comentaristas políticos del periódico de Jackson.

Más tarde, el séquito se trasladó a tres manzanas de allí, donde Ron cortó la cinta de la puerta de la sede oficial de su campaña, en un viejo edificio que acaban de pintar y cubrir con propaganda electoral. Entre cafés y galletas, charló con los amigos, posó para fotos y concedió otra entrevista, esta a un periodista del que nunca había oído hablar. Tony Zachary estaba allí, supervisando el festejo y controlando la hora.

Al mismo tiempo, se enviaba el comunicado de prensa del anuncio de su candidatura a todos los periódicos del estado y a los diarios más importantes del sudeste del país. También se envió por correo electrónico a los miembros del tribunal supremo, a los de la asamblea legislativa, a los cargos electos del estado, a los grupos de presión inscritos en el censo, a miles de funcionarios, a los médicos con titulación para ejercer la medicina y a los letrados aceptados en el Colegio de Abogados. El censo electoral del distrito sur contaba con trescientos noventa mil votantes. Los consultores en internet de Rinehart habían encontrado direcciones de correo electrónico de una cuarta parte de ellos y los afortunados recibieron la noticia por ordenador mientras Ron seguía en el juzgado dando su discurso: Se enviaron un total de ciento veinte mil correos de una sola vez.

También se enviaron cuarenta y dos mil solicitudes de dinero por los mismos medios, junto con un mensaje que alababa las virtudes de Ron Fisk al tiempo que atacaba los males sociales causados por «jueces liberales e izquierdistas que anteponen sus agendas a las del pueblo».

Trescientos noventa mil sobres se trasladaron a la oficina central de correos desde un almacén alquilado al sur de Jackson, un edificio del que Ron Fisk no sabía nada y que nunca vería. En cada sobre iba un folleto electoral con fotos enternecedoras, una carta cordial del propio Ron, un sobre más pequeño por si alguien quería enviar un cheque y una pegatina de regalo para el parachoques. Los colores utilizados eran el rojo, el blanco y el azul, y era evidente que el diseño era profesional. Todos los detalles de la publicidad por correo eran de la mejor calidad.

A las once de la mañana, Tony trasladó el espectáculo al sur, a McComb, la undécima ciudad más grande del distrito. (Brookhaven ocupaba la decimocuarta posición, con una población de diez mil ochocientos habitantes.) Ron Fisk sonrió con aire de suficiencia mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla del recién alquilado Chevrolet Suburban, acompañado de un voluntario llamado Guy que iba al volante, de su nuevo, aunque ya indispensable, ayudante Monte, que ocupaba el asiento del acompañante con el teléfono pegado a la oreja, y de Doreen, sentada a su lado en el espacioso asiento del medio del monovolumen. Era uno de esos momentos que había que saborear: su primera incursión en política y por la puerta grande. Cientos de partidarios entusiasmados, la prensa, las cámaras, el excitante reto del trabajo que tenían por delante, la emoción de ganar… y todo en las dos primeras horas de la campaña. La fuerte subida de adrenalina solo era un atisbo de lo que estaba por venir. Se imaginaba una gran victoria en noviembre. Se veía saltando del absoluto anonimato de ejercer su profesión en una pequeña ciudad al prestigio del tribunal supremo. Lo tenía todo a sus pies.

Tony los seguía de cerca, mientras hacía un rápido resumen a Barry Rinehart.

Ron volvió a anunciar su candidatura en el ayuntamiento de McComb. Había poca gente, pero era muy ruidosa. Aparte de unos cuantos amigos, los demás eran todos desconocidos. Después de un par de entrevistas rápidas, con fotos, lo llevaron a la pista de aterrizaje de McComb, donde embarcó en un Lear 55, un bonito avión privado de pequeñas dimensiones y líneas aerodinámicas aunque, cosa que a Ron no se le pasó por alto, mucho más pequeño que el G5 que lo había llevado a Washington. Doreen consiguió ocultar a duras penas su emoción al encontrarse por primera vez en un jet privado. Tony se les unió a bordo. Guy se alejó en el monovolumen.

Quince minutos después aterrizaron en Hattiesburg, con una población de cuarenta y ocho mil habitantes, la tercera mayor ciudad del distrito. Ron y Doreen estaban invitados a la una del mediodía a un almuerzo de oración organizado por una flexible confederación de pastores fundamentalistas. Se celebraría en un viejo Holiday Inn. Tony les esperó en el bar.

Ron escuchó más que habló mientras daban cuenta de un pollo pésimamente cocinado con judías blancas. Varios predicadores, todavía inspirados por sus labores dominicales, sintieron la necesidad de honrarlo con sus puntos de vista sobre varias cuestiones y males: Hollywood, la música rap, la cultura del famoseo, la pornografía desenfrenada, internet, el consumo de alcohol por menores y el sexo antes de la mayoría de edad, entre muchos otros. Ron asintió a todo con convicción, pero dispuesto a escapar cuanto antes. Cuando le brindaron la oportunidad de decir algo, escogió las palabras adecuadas. Doreen y él habían rezado por aquellas elecciones y sentían que Dios había oído sus oraciones. Las leyes dictadas por el hombre deberían intentar emular las leyes divinas. Solo los hombres con una visión moral clara deberían juzgar los problemas de los demás. Etcétera. Obtuvo una rotunda aprobación de los presentes.

Una vez finalizado el encuentro, Ron se dirigió a un par de docenas de simpatizantes, en el exterior del juzgado de distrito del condado de Forrest. La cadena de televisión de Hattiesburg cubrió la noticia. Tras unas cuantas preguntas, se paseó por Main Street, estrechó la mano a todo el mundo, entregó sus elegantes folletos y entró en los despachos de abogados para saludarlos un momento. A las tres y media, el Lear 55 despegó y se dirigió hacia la costa. A ocho mil pies y subiendo, sobrevoló el extremo sudoeste del condado del Cáncer.

Guy les esperaba con el monovolumen en el aeropuerto comarcal de Gulfport-Biloxi. Ron se despidió de Doreen con un beso y el avión la llevó de vuelta a McComb. Allí, otro coche la llevaría hasta Brookhaven. Ron volvió a anunciar su candidatura en el palacio de justicia del condado, respondió a las mismas preguntas y luego concedió una larga entrevista para el Sun H erald.

Biloxi era el hogar de Sheila McCarthy. Estaba junto a Gulfport, la mayor ciudad del distrito sur, con una población de sesenta y cinco mil habitantes. Biloxi y Gulfport eran las principales ciudades de la costa, una zona a lo largo del golfo compuesta por tres condados, que recogía el 60 por ciento de los votos. Al este estaban Ocean Springs, Gautier, Moss Point, Pascagoula y luego Mobile. Al oeste estaban Pass Christian, Long Beach, Waveland, Bay St. Louis y luego Nueva Orleans.