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Durante uno de los vuelos a Nueva York para encontrarse con el señor Trudeau, Barry decidió que su hombre necesitaba una inyección de confianza en sí mismo.

La cena se celebró en el University Club, en el último piso del edificio más alto de Jackson. El acto no se había hecho público, era prácticamente secreto, y solo podía acudirse con invitación, aunque estas no habían sido impresas. Después de varias llamadas telefónicas, habían conseguido reunir a unos ochenta comensales para la velada, que se celebraba en honor del juez Ron Fisk. Doreen también asistía y tenía el gran honor de sentarse junto al senador Myers Rudd, que acababa de volar directamente desde Washington. Sirvieron solomillo y langosta. El primer orador fue el presidente de la asociación médica estatal, un cirujano muy circunspecto de Natchez, que estuvo varias veces al borde de las lágrimas al hablar sobre la gran sensación de alivio que reinaba en la comunidad médica. Durante años, el personal sanitario había trabajado con miedo a ser demandados, había pagado primas desorbitadas a las aseguradoras, había sido objeto de demandas frívolas y de insultos a su profesionalidad en las declaraciones de los juicios, pero eso había cambiado. Gracias a la nueva dirección que había tomado el tribunal supremo, ahora podían ejercer la medicina sin tener que estar más atentos a cubrirse las espaldas que a atender a sus pacientes. Agradecía a Ron Fisk su valor, su buen juicio y su compromiso con la causa de los médicos, las enfermeras y los hospitales del estado de Mississippi.

El senador Rudd iba ya por el tercer whisky y el anfitrión sabía por experiencia que el cuarto acarrearía problemas, así que le pidió que dijera unas palabras. Media hora después, tras rememorar sus batallitas por todo el mundo y encontrar la solución para todo menos para el conflicto de Oriente Próximo, Rudd finalmente recordó por qué estaba allí. Nunca utilizaba notas, nunca preparaba los discursos, nunca malgastaba el tiempo en reflexiones previas. Su sola presencia bastaba para entusiasmar a los invitados. Ah, sí, Ron Fisk. Les contó cómo se habían conocido en Washington, el año anterior, lo llamó «Ronnie» tres veces como mínimo y cuando vio que el anfitrión señalaba el reloj, tomó asiento y pidió el cuarto whisky.

El siguiente orador fue el director ejecutivo de la Junta de Comercio, un veterano en miles de dolorosas batallas con los abogados litigantes. Habló con elocuencia sobre el cambio drástico en el marco del desarrollo económico del estado. Las compañías, tanto las más antiguas como las de nueva creación, de repente se animaban a poner en práctica planes arriesgados sin miedo a correr unos riesgos que pudieran llevarlos a juicio. Las empresas extranjeras se interesaban en instalar fábricas en el estado. Gracias, Ron Fisk.

La reputación que arrastraba Mississippi de infierno judicial, de vertedero de miles de juicios frívolos, de paraíso para los abogados litigantes despilfarradores había cambiado de la noche a la mañana. Gracias, Ron Fisk.

Muchas compañías estaban empezando a ver las primeras señales de una estabilización de las primas de seguros de responsabilidad civil. Todavía no había nada definitivo, pero el futuro parecía prometedor. Gracias, Ron Fisk.

Después de que el juez Fisk recibiera una lluvia de halagos, que estuvieron a punto de abochornarlo, le pidieron que pronunciara unas palabras. Agradeció a todos su apoyo durante la campaña electoral. Estaba muy satisfecho de la labor que había desempeñado durante los tres primeros meses en el tribunal y estaba seguro de que la mayoría se mantendría unida en cuestiones de responsabilidad y daños. (Aplauso clamoroso.) Sus colegas eran juristas brillantes y grandes trabajadores, y confesó que le entusiasmaba el reto intelectual que suponían los casos. No se sentía desfavorecido en lo más mínimo por su inexperiencia.

En nombre de Doreen, agradeció aquella magnífica velada.

Era viernes por la noche y volvieron a Brookhaven flotando en una nube de elogios y admiración. Los niños estaban en la cama cuando llegaron a medianoche..

Ron durmió seis horas y se despertó angustiado pensando' dónde iba a encontrar un receptor. La temporada de béisbol estaba a punto de empezar. Las pruebas eran a las nueve de la mañana para los niños de once a doce años. J osh, de once, mejoraba a buen ritmo y sería uno de los recién llegados a la liga con mejor nivel. A causa de las exigencias de su trabajo, Ron no podía comprometerse a ser primer entrenador, ya que no podría asistir a todos los entrenamientos, pero estaba decidido a no perderse ni un partido. Él llevaría a los lanzadores y a los receptores mientras uno de sus antiguos socios de bufete se encargaría de los demás, como primer entrenador. Otro padre organizaría los entrenamientos.

Era el primer domingo de abril, una mañana fría en todo el estado. Un nervioso grupo de jugadores, padres y, sobre todo, entrenadores se reunió en el parque de la ciudad para el inicio de la temporada. Enviaron a los niños de nueve y diez años a un campo y a los de once y doce a otro. Se evaluaría a los jugadores, los clasificarían y luego los distribuirían.

Los entrenadores se reunieron detrás de la base del bateadar para organizarse. Intercambiaron los habituales comentarios nerviosos, golpes bajos e insultos desenfadados. La mayoría de ellos habían sido entrenadores en la misma liga el año anterior. Por entonces, Ron estaba considerado uno de los más populares, un padre joven dispuesto a pasar muchas horas en el campo, de abril a julio. Ahora, sin embargo, se sentía ligeramente por encima de los demás. Había organizado una campaña brillante y había ganado unas elecciones políticas con un récord de votos. Eso lo hacía único entre sus iguales. Después de todo, solo había un juez del tribunal supremo en todo Brookhaven. Percibía cierto distanciamiento que no acababa de gustarle, aunque tampoco sabía si lo incomodaba.

Incluso ya lo llamaban «juez».

El juez Fisk sacó un nombre del sombrero. Su equipo sería el de los Rockies.

Vivían tan apretujados en el piso durante la semana que los sábados tenían que escapar.

Los Payton consiguieron sacar de la cama a Mack y a Liza tentándolos con un desayuno en una crepería cercana. Después salieron de Hattiesburg y llegaron a Bowmore antes de las diez. La señora Shelby, la madre de Mary Grace, les había prometido una comilona a la sombra de un roble: bagre seguido de helado casero. El señor Shelby tenía la barca preparada, y Wes y él se llevaron a los niños a un pequeño lago donde picaban las percas.

Mary Grace y su madre se sentaron en el porche y charlaron durante una hora de lo de siempre, evitando cualquier tema que remotamente pudiera aludir a cuestiones judiciales: las novedades familiares, los cotilleos que corrían por la parroquia, las bodas y los funerales, pero se mantuvieron alejadas del cáncer, que llevaba años dominando las conversaciones del condado de Cary.

Múcho antes de comer, Mary Grace se acercó hasta la ciudad, a Pine Grave, donde se encontró con Denny Ott, con quien compartió sus últimas impresiones sobre el nuevo tribunal supremo, un resumen bastante deprimente. No era la primera vez que advertía a Denny sobre una posible derrota. El pastor estaba preparando a su gente, aunque sabía que sobrevivirían porque, en realidad, ya habían perdido todo lo demás.

Un par de manzanas más allá, aparcó el coche en la entrada de gravilla de la caravana de J eannette Baker. Se sentaron en el exterior, bajo la sombra de un árbol, y charlaron sobre hombres, acompañadas de una botella de agua. El actual novio de J eannette era un viudo de cincuenta y cinco años con un buen trabajo, una bonita casa y muy poco interés en el pleito. Lo cierto era que el proceso no acaparaba la atención tanto como antes. Habían transcurrido diecisiete meses desde el anuncio de la sentencia y ni un solo centavo había cambiado de manos, ni había previsiones de que lo hiciera.

– Creo que este mes tendremos ya una decisión -dijo Mary Grace-, aunque será un milagro si ganamos.