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A continuación, atacaba el bolsillo. Según un estudio, la proliferación de litigios cuesta a un hogar con ingresos medios unos mil ochocientos dólares al año. Este gasto es el resultado directo de mayores primas de seguros de automóvil y del hogar, además del aumento del precio de miles de artículos de primera necesidad cuyos fabricantes reciben demandas constantemente. Los medicamentos, tanto los prescritos con receta como los que no, son un ejemplo perfecto: serían un 15 por ciento más baratos si los abogados litigantes no persiguieran a sus fabricantes con casos masivos de demandas colectivas.

Acto seguido sorprendía al lector con una retahíla de algunas de las sentencias más absurdas del condado, una lista muy usada y conocida, que siempre levantaba ampollas. Tres millones de dólares contra una cadena de comida rápida por un café caliente vertido encima; ciento diez millones contra un fabricante de automóviles por una pintura defectuosa; quince millones contra el propietario de una piscina por haberla vallado y cerrado con candado. La indignante lista seguía y seguía. El mundo se está volviendo loco, llevado de la mano por taimados abogados litigantes.

Tras el fuego indiscriminado de aquellas primeras tres páginas, acababa con una explosión. Cinco años atrás, Mississippi había sido calificado por un grupo pro empresarial como un «infierno judicial»; solo cuatro estados más compartían aquella distinción. Nadie habría reparado en lo que estaba sucediendo de no haber sido por la Junta de Comercio, que aprovechó la noticia para difundirla a través de anuncios insertados en los periódicos. Había llegado el momento de volver a sacarlo a colación. Según la asociación Víctimas Judiciales por la Verdad, los abogados litigantes han abusado de tal modo del sistema judicial de Mississippi que en estos momentos el estado es terreno abonado para todo tipo de procesos de gran repercusión. Algunos implicados, tanto demandantes como abogados litigantes, viven en otros estados. Estos hacen un sondeo de tribunales hasta dar con un condado afín y un juez amistoso don4e poder interponer una demanda, y las sentencias desorbitadas son el resultado. El estado se ha ganado una dudosa reputación y por eso mismo muchos empresarios evitan Mississippi. Multitud de fábricas han cerrado puertas y se han ido, con la consecuente pérdida de miles de puestos de trabajo.

Todo gracias a los abogados litigantes, que, por descontado, adoran a Sheila McCarthy y su inclinación hacia la parte demandante, y que seguirán invirtiendo lo que sea necesario para mantenerla en el tribunal.

El mailing acababa con una llamada a la sensatez. Jamás se mencionaba a Ron Fisk.

Un envío masivo de correos electrónicos hizo llegar el folleto publicitario a sesenta y cinco mil direcciones del distrito. Al cabo de unas horas había caído en manos de los abogados litigantes y había sido enviado a los ochocientos miembros de la ALM.

Nat Lester estaba encantado con aquella publicidad. Como director de campaña, habría preferido un apoyo más amplio de distintos grupos, pero la realidad era que los únicos donantes importantes de McCarthy eran los abogados litigantes. Los quería cabreados, comiéndose las uñas y echando espumarajos por la boca, dispuestos a una pelea a puño limpio, a la vieja usanza. Hasta el momento, sus donaciones apenas alcanzaban los seiscientos mil dólares y Nat necesitaba el doble. El único modo de conseguirlo era lanzando granadas.

Envió un correo electrónico a todos los abogados litigantes, en el que explicaba la necesidad de responder a aquel ataque lo antes posible. Había que contrarrestar de inmediato la publicidad negativa, tanto la impresa como la televisada. La publicidad por correo era cara, pero muy efectiva. Calculaba que Víctimas Judiciales por la Verdad había gastado unos trescientos mil dólares (coste reaclass="underline" trescientos veinte mil). Dado que tenía intención de utilizar la publicidad por correo en más ocasiones, pedía una aportación inmediata de quinientos mil dólares e insistía en una garantía a vuelta de correo electrónico. Publicaría una actualización de las nuevas contribuciones de los abogados litigantes a través de su dirección de correo codificada, y hasta que no se alcanzara la cifra de quinientos mil dólares, la campaña estaría oficialmente paralizada. Su táctica rayaba en la extorsión, pero en el fondo él seguía siendo un abogado litigante, y conocía a los de su especie. El mailing les subió la tensión a niveles casi letales; sin embargo, adoraban la lucha y las garantías empezaron a llover a raudales.

Mientras los manipulaba, se encontró con Sheila e intentó tranquilizarla. McCarthy jamás había sufrido un ataque de aquella magnitud. Estaba preocupada, pero también muy enojada. Se habían quitado los guantes y el señor Nathaniel Lester se frotaba las manos pensando en la pelea. Al cabo de dos horas, había diseñado y redactado una respuesta, se había visto con el impresor y había encargado el material necesario. Veinticuatro horas después de la encerrona de Víctimas Judiciales por la Verdad enviada por correo electrónico, trescientos treinta abogados defensores habían aportado quinientos quince mil dólares.

Nat también apeló a la Asociación Americana de Abogados, muchos de cuyos miembros habían ganado fortunas en Mississippi. Envió por correo electrónico la perorata de Víctimas Judiciales por la Verdad a catorce mil de sus miembros.

Tres días después, Sheila McCarthy contraatacó. Se negó a refugiarse detrás de una estúpida asociación organizada únicamente para enviar propaganda electoral y (Nat) decidió enviar la correspondencia desde su propia campaña. Fue en formato de carta, con una foto muy favorecedora de ella en el encabezado. Agradecía el apoyo a los votantes y, sin mayores preámbulos, repasaba su experiencia y currículo. Aseguraba que sus oponentes le merecían el mayor de los respetos, pero que ninguno de ellos se había ganado nunca la toga. En verdad jamás habían mostrado ningún interés en la judicatura.

A continuación, lanzaba una pregunta: «¿Por qué el gran capital financia a Ron Fisk?». Porque, tal como explicaba en detalle, el gran capital se encuentra ahora enfrascado en la tarea de comprar cargos en los tribunales supremos de todo el país. Ponen en su punto de mira a jueces como ella, juristas comprensivos que luchan por el bien común y simpatizan con los derechos de los trabajadores, los consumidores, las víctimas de las negligencias de los demás, los pobres y los acusados. La mayor responsabilidad de la leyes la de proteger a los más débiles de nuestra sociedad. Los ricos suelen saber cómo cuidar de sí mismos.

El gran capital, a través de su miríada de grupos y asociaciones de apoyo, está urdiendo una gran conspiración que cambiará drásticamente nuestro sistema judicial. ¿Por qué? Para proteger sus propios intereses. ¿Cómo? Atrancando la puerta de los tribunales, limitando la responsabilidad civil de las compañías que fabrican productos defectuosos, la de médicos negligentes, la de hogares de ancianos donde se cometen irregularidades, la de las arrogantes aseguradoras. La lista era interminable.

Acababa con un párrafo campechano donde pedía a los votantes que no se dejaran engañar por la presentación del producto. La típica campaña dirigida por el gran capital en este tipo de elecciones suele recurrir a sucias tácticas. Los insultos son su arma preferida. Los anuncios donde se ataca al contrario no se harían esperar y serían implacables. El gran capital invertiría millones para derrotarla, pero ella tenía fe en sus votantes.

A Barry Rinehart le impresionó la respuesta. También le gustó ver con qué rapidez se apresuraban a contribuir con más dinero los abogados litigantes. Quería que lo gastaran a espuertas. Calculaba que la campaña de McCarthy sería capaz de recaudar un máximo de dos millones de dólares, de los cuales el 90 por ciento lo aportarían los abogados litigantes.