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Tony había planeado que Ron invirtiera allí la mitad del tiempo que durara la campaña. A las seis de la tarde, el candidato conoció su oficina de la costa, un establecimiento de comida rápida remodelado, en la carretera 90, la vía de cuatro carriles más transitada que bordeaba la playa. Carteles de vivos colores inundaban la zona que rodeaba las oficinas, y una gran multitud se reunió allí para oír y ver al candidato. Ron no conocía a nadie. Tony tampoco. Prácticamente todos eran empleados de alguna de las compañías que financiaban indirectamente la campaña. La mitad trabajaban en la oficina regional de una compañía nacional de seguros de automóviles. Cuando Ron llegó y vio las oficinas, la decoración y la gente, se maravilló de la capacidad organizativa de Tony Zachary. Aquello iba a ser más sencillo de lo que había pensado.

Los casinos eran el motor principal de la economía de la zona del golfo, así que Ron se ahorró sus comentarios moralistas e hizo hincapié en su enfoque conservador en cuanto a la administración de la justicia. Habló de él, de su familia, del equipo de béisbol infantil invicto de su hijo Josh y, por primera vez, expresó su preocupación por los índices de delincuencia del estado y por la aparente desidia a la hora de ejecutar a asesinos convictos.

Clete Coley habría estado orgulloso de él.

Esa noche se celebró una elegante cena a mil dólares el plato en el Biloxi Yacht Club, para recaudar fondos. Los comensales eran una amalgama de empresarios, banqueros, médicos y abogados de aseguradoras. Tony contó ochenta y cuatro asistentes.

Esa noche, mucho más tarde, Tony llamó a Barry Rinehart para hacerle el resumen del gran día mientras Ron dormía en la habitación de aliado. No había sido tan vistoso como la espectacular entrada en escena de Clete, pero sí mucho más productivo. Su candidato se había desenvuelto muy bien.

El segundo día empezó a las siete y media de la mañana con un almuerzo de oración en un hotel a la sombra de los casinos. Estaba patrocinado por un grupo de reciente creación, llamado Coalición de Hermanos. La mayoría de los asistentes eran pastores fundamentalistas que pertenecían a diversas ramas del cristianismo. Ron aprendía a marchas forzadas la estrategia de adaptarse a la audiencia y se sintió como en casa hablando sobre su fe y de cómo esta daría forma a sus decisiones en el tribunal supremo. Hizo hincapié en su largo servicio como diácono y profesor de catequesis, y casi se le quebró la voz al recordar el bautizo de su hijo. Una vez más, obtuvo la aprobación de los presentes de inmediato.

Al menos medio estado desayunó con los periódicos matutinos en los que aparecían anuncios electorales a toda página del candidato Ron Fisk. El de The Clarion-Ledger de Jackson incorporaba una bonita foto con un titular en negrita que rezaba «Reforma judicial». En letra más pequeña podían leerse los pertinentes datos biográficos de Ron, que ponían énfasis en su pertenencia a organizaciones cívicas, su iglesia y a la Asociación Americana del Rifle. En letra aún más pequeña podían leerse sus impresionantes referencias: grupos de familia, activistas cristianos conservadores, pastores y asociaciones que parecían incluir al resto de la humanidad; médicos, enfermeras, hospitales, dentistas, hogares de ancianos, farmacéuticos, pequeños comerciantes, inmobiliarias, bancos, aseguradoras (de salud, de vida, médicos, contra incendios, de enfermedad, de negligencia profesional), contratistas, arquitectos, empresas energéticas, compañías de gas natural y tres grupos de «relaciones legislativas» que representaban a los fabricantes de prácticamente todos los productos que pudieran encontrarse en el mercado.

En otras palabras: todo aquel susceptible de ser demandado y que, por tanto, pagaba primas en su seguro para cubrir esa contingencia. La lista olía a dinero y proclamaba que Ron Fisk, un desconocido hasta esos momentos, era uno de los candidatos que había que tomar en serio.

El anuncio de The Clarion-Ledger de Jackson había costado doce mil dólares, nueve mil el del Sun Herald de Biloxi y cinco mil el del Hattiesburg American.

La suma total de los dos días de promoción de Fisk rozaba los cuatrocientos cincuenta mil dólares, sin incluir los gastos de viaje, el avión y el asalto a internet. Gran parte de ese dinero se había invertido en publicidad por correo.

Ron pasó el resto del martes y el miércoles en la costa; cada minuto de su tiempo estaba planeado de antemano con precisión. En todas las campañas solían surgir imprevistos de última hora, pero no con Tony al frente. Presentaron la candidatura en los tribunales de los condados de Jackson y Hancock, rezaron con los pastores, se detuvieron en docenas de bufetes de abogados, patearon calles abarrotadas repartiendo folletos y estrechando manos. Ron incluso besó a su primer niño. y todo quedó grabado por un equipo de televisión.

El jueves, Ron realizó seis paradas más por todo el sur de Mississippi y luego volvió apresuradamente a Brookhaven para cambiarse de ropa. El partido empezaba a las seis y Dore en ya estaba allí con los niños. Los Raiders estaban calentando y Josh era el pitcher. El equipo estaba en el banquillo escuchando atentamente a un ayudante cuando el entrenador Fisk apareció de improviso y tomó las riendas.

Había acudido bastante gente a ver el partido. Ron ya se sentía como alguien famoso.

En vez de llevar a cabo sus labores jurídicas, los dos letrados de Sheila se pasaron el día recopilando artículos de prensa sobre la presentación de Ron Fisk. Habían reunido los anuncios a toda página de diferentes periódicos, seguían las noticias por internet y, a medida que la carpeta crecía, sus ánimos se desinflaban.

Sheila intentó seguir adelante con su trabajo como si no ocurriera nada. Su mundo se venía abajo, pero fingió no darle importancia. En privado, yeso solía significar una sesión a puerta cerrada con Big Mac, se mostraba conmocionada y abrumada. Fisk debía de estar gastándose un millón de dólares y ella no había recaudado prácticamente nada.

Clete Coley la había convencido de que no tenía nada que temer de sus oponentes. Habían ejecutado la emboscada de Fisk con tanta brillantez que tenía la sensación de haber sido abatida en el campo de batalla.

El consejo directivo de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi convocó una reunión urgente el jueves por la tarde en Jackson. El presidente actual era Bobby Neal, un abogado veterano con muchas sentencias a la espalda y un largo historial al servicio de la ALM. Estaban presentes dieciocho de los veinte directores, un récord de asistencia en muchos años.

El consejo, por naturaleza, estaba formado por un conjunto de abogados apasionados y taxativos que trabajaban según sus propias reglas. Algunos de ellos ni siquiera habían tenido nunca un jefe. La mayoría se había abierto camino con uñas y dientes desde los escalafones más bajos de la profesión hasta alcanzar una posición de gran respetabilidad, al menos en su opinión. Para ellos, no había cometido más digno en esta vida que representar a los pobres, los indefensos, los parias y los atribulados.

Por lo general, las reuniones se alargaban, todo el mundo gritaba y solían iniciarse con una lucha por tener la palabra. Eso cuando se trataba de una reunión normal. El mismo grupo en una situación de emergencia, con la espalda contra la pared por la repentina e inminente amenaza de perder a uno de sus aliados más digno de confianza del tribunal supremo, llevaba a que los dieciocho empezaran a discutir a la vez. Todos tenían la solución. Barbara Mellinger y Skip Sánchez estaban sentados en un rincón, en silencio. N o se había servido alcohol. Ni cafeína. Solo agua.

Tras una media hora bastante bulliciosa, Bobby Neal logró imponer algo parecido al orden. Consiguió captar su atención al informarles de la entrevista de una hora que había mantenido esa misma mañana con la jueza McCarthy.

– Está muy animada -dijo, sonriente, uno de los pocos que se atrevían-. Está trabajando duro y no quiere que nada la distraiga de sus tareas. Sin embargo, conoce la política y me ha asegurado que pondrá en marcha una campaña enérgica y que tiene intención de ganar. Le he prometido nuestro apoyo incondicional.