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Durante la primera semana de agosto estuvo dando la lata a Sheila McCarthy hasta que esta aceptó ir a comer con él. No había abogado en el estado que no hubiera oído hablar del atípico ex abogado, por lo que Sheila estaba comprensiblemente nerviosa. Mientras daban cuenta del tofu y de la col de Bruselas que habían pedido, Lester se ofreció como director de campaña de manera gratuita. Volcaría toda su energía desbordante únicamente en las elecciones durante los siguientes tres meses. Sheila empezó a inquietarse. El cabello gris le llegaba hasta los hombros y llevaba pendientes de diamante que, aunque eran muy pequeños, seguían siendo visibles. También lucía un tatuaje en un brazo y Sheila no quería pensar en cuántos más tendría ni dónde se los habría hecho. Vestía vaqueros, calzaba sandalias y unas cuantas llamativas pulseras de cuero adornaban sus muñecas.

Claro que Nat no había llegado a ser un exitoso abogado litigante por ser insípido y poco persuasivo. Todo lo contrario. Conocía el distrito, los pueblos, los tribunales y la gente que los presidía. Odiaba profunda y enconadamente al gran capital y sus influencias, y se aburría, por lo que buscaba guerra.

Sheila acabó cediendo y lo invitó a unirse a ella. De vuelta a casa, se cuestionó si había hecho bien, pero tenía el presentimiento de que Nathaniel Lester era el empujón que su campaña necesitaba desesperadamente. Sus propias encuestas demostraban que estaba a cinco puntos de Fisk y empezaba a sentir cierta desesperación.

Volvieron a verse esa noche, en las oficinas centrales de Jackson. Tras una reunión de cuatro horas, Nat asumió el control. Con una combinación de ingenio, encanto y reproches, exaltó los ánimos del variopinto personal de Sheila. Para demostrar su valía, llamó a tres abogados litigantes de Jackson, a sus casas, y después de unos cuantos halagos, les preguntó por qué narices no habían enviado todavía dinero para la campaña de McCarthy. Usando un manos libres, los avergonzó, los engatusó, los reprendió y se negó a colgar hasta que le prometieron contribuciones significativas, tanto de ellos como de sus familiares, clientes y amigos. N o enviéis los cheques, les dijo, él personalmente se acercaría antes del día siguiente al mediodía y los recogería en mano. Las tres aportaciones ascendían a un total de setenta mil dólares. Desde ese momento, Nat se hizo cargo de la campaña.

Al día siguiente recogió los cheques y se dedicó a llamar a todos los abogados litigantes del estado. Se puso en contacto con grupos sindicales y líderes de la comunidad negra. Despidió a un miembro del personal y contrató a otros dos. Al final de la semana, Sheila recibió a primera hora una versión impresa del programa diario confeccionado por Nat. La jueza discutió un poco, pero no mucho. Nat estaba trabajando dieciséis horas al día y esperaba lo mismo tanto de la candidata como de todos los demás.

Wes se detuvo en casa del juez Harrison, en Hattiesburg, para comer con él. Con una treintena de casos pendientes relacionados con Bowmore, sería muy poco prudente que los vieran en público. A pesar de que no tenían ninguna intención de hablar de trabajo, aquella familiaridad entre ambos habría sido considerada inapropiada. Tom Harrison había extendido la invitación a Wes y a Mary Grace, cuando tuvieran tiempo. Mary Grace estaba fuera de la ciudad y le enviaba sus disculpas.

Quería hablar de política. El juzgado de distrito de Tom cubría Hattiesburg, el condado de Forrest y los tres condados rurales de Cary, Lamar y Perry. Casi el 80 por ciento de los votantes censados vivían en Hattiesburg, hogar tanto de él como de J ay Hoover, su oponente. A Hoover le iría bien en ciertas circunscripciones de la ciudad, pero el juez Harrison estaba convencido de que a él le iría mejor. Tampoco le preocupaban los condados más pequeños. De hecho, daba la impresión de que la idea de perder no le quitaba el sueño. Parecía que Hoover estaba bien financiada, seguramente con dinero procedente de fuera del estado, pero el juez Harrison conocía su distrito y le gustaba la política comarcal.

El condado de Cary era el menos poblado de los cuatro y estaba cada vez más deshabitado gracias a Krane Chemical, en gran medida, y a su historial de vertidos tóxicos. Evitaron esa cuestión y charlaron sobre varios políticos, tanto de Bowmore como de los alrededores. Wes le aseguró que los Payton, así como sus clientes, amigos, el pastor Denny Ott y la familia de Mary Grace, harían todo lo posible para que el juez Harrison saliera reelegido.

La conversación derivó hacia las demás elecciones, sobre todo hacia la de Sheila McCarthy. La jueza se había pasado por Hattiesburg hacía dos semanas y había estado media hora en el bufete de los Payton, donde, incómoda, evitó hacer mención del litigio de Bowmore mientras recolectaba votos. Los Payton le confesaron que no tenían dinero con que contribuir, pero le prometieron trabajar horas extra para que saliera elegida. Al día siguiente, descargaron un camión lleno de carteles y demás material de campaña en el despacho.

El juez Harrison se lamentó de la politización del tribunal supremo.

– Es una vergüenza hasta qué punto se ven obligados a humillarse por unos votos -comentó-. Tú, como abogado de un cliente de una causa pendiente, no deberías tener ningún contacto con un juez del tribunal supremo. Sin embargo, gracias a este sistema se te presenta uno en el despacho para pedirte tu voto y dinero. ¿Por qué? Porque ciertos grupos de presión con mucho dinero han decidido que les gustaría contar con un cargo en el tribunal. Están gastando dinero para comprar su puesto y ella responde recaudando dinero para su causa dirigiéndose a los del otro bando. El sistema está corrupto, Wes.

– ¿Y cómo lo solucionarías?

– O bien impidiendo la entrada de dinero privado y financiando las elecciones con dinero público o cambiando el sistema electoral por el de nombramientos. Hay once estados que han conseguido que el sistema de nombramientos funcione. No creo que sus tribunales sean superiores a los nuestros en cuanto a la aptitud de sus jueces, pero al menos no los controlan los grupos de presión.

– ¿Conoces a Fisk? -preguntó Wes.

– Ha estado en mi sala del tribunal un par de veces. Es un buen tipo, pero está muy verde. Le sienta bien el traje. Es el típico abogado de aseguradoras: abre el expediente, presenta el papeleo, llega a un acuerdo, cierra el expediente y nunca se ensucia las manos. Nunca ha asistido a un juicio, ni ha mediado en uno, ni lo ha defendido ante un tribunal y nunca ha demostrado interés en ser juez. Piénsalo, Wes. Toda ciudad pequeña necesita abogados de vez en cuando que hagan de juez municipal, magistrado adjunto o juez árbitro para dirimir infracciones de tráfico, y todos nos hemos sentido obligados a ofrecernos cuando éramos jóvenes. Pero este tipo no. Todo condado necesita abogados que pasen por los juzgados de menores, el de antidroga y demás, y todos los que nos ofrecíamos voluntarios, aspirábamos a ser jueces de verdad. Quiero decir que hay que empezar por alguna parte, menos este tipo. Me apuesto lo que quieras a que nunca ha estado en el juzgado municipal de Brookhaven o en el juzgado de menores del condado de Lincoln. Un buen día se despierta y de repente decide que le apasiona la judicatura y, qué demonios, que empezará desde arriba. Es un insulto para aquellos de nosotros que trabajamos sin descanso en el sistema y lo hacemos avanzar.

– Dudo que lo de presentarse a juez saliera de él.