Jeannette estaba despierta en su dormitorio a oscuras; escuchaba el murmullo de las conversaciones a su alrededor. Se sentía segura. Era su gente: amigos, familiares y otras víctimas. Los lazos eran fuertes y compartían el sufrimiento. Igual que lo harían con el dinero. Si alguna vez veía un centavo, había pensado repartirlo entre todos.
No se sentía abrumada por el veredicto, allí tumbada, mirando fijamente el techo. El alivio que sentía tras la horrible experiencia del juicio superaba con creces la emoción de haber ganado. Deseaba dormir una semana entera y despertarse en un mundo nuevo con su pequeña familia intacta, felices y sanos. Sin embargo, por primera vez desde que había oído el fallo, se preguntó qué iba a comprar exactamente con la indemnización.
Dignidad. Un lugar digno donde vivir y un lugar digno donde trabajar. En otro lugar, por descontado. Dejaría atrás Bowmore, el condado de Cary y sus ríos, riachuelos y acuíferos contaminados. Aunque no demasiado lejos, pensó, porque toda la gente a la que quería vivía cerca de allí. No obstante, soñaba con una vida nueva en una casa nueva con agua corriente limpia, agua que no apestara, manchara ni trajera la enfermedad y la muerte.
Oyó que alguien cerraba la puerta de un coche de golpe, y agradeció contar con tantos amigos. Tal vez debería de arreglarse el pelo y atreverse a salir a saludar. Entró en el diminuto cuarto de baño que había junto a la cama, encendió la luz, abrió el grifo del lavamanos y luego se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirando fijamente el chorro de agua grisácea que caía sobre las manchas oscuras del lavabo de porcelana de imitación.
Solo era adecuada para tirar de la cadena, para nada más.
La estación de bombeo que abastecía de agua era propiedad del ayuntamiento de Bowmore, el mismo que había prohibido su consumo. Tres años atrás, el ayuntamiento había aprobado una resolución en la que se rogaba a los ciudadanos que la utilizaran únicamente para tirar de la cadena. Colocaron carteles de aviso en todos los baños públicos: «AGUA NO POTABLE, por Orden del Ayuntamiento». Se trajo agua por camión desde Hattiesburg, y todas las casas de Bowmore, tanto las móviles como las demás, disponían de un tanque de unos veinte litros y un dispensador. Los que podían permitírselo, instalaban cerca de los porches traseros depósitos de cientos de litros que se aguantaban sobre soportes. Las casas más bonitas incluso disponían de aljibes para recoger el agua de lluvia.
El agua era una batalla diaria en Bowmore. Cada vaso de agua planteaba dudas, preocupación y se utilizaba con moderación porque el suministro nunca estaba asegurado. Cada gota que entraba o tocaba el cuerpo humano procedía de una botella, la cual a su vez provenía de una fuente suficientemente inspeccionada y certificada. Beber y cocinar eran tareas sencillas comparadas con ducharse y lavarse. La higiene era una lucha diaria y la mayoría de las mujeres de Bowmore llevaban el pelo corto. Muchos hombres se habían dejado crecer la barba.
Los problemas con el agua eran legendarios. Diez años atrás, la ciudad había instalado un sistema de irrigación en el campo de béisbol juvenil, solo para ver cómo el césped se secaba y moría. La piscina municipal se cerró cuando un especialista intentó tratar el agua con cantidades industriales de cloro y lo único que consiguió fue que se volviera salobre y apestara como un pozo de aguas residuales. Cuando ardió la iglesia metodista, los bomberos se percataron de que, durante aquella batalla perdida, el agua que bombeaban de unas reservas sin tratar no hacía más que avivar las llamas. Unos años antes, varios ciudadanos de Bowmore empezaron a sospechar que el agua causaba pequeñas grietas en la pintura de sus coches después de lavarlos varias veces.
Y la bebimos durante años, se dijo Jeannette. La bebimos cuando empezó a apestar. La bebimos cuando cambió de color. La bebimos aunque no dejábamos de quejarnos amargamente al ayuntamiento. La bebimos después de que la analizaran y de que el ayuntamiento nos asegurara que era potable. La bebimos después de hervirla. La bebimos con el café y el té, seguros de que las altas temperaturas acabarían con los gérmenes. y cuando no la bebíamos, nos duchábamos y nos bañábamos con ella y respirábamos el vaho.
¿Qué se suponía que debíamos hacer? ¿ Ir a buscarla al pozo todas las mañanas como los antiguos egipcios y llevarla a casa en ollas sobre la cabeza? ¿Excavar nuestros propios pozos a dos mil dólares cada uno y encontrar la misma aguachirle pútrida que el ayuntamiento había encontrado? ¿ Ir en coche hasta Hattiesburg, buscar un grifo y cargarla hasta casa en baldes?
Todavía oía los desmentidos, esos que -ya quedaban tan lejos, y veía a los expertos señalando sus gráficos e informando al ayuntamiento y a la gente que se apiñaba en un salón de juntas abarrotado, repitiéndoles una y otra vez que habían analizado el agua y que no le pasaba nada, siempre que la trataran con ingentes cantidades de cloro. Todavía oía cómo los flamantes expertos que Krane Chemical había llamado a declarar decían al jurado que sí, que tal vez había habido alguna insignificante «fuga» a lo largo de los años en la planta de Bowmore, pero que no había motivo para preocuparse porque el suelo ya había absorbido el dicloronileno y otras sustancias «no autorizadas» que las corrientes subterráneas ya se habían llevado y que, por tanto, no suponían ninguna amenaza para el agua potable de la ciudad. Todavía oía a los científicos del gobierno con su rebuscado vocabulario hablando con la gente y asegurándole que podían beber el agua que ni ellos se atrevían a oler.
Desmentidos por todas partes mientras el número de víctimas aumentaba. El cáncer golpeó en todas partes en Bowmore, en cada calle, en prácticamente cada familia. Se cuadruplicó el índice de incidencia de casos nacional. Luego se multiplicó por seis; más tarde por diez. Durante el proceso, un experto contratado por los Payton explicó al jurado que, en la zona geográfica definida por los límites de Bowmore, la tasa de casos de cáncer era quince veces mayor que la media nacional.
Había tantos casos de cáncer que los estudiaron todo tipo de investigadores, públicos y privados. El término «conglomerado de cáncer» se hizo habitual en la ciudad, y Bowmore pasó a ser radiactiva. Un periodista ocurrente bautizó al condado de Cary como el condado del Cáncer, y el nombre triunfó.
El condado del Cáncer. El agua provocó mucha tensión en la Cámara de Comercio de Bowmore. El desarrollo económico desapareció y la ciudad inició un veloz declive.
Jeannette cerró el grifo, pero el agua seguía allí, invisible en las tuberías invisibles que recorrían las paredes y se hundían en el suelo, en algún lugar debajo de ella. Siempre estaba allí, esperando como un acosador con paciencia infinita. Silenciosa y mortal, extraída de esa tierra tan contaminada por Krane Chemical.
Solía permanecer despierta, de noche, atenta al agua que corría en el interior de las paredes.
Un grifo que goteaba era como un merodeador armado. Se peinó sin poner demasiado esmero y una vez más intentó no mirarse demasiado en el espejo; luego se cepilló los dientes y se enjuagó la boca con el agua de una taza que siempre tenía a mano en el lavamanos. Encendió la luz de su habitación, abrió la puerta, se obligó a sonreír y salió a la salita, abarrotada de gente, donde sus amigos se apiñaban entre las cuatro paredes.
Era hora de ir a la iglesia.
El coche del señor Trudeau era un Bentley negro que conducía un chófer negro llamado Toliver, que aseguraba ser jamaicano, aunque su documentación levantaba tantas sospechas como su forzado acento caribeño. Toliver llevaba una década a las órdenes del señor Trudeau, por lo que le resultaba fácil adivinar su estado de ánimo. Y este era uno de los peores, decidió Toliver sin vacilar a medida que se adentraban en el denso tráfico de la FDR en dirección al extremo del centro de la ciudad. Había percibido con claridad la primera señal cuando el señor Trudeau había cerrado la puerta trasera del coche con un portazo antes de que un solícito Toliver pudiera cumplir con sus deberes.