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Los estudiantes, extraoficialmente, se lo contaron todo a Gilbert y le enseñaron el expediente de la pareja. Se habían pasado cuatro días en Chicago y habían averiguado muchas cosas. Se habían visto con Meyerchec en su bar cerca de Evanston, le habían dicho que eran nuevos en la ciudad y que querían conocer gente. Se pasaron allí horas, acabaron borrachos como cubas junto con los habituales del local y en ningún momento oyeron mencionar ni una sola palabra acerca del juicio de Mississippi. En las fotos del periódico de Jackson, Meyerchec llevaba el cabello rubio y gafas modernas. En Chicago, tenía el pelo más oscuro y no necesitaba gafas. Aparecía en una de las fotos que habían sacado en el bar, sonriente. En cuanto a Spano, habían visitado el estudio de diseño en el que trabajaba asesorando a compradores de pisos con bajo presupuesto. Fingieron ser los nuevos inquilinos de un viejo edificio de por allí cerca y pasaron dos horas con él. Spano se fijó en su acento y en cierto momento les preguntó de dónde eran. Cuando le dijeron que de Jackson, Mississippi, ni se inmutó.

– ¿Has estado allí alguna vez? -le preguntó uno de ellos.

– He pasado por allí un par de veces -contestó Spano.

Aquella había sido la respuesta de un votante censado, con carnet de conducir del estado y que había presentado una demanda en el tribunal supremo. Aunque no habían visto a Spano por el bar de Meyerchec, por lo visto sí eran pareja. Compartían la misma dirección, una casa de una planta en Clark Street.

Los estudiantes de Derecho habían seguido llamando y acercándose hasta el piso medio vacío de Jackson sin respuesta alguna. Unos cuarenta días atrás, mientras llamaban, habían introducido un folleto de propaganda en la rendija de la puerta, cerca del pomo, y allí seguía; no la habían abierto. El viejo Saab no se había movido, y uno de los neumáticos se había deshinchado.

A Gilbert le cautivó la historia y quiso investigarla por su cuenta. Intentar casarse en Mississippi olía a cínico ardid para hacer saltar el tema del matrimonio entre homosexuales al primer plano de la campaña McCarthy- Fisk, aunque solo perjudicaba a McCarthy.

Gilbert estuvo dando la lata al abogado radical que representaba a Meyerchec y Spano, pero no llegó a ninguna parte. Persiguió a Tony Zachary durante dos días pero no le sacó ni una palabra. No le devolvieron las llamadas que hizo a Ron Fisk y a la oficina central de campaña. Habló por teléfono con Meyerchec y Spano, que le colgaron en cuanto sacó a relucir su vínculo con Mississippi. Reunió para citarlas algunas frases de Nat Lester y comprobó los datos que habían recabado los estudiantes de Derecho.

Gilbert acabó el reportaje y lo envió.

30

La primera discusión fue sobre quién iba a estar presente en la habitación. Por parte de la defensa, Jared Kurtin tenía el mando absoluto de su batallón y no había problemas. La bronca estaba en el otro bando.

Sterling Bintz llegó temprano, llamativamente acompañado de un séquito de hombres jóvenes de los cuales la mitad parecían abogados y la otra mitad matones. Alegó que representaba a más de la mitad de las víctimas de Bowmore y que, por tanto, tenía derecho a llevar la voz cantante en las negociaciones. Hablaba con su apocopada voz nasal y con un acento tan extraño por aquellos lugares que se ganó de inmediato el recelo de todo el mundo. Wes consiguió bajarle los humos, aunque por poco tiempo. F. Clyde Hardin, que masticaba un bollito y observaba desde un rincón, disfrutaba con la trifulca y rezaba para que se alcanzara pronto un acuerdo. El fisco había empezado a enviar cartas certificadas.

Un experto nacional en casos de responsabilidad civil por vertidos contaminantes de Melbourne Beach, Florida, apareció con su propio equipo y se unió al debate. Él también aseguraba que representaba a cientos de personas afectadas y, teniendo en cuenta su experiencia en acuerdos de reclamación de daños, suponía que debía ser él quien negociara con la parte demandada. Los dos abogados de demandas conjuntas no tardaron en enzarzarse en una pelea sobre quién robaba clientes a quién.

Había diecisiete bufetes más disputándose un puesto en la mesa. Unos cuantos eran firmas de prestigio expertas en daños personales, pero la mayoría estaba formada por abogados de pequeñas ciudades más acostumbrados a llevar casos de accidentes de tráfico, que habían conseguido hacerse con un par de clientes mientras husmeaban por Bowmore.

La tensión era alta antes del inicio de la reunión y, una vez que empezaron los gritos, se hizo evidente la posibilidad de llegar a los puños. Cuando la discusión estaba en pleno apogeo, Jared Kurtin les llamó la atención, muy tranquilo, y anunció que Wes y Mary Grace decidirían quién se sentaba dónde. Si alguien tenía algún problema con ello, su cliente, la compañía de seguros y él saldrían por la puerta con el dinero. Esto calmó los ánimos.

A continuación le llegó el turno a la prensa. Como mínimo, había tres periodistas pululando por allí para cubrir la reunión «secreta» y cuando se les pidió que salieran, se mostraron bastante reacios a obedecer. Por suerte, Kurtin había contratado guardias de seguridad armados, que finalmente acompañaron fuera del hotel a los periodistas.

Kurtin también había propuesto la presencia de un árbitro, incluso se había ofrecido a pagarlo él, una persona ecuánime y con experiencia en litigios y acuerdos. Wes había accedido y Kurtin había encontrado a un juez federal retirado en Fort Worth, que trabajaba de mediador a tiempo parcial. El juez Rosenthal asumió el control con toda calma después de que los abogados litigantes se hubieron sosegado. N ecesitó una hora para negociar la disposición de los representantes. Él ocuparía la cabecera al final de la larga mesa. A la derecha, hacia la mitad, estaría el señor Kurtin, flanqueado por sus socios, asociados, Frank Sully, de Hattiesburg, dos ejecutivos de Krane y otro de la compañía aseguradora. Un total de once personas para la defensa, y otros veinte apiñados detrás.

A su izquierda, los Payton se sentarían en el centro, delante de J ared Kurtin, y estarían flanqueados por Jim McMay, el abogado litigante de Hattiesburg con cuatro casos de fallecimiento de Bowmore. McMay había ganado una fortuna con el litigio de los comprimidos de fentormina para adelgazar y había participado en varias reuniones para llegar a acuerdos en casos colectivos. Le acompañaba un abogado de Gulport, con una experiencia similar. Las demás sillas estarían ocupadas por abogados de Mississippi con casos legítimos de Bowmore. Los tipos de la demanda conjunta habían quedado relegados al fondo. Sterling Bintz manifestó su descuerdo con el lugar que le había sido asignado y Wes, enfadado, le dijo que se callara. Al ver la reacción de los matones, J ared Kurtin anunció que las demandas conjuntas eran la última prioridad para Krane y que si él, Bintz, tenía esperanza de ver algún céntimo, más le valía seguir calladito y no interrumpir.

– Esto no es Filadelfia -dijo el juez Rosenthal-. ¿Esas personas son guardaespaldas o abogados?

– Ambas cosas -contestó Bintz, con sequedad.

– Pues contrólelos.

Bintz tomó asiento, refunfuñando y lanzando improperios.

Eran las diez de la mañana y Wes parecía agotado. En cambio, su mujer estaba lista para empezar.

Estuvieron repasando la documentación durante tres horas sin descanso. El juez Rosenthal dirigía el tráfico mientras se aportaban los expedientes de los clientes, se llevaban a una sala contigua para fotocopiarlos, se revisaban y luego se clasificaban según el sistema arbitrario del juez: fallecimiento, Clase Uno; cáncer diagnosticado, Clase Dos; y todos los demás, Clase Tres.

Las negociaciones llegaron a un punto muerto cuando Mary Gracesolicitó que se concediera prioridad al caso de Jeannette Baker y, por tanto, más dinero, teniendo en cuenta que ella había ido a juicio. ¿Por qué su caso tenía más valor que los demás casos de fallecimiento?, preguntó un abogado.