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F.Clyde estaba encogido en un rincón, en el mismo lugar que había ocupado durante horas. El vaso de papel que llevaba en la mano contenía zumo de naranja, hielo picado y dos dedos de vodka. Al fin y al cabo casi eran las siete de la tarde de un sábado. Los cálculos eran tan sencillos que los podría haber hecho hasta dormido. Se llevaba una tajada del 5 por ciento del total de los honorarios, o quinientos mil dólares si aceptaban la más que razonable petición que su coasesor había propuesto con tanto atrevimiento. Según el acuerdo privado entre ellos, también le correspondían quinientos dólarés por cliente, y con trescientos clientes debería de haber recibido ya ciento cincuenta mil dólares. Sin embargo, no era así. Bintz le había entregado un tercio de esa cantidad, pero no parecía demasiado dispuesto a discutir el pago del resto. Era un abogado muy ocupado y costaba encontrarlo por teléfono. Estaba seguro de que acabaría cumpliendo, como le había prometido.

F.Clyde dio un trago al tiempo que la declaración de Bintz resonaba en la sala.

– No vamos a aceptar una miseria e irnos a casa -amenazó Bintz-. Espero que en algún momento de la negociación, y cuanto antes mejor, se pongan los casos de mis clientes encima de la mesa.

– Mañana por la mañana a las nueve -dijo de repente el juez Rosenthal, con brusquedad-. Se levanta la sesión por hoy.

«Una pésima campaña» era el titular del editorial del domingo de The Clarion- Ledger de J ackson. Apoyándose en una de las páginas del informe de Nat Lester, los redactores condenaban la campaña de Ron Fisk por su sórdida publicidad. Acusaban a Fisk de aceptar millones procedentes del gran capital y de utilizarlos para engañar a los electores. Sus anuncios estaban plagados de medias verdades y afirmaciones sacadas completamente de contexto. El miedo era su arma: miedo a los homosexuales, miedo al control de armas, miedo a los delincuentes sexuales. Se le condenaba por tildar a Sheila McCarthy de «liberal» cuando, de hecho, su trayectoria profesional, que los redactores habían estudiado, únicamente podía ser valorada de moderada. Arremetían contra Fisk por prometer que votaría esto o aquello en casos que todavía tenía que presidir como miembro del tribunal.

El editorial también censuraba todo el proceso electoral.

Ambos candidatos estaban recaudando e invirtiendo tal cantidad de dinero que se ponía en entredicho su futura imparcialidad a la hora de tomar una decisión. ¿Cómo podía esperarse de Sheila McCarthy, que hasta el momento había recibido un millón y medio de dólares de los abogados litigantes, que olvidara esa aportación cuando esos mIsmos abogados se presentaran ante el tribunal supremo?

Acababa con un llamamiento a abolir las elecciones judiciales y abogaba por el nombramiento por méritos, llevado a cabo por un jurado independiente.

El Sun Herald de Biloxi se ensañaba aún más. Acusaba a la campaña de Fisk de engaño flagrante y se valía del mailing sobre Darrel Sackett como principal ejemplo. Sackett estaba muerto, no huido y al acecho. Llevaba muerto cuatro años, algo que Nat Lester había averiguado con un par de llamadas.

El Hattiesburg American invitaba a la campaña de Fisk a retirar aquellos anuncios engañosos y a desvelar la procedencia de los grandes contribuyentes antes del día de las elecciones. Exigía a ambos candidatos que dignificaran el proceso electoral y no mancharan la honrosa institución del tribunal supremo.

En la página tres de la sección A de The New York Times, la exposición de Gilbert iba acompañada de fotos de Meyerchec y Spano, así como de Fisk y McCarthy. Cubría las elecciones en general y a continuación se centraba en la cuestión del matrimonio entre homosexuales creado e introducido en las elecciones por los dos hombres de Illinois. Gilbert había realizado un trabajo concienzudo y había acumulado pruebas que demostraban que ambos residían en Chicago desde hacía tiempo y que prácticamente nada los vinculaba a Mississippi, aunque no mencionaba que pudieran estar siendo utilizados por políticos conservadores para sabotear a McCarthy. No hacía falta. E1 remate aparecía en e1 último párrafo, donde se citaba a Nat Lester: «Esos tipos son una pareja de títeres que Ron Fisk y quienes lo respaldan utilizan para crear una polémica que no existe. Su objetivo es caldear los ánimos entre los cristianos de la derecha y hacerlos desfilar hasta las urnas».

Ron y Doreen Fisk estaban sentados en la cocina, echando humo, enfrascados en la relectura del editorial de J ackson, con el café del desayuno intacto delante de ellos. La campaña había ido muy bien, sin contratiempos, iban por delante en las encuestas y solo faltaban nueve días para saborear la victoria. Entonces, ¿por qué el mayor periódico del estado de repente describía a Ron como una persona embustera y deshonesta? Era un bofetón doloroso y humillante, y además de no esperárselo, tampoco se lo merecían. Eran personas honradas, íntegras y buenos cristianos. ¿Por qué les hacían aquello?

Sonó el teléfono y Ron contestó.

– ¿Has visto el periódico de Jackson? -preguntó Tony, con voz cansada.

– Sí, lo estamos leyendo ahora.

– ¿Habéis visto el de Hattiesburg, el Sun Herald?

– No, ¿por qué?

– ¿ Leéis The New York Times?

– No.

– Leedlo por internet. Llámame dentro de una hora.

– ¿Es malo?

– Sí.

Lo leyeron, estuvieron echando humo otra hora y al final decidieron saltarse los oficios religiosos de ese día. Ron se sentía traicionado, avergonzado y no estaba de humor para salir de casa. Según los últimos números enviados por sus encuestadores de Atlanta, disfrutaba de una ventaja considerable. Sin embargo, en esos momentos creía que la derrota era segura. Ningún candidato podía sobrevivir a una paliza como aquella. Culpó a la prensa liberal, culpó a Tony Zachary y a los que controlaban la campaña, y se culpó a sí mismo por ser tan inocente. ¿Por qué había depositado tanta confianza en unas personas a las que apenas conocía?

Doreen le aseguró que él no tenía la culpa. Se había entregado tanto a la campaña que había tenido muy poco tiempo para preocuparse de nada más. Todas las campanas son caótIcas. Nadie puede controlar lo que hacen los trabajadores y los voluntarios.

Ron se descargó con Tony durante una larga y tensa conversación telefónica.

– Me has dejado en una situación muy comprometida-dijo Ron-. Me has humillado a mí ya mi familia hasta tal punto que no tengo fuerzas para salir de casa. Estoy pensando en abandonar.

– No puedes abandonar, Ron, has invertido demasiado en esto -contestó Tony, intentando controlar el pánico que sentía y tranquilizar a su hombre al mismo tiempo.

– Ese es el problema, Tony. Os he dejado generar demasiado dinero y se os ha ido de las manos. Detén los anuncios televisivos ahora mismo.

– Eso es imposible, Ron. Ya están en la parrilla.

– Entonces no poseo ningún control sobre mi propia campaña, ¿es eso lo que me estás diciendo, Tony?

– No es tan sencillo.

– No voy a salir de casa, Tony. Retira los anuncios ahora mismo. Detenlo todo. Vaya llamar a los directores de esos periódicos y voy a admitir mis errores.

– Ron, vamos, por favor.

– Mando yo, Tony, es mi campaña.

– Sí, y puedes dar las elecciones por ganadas. No lo jodas todo a nueve días del final.

– ¿Sabías que Darrel Sackett estaba muerto?

– Bueno, no puedo…

– Contesta, Tony. ¿Sabías que estaba muerto?

– No estoy seguro.

– Sabías que estaba muerto y emitiste un anuncio falso deliberadamente, ¿verdad?

– No, yo…

– Estás despedido, Tony. Estás despedido y me retiro.

– No exageres, Ron. Cálmate.

– Estás despedido.

– Estaré ahí en una hora.