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– Porque ella fue a juicio -contestó Mary Grace, sin vacilar, fulminándolo con la mirada.

En otras palabras, los abogados de Baker habían tenido las agallas de enfrentarse a Krane mientras los demás habían optado por sentarse y mirar. En los meses anteriores al juicio, los Payton habían acudido a cinco de los abogados litigantes presentes, como mínimo, incluido Jim McMay, y prácticamente les habían suplicado ayuda. Todos se la habían denegado.

– Reconocemos que el caso Baker merece mayor compensación -dijo Jared Kurtin-. Sinceramente, no puedo pasar por alto un veredicto de cuarenta y un millones de dólares.

Mary Grace le sonrió por primera vez en años. Incluso lo habría abrazado.

A la una, hicieron una pausa de dos horas para comer. Los Payton y Jim McMay se retiraron al restaurante del hotel e intentaron analizar el desarrollo de la reunión hasta el momento. Para empezar, les preocupaban las verdaderas intenciones de Krane. ¿ De verdad quería llegar a un acuerdo? ¿ O no era más que una maniobra que convenía a los planes de la empresa? El hecho de que los diarios financieros nacionales estuvieran tan informados de las charlas secretas sobre el acuerdo hizo sospechar a los abogados. Sin embargo, hasta ese momento, el señor Kurtin había dado muestras de ser un hombre con una misión. Ni los ejecutivos de Krane ni los de la aseguradora habían sonreído y tal vez eso fuera una señal de que estaban a punto de despedirse de su dinero.

A las tres de la tarde, en Nueva York, Carl Trudeau filtró la noticia de que las negociaciones iban bien en Mississippi. Krane era optimista sobre llegar a un acuerdo.

Las acciones cerraron la semana a dieciséis con cincuenta: habían subido cuatro dólares.

A las tres de la tarde, en Hattiesburg, los negociadores ocuparon de nuevo sus asientos y el juez Rosenthal volvió a poner en marcha la fábrica de papel. Tres horas después, las estimaciones iniciales habían finalizado. Sobre la mesa había las reclamaciones de setecientas cuatro personas. Sesenta y ocho personas habían muerto de cáncer y sus familias culpaban a Krane. Ciento cuarenta y tres tenían cáncer. Las demás sufrían un amplio abanico de enfermedades y afecciones menos graves, supuestamente causadas por el agua de boca contaminada de la estación de bombeo de Bowmore.

El juez Rosenthal felicitó a ambas partes después de un día tan duro y productivo y levantó la sesión hasta la mañana del sábado a las nueve en punto.

Wes y Mary Grace volvieron directamente al despacho e informaron a los demás. Sherman había estado en la sala de negociación todo el día y compartieron sus observaciones. Coincidieron en que Jared Kurtin había vuelto a Hattiesburg con el objetivo de llegar a un acuerdo y que su cliente parecía decidido a ello. Wes les advirtió que todavía era demasiado pronto para celebrarlo. Solo habían conseguido identificar las partes y el primer dólar no estaba en absoluto encima de la mesa.

Mack y Liza les suplicaron que los llevaran al cine. A la mitad de la sesión de las ocho, Wes empezó a cabecear. Mary Grace miraba la pantalla sin verla, comía palomitas y desmenuzaba mentalmente cifras relacionadas con gastos médicos, dolor y sufrimiento, pérdida de compañía humana, pérdida de ingresos, pérdida de todo. Ni se atrevió a considerar la posibilidad de ponerse a calcular honorarios de abogados.

El sábado por la mañana hubo menos trajes y corbatas sentados a la mesa. Incluso el juez Rosenthal vestía de manera más informal con un polo negro bajo una chaqueta sport.

Una vez que los impacientes abogados estuvieron en su sitio y se hizo el silencio, dijo con una voz imponente que debía de haber presidido muchos juicios:

– Propongo empezar con los casos de fallecimiento y dejarlos listos.

A la hora de negociar un acuerdo, no había dos casos de fallecimiento iguales. El deceso de un niño valía menos porque el menor no tenía capacidad de ahorro; en cambio, se valoraba más el de padres jóvenes por la pérdida de ingresos futuros. Algunos de los fallecidos habían sufrido durante años; a otros la enfermedad se los había llevado rápidamente. Todos aportaban cifras distintas para los gastos médicos. El juez Rosenthal propuso un nuevo baremo -arbitrario, pero que al menos era un punto de partida- por el que cada caso se clasificaría dependiendo del valor que tuviera. Los de mayor valía recibirían un cinco y los de menor (los de los niños) un uno. Se hicieron varios recesos mientras los abogados de los demandantes discutían la propuesta. Cuando por fin llegaron a un acuerdo, empezaron con Jeannette Baker. Se le otorgó un diez. El caso siguiente era el de una mujer de cincuenta y cuatro años que trabajaba a tiempo parcial en una panadería y que había fallecido después de estar luchando tres años contra la leucemia. Se le concedió un tres.

Fueron avanzando lentamente a lo largo de la lista. En cada caso, al abogado se le permitía hacer la presentación correspondiente y pedir una clasificación mayor. No obstante, en ningún momento a lo largo de todo el proceso, Jared Kurtin dejó entrever cuánto estaba dispuesto a pagar por los casos de fallecimiento. Mary Grace lo observaba con atención mientras los abogados hablaban. Lo único que revelaban su rostro y ademanes era una profunda concentración.

A las dos y media habían terminado con los de Clase Uno y pasaron a la lista siguiente, más larga y más complicada de clasificar, la de demandantes que seguían vivos, aunque luchando contra el cáncer. Nadie sabía cuánto tiempo más vivirían o cuánto sufriría cada uno. Nadie podía predecir la probabilidad de muerte. Los afortunados superarían el cáncer y seguirían con sus vidas. El debate se desintegró en varias discusiones acaloradas y hubo momentos en que el juez Rosenthal perdió los nervios y se vio incapaz de hacerles llegar a un acuerdo. Hacia el final del día, Jared Kurtin empezó a mostrar señales de cansancio y frustración.

Cerca ya de las siete de la tarde, y cuando la sesión empezaba a tocar a su fin, Sterling Bintz no pudo contenerse.

– No sé cuánto tiempo vaya poder seguir aquí sentado, contemplando este espectáculo -anunció, con brusquedad, acercándose al extremo de la mesa, en la otra punta del juez Rosenthal-. Llevo dos días aquí y todavía no se me ha permitido hablar, lo que evidentemente significa que se ha despreciado a mis clientes. Ya es suficiente. Represento una demanda conjunta de más de trescientas personas afectadas y ustedes parecen dispuestos a darles por el culo.

Wes iba a reprenderle, pero se lo pensó mejor. Que divagara lo que quisiera, de todos modos estaban a punto de levantar la sesión.

– Mis clientes no serán menospreciados! -insistió, a punto de ponerse a gritar, y todo el mundo se puso tenso. Había un atisbo de desesperación en su voz, mucho más evidente en su mirada, y tal vez era mejor dejarlo despotricar un poco-. Mis clientes han sufrido mucho y siguen sufriendo, pero parece que eso no les importa. No puedo quedarme aquí eternamente. Mañana por la tarde me esperan en San Francisco para negociar otro acuerdo. Tengo ocho mil casos contra Schmeltzer por sus compnmIdos laxantes y, vIendo que aquí la gente prefiere charlar de todo menos de dinero, permítanme informarles de mis condiciones.

Eran todo oídos. Jared Kurtin y los chicos del dinero levantaron la cabeza y se pusieron un poco tensos. Mary Grace estudiaba hasta la última arruga del rostro de Kurtin. Si aquel chiflado iba a lanzar una cifra sobre la mesa, ella no iba a perderse la reacción de su adversario.

– No voy a aceptar un acuerdo por menos de cien mil para cada uno --dijo Bintz, con sorna-. Tal vez más, según el cliente.

Kurtin se mantuvo impasible; es decir, como siempre. Uno de sus asociados sacudió la cabeza; otro sonrió estúpidamente, divertido. Los dos ejecutivos de Krane fruncieron el ceño y se removieron en sus asientos, rechazando la propuesta por absurda.

Mientras la cifra de treinta millones de dólares pendía en el aire, Wes hizo unos cálculos sencillos. Bintz seguramente se llevaría una tercera parte, echaría unas migajas a F.Clyde Hardin y luego iría a por el siguiente filón colectivo.