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El 24 de junio, entraron en la oficina de la secretaría judicial del juzgado de distrito del condado de Hinds y pidieron la documentación necesaria para solicitar una licencia de matrimonio. La secretaria se la denegó e intentó explicarles que las leyes del estado no permitían el matrimonio entre personas del mismo sexo. La situación se volvió tensa, Meyerchec y Spano dijeron palabras acaloradas y finalmente se fueron. A continuación, llamaron a un periodista de The Clarion-Ledger y le contaron su versión.

Al día siguiente, regresaron a la oficina de la secretaria judicial con el periodista y el fotógrafo y volvieron a solicitar la documentación. Cuando se la denegaron, empezaron a gritar y a amenazarla con demandarla. Al día siguiente, la historia aparecía en la primera plana acompañada de una fotografía de los dos hombres vociferando ante la pobre secretaria. Contrataron a un abogado radical, le pagaron diez mil dólares y consiguieron que el caso llegara a los tribunales. El nuevo juicio volvió a aparecer en los titulares.

Fue una noticia impactante. Las historias de homosexuales que intentaban contraer matrimonio legalmente eran habituales en lugares como Nueva York, Massachusetts y California, pero insólitas en Mississippi. ¿Adónde iríamos a parar?

Un artículo de investigación reveló que los hombres acababan de llegar a la ciudad, que eran unos auténticos desconocidos en la comunidad gay y que no estaban vinculados con ningún negocio, familia, ni con nada en aquel estado. Aquellos de quienes podía esperarse no tardaron en proferir su más viva repulsa. Un senador local aseguró que las leyes estatales regulaban aquellas cuestiones y que dichas leyes no iban a cambiar, al menos mientras él siguiera en la asamblea legislativa. No pudieron localizar a Meyerchec y a Spano para saber su opinión. Su abogado dijo que habían salido de viaje de negocios. Lo cierto era que habían vuelto a Chicago, donde uno trabajaba de interiorista y el otro llevaba un bar. Conservarían la residencia legal en Mississippi y solo volverían cuando el juicio lo precisara.

Jackson volvió a verse golpeada por un nuevo crimen brutal. Tres hombres, armados con rifles de asalto, irrumpieron en un dúplex alquilado y ocupado por unos veinte inmigrantes ilegales de México. Los mexicanos trabajaban dieciocho horas diarias, ahorraban hasta el último centavo y lo enviaban todo a casa una vez al mes. Ese tipo de asaltos no eran raros en Jackson y en otras ciudades del sur. En pleno caos, con los mexicanos corriendo por todas partes, sacando el dinero de debajo de las baldosas y detrás de las paredes, y chillando desesperados en español mientras los pistoleros les gritaban en un rudimentario inglés, uno de los mexicanos sacó una pistola y disparó varias veces, sin alcanzar a nadie. Los hombres armados respondieron y el caos se convirtió en un infierno. Cuando acabó el tiroteo, había cuatro mexicanos muertos, otros tres estaban heridos y los hombres armados habían desaparecido en la oscuridad de la noche. Se estimaba que se habían llevado unos ochocientos dólares, pero la policía nunca lo sabría seguro.

Barry Rinehart no podía apuntarse el suceso como una de sus creaciones, pero le complació oír hablar de él.

Una semana después, en un mitin patrocinado por una asociación comprometida con hacer cumplir la ley, Clete Coley aprovechó el crimen y volvió a la carga, con saña, a sus diatribas habituales acerca de la violencia descontrolada y alimentada por un tribunal liberal que restringía las ejecuciones en Mississippi. Señaló a Sheila McCarthy, sentada en el escenario junto a Ron Fisk, y la acusó con severidad por la poca disposición del tribunal a utilizar la sala de ejecuciones en Parchman. La gente lo adoraba.

Ron Fisk no quiso ser menos. Cargó contra las bandas, las drogas y el desorden, y criticó al tribunal supremo, aunque con un lenguaje más suave. A continuación, desveló un plan de cinco puntos para racionalizar las apelaciones de penas capitales, mientras su personal repartía las proposiciones específicas entre los asistentes. Fue un espectáculo impresionante, y Tony, sentado al fondo, quedó encantado con la actuación.

Cuando la jueza McCarthy se acercó al estrado, la gente estaba dispuesta a echarle piedras. Les explicó con toda calma las complejidades de las apelaciones de las penas de muerte y les aseguró que el tribunal dedicaba casi todo su tiempo a dirimir esos casos tan difíciles. Hizo hincapié en la necesidad de ser prudentes y concienzudos para asegurar que se respetaban los derechos de los acusados. La ley no conoce mayor carga que la de proteger los derechos de aquellos que la sociedad ha decidido ejecutar. Les recordó que había como mínimo ciento veinte hombres y mujeres condenados a la pena de muerte que luego habían sido completamente exonerados, dos en Mississippi. Algunos habían pasado más de veinte años en el corredor de la muerte. En los nueve años que llevaba en la judicatura, había participado en cuarenta y ocho casos de pena de muerte. De esos, había votado con la mayoría en veintisiete ocasiones para confirmar las condenas, pero solo después de asegurarse de que los acusados habían tenido un juicio justo. En los demás casos, había votado a favor de revocar las sentencias y solicitar la revisión del proceso. No se arrepentía ni de un solo voto. N o se consideraba liberal, ni conservadora, ni moderada. Era jueza del tribunal supremo y había jurado revisar las causas que llegaban a sus manos y hacer cumplir la ley. Sí, personalmente se oponía a la pena de muerte, pero jamás había puesto sus convicciones por delante de las leyes del estado.

Al final de su discurso, se oyeron algunos desangelados aplausos, aunque únicamente por educación. Era difícil no admirar su franqueza y valentía. Habría quien la votaría, pocos, pero era indudable que la mujer sabía de qué hablaba.

Era la primera vez que los tres candidatos hacían una aparición conjunta, así como también la primera en la que Tony veía actuar a la jueza McCarthy bajo presión.

– Será un hueso duro de roer -informó a Barry Rinehart-. Sabe de qué habla y se mantiene firme.

– Sí, pero está a dos velas -contestó Barry, riendo-. Esto es una campaña y aquí lo que manda es el dinero.

McCarthy no estaba tan a dos velas, pero la campaña no había empezado con buen pie. No tenía director de campaña, alguien que coordinara las cincuenta cosas que había que hacer de inmediato mientras seguía coordinando un millar más para más adelante. Había ofrecido el puesto a tres personas. Las dos primeras lo habían rechazado después de pensárselo durante veinticuatro horas. La tercera había aceptado, aunque al cabo de una semana se desdijo.

Una campaña es una pequeña y frenética empresa que se desarrolla bajo gran presión y con el conocimiento de que tendrá una vida muy corta. El personal a tiempo completo trabaja sin descanso durante horas por un sueldo irrisorio. La aportación de los voluntarios es inestimable, pero no siempre se puede confiar plenamente en ellos. Un director de campaña enérgico y decidido es fundamental.

Seis semanas después del anuncio de la candidatura de Fisk, la jueza McCarthy había conseguido abrir una oficina de campaña en Jackson, cerca de su piso, y otra en Biloxi, cerca de su casa. Ambas estaban dirigidas por viejos amigos y voluntarios, que se ocupaban de reclutar más personal y llamar a donantes potenciales. Había montañas de pegatinas y carteles, pero la campaña no había conseguido encontrar una empresa fiable que se encargara de la propaganda, la publicidad por correo y, con un poco de suerte, los anuncios televisivos. Contaban con una página web muy básica, pero eso era todo en cuanto a internet. Sheila había recibido trescientos veinte mil dólares en contribuciones, de los cuales todos menos treinta mil provenían de los abogados litigantes. Bobby Neal y el consejo le habían prometido por escrito que los miembros de la ALM le donarían al menos un millón, y ella no dudaba de que así sería. Sin embargo, hacer promesas era mucho más fácil que firmar cheques.