– ¿Quién leyó el escáner? -preguntó Treet.
– El médico de Russburg -contestó Ron.
– ¿Cuándo?
– Sobre las ocho de la tarde de ayer.
– ¿Hace ocho horas?
– Más o menos.
– No se ve nada -dijo-. Le haremos otro.
El médico de urgencias y una enfermera se llevaron a Josh a una sala de reconocimiento.
– Tendréis que esperar aquí, volveré enseguida -les dijo Treet a los Fisk.
Se dirigieron a la sala de espera como un par de sonámbulos, demasiado aturdidos y angustiados para decir nada. La sala estaba vacía, pero daba la impresión de haber sobrevivido a una noche movida: latas de refresco vacías, periódicos por el suelo, envoltorios de caramelos por las mesas. ¿Cuántas personas más habrían estado allí esperando, desorientadas, a que los médicos aparecieran con malas noticias?
Entrelazaron las manos y rezaron largo rato. Al principio lo hicieron en silencio y luego fueron repitiendo lo mismo una y otra vez, en voz baja. Al terminar, sintieron que la oración les había procurado cierto alivio. Doreen llamó a casa, habló con la vecina que estaba cuidando a los niños y prometió volver a llamarla cuando supieran algo.
Cuando Calvin Treet entró en la sala, enseguida supieron que algo no iba bien. Tomó asiento y los miró a los ojos.
– Según nuestro escáner, Josh tiene una fractura craneal. El que trajisteis de Russburg no es de gran ayuda porque pertenece a otro paciente.
– ¡Qué coño estás diciendo!
– El médico de allí miró el TAC equivocado. Apenas se lee el nombre del paciente, pero no es Josh Fisk.
– No puedo creerlo -dijo Doreen.
– Pues así es, pero ya nos preocuparemos más tarde de eso.
Prestadme atención, lo que ocurre es lo siguiente: la pelota golpeó a Josh justo aquí -dijo, señalando su sien-. Es la parte más delgada del cráneo, el hueso temporal. La fisura se llama fractura lineal, y tiene unos cinco centímetros. Dentro del cráneo hay una membrana que recubre el cerebro y que se alimenta de la arteria meníngea media, la cual atraviesa el hueso. Cuando el hueso se fracturó, la arteria sufrió una rotura, lo que provocó que la sangre se acumulara entre el hueso y la membrana, y esto a su vez comprimió el cerebro. El coágulo de sangre, o hematoma epidural, creció y aumentó la presión dentro del cráneo. El único tratamiento posible en estos momentos es una craneotomía, es decir, extraer el coágulo abriendo el cerebro.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Doreen, tapándose los ojos.
– Por favor, escuchadme -les pidió Treet-. Tenemos que llevarlo a Jackson, a la unidad de traumatología del University Medical Center. Yo llamaría a su ambulancia aérea y lo llevaría en helicóptero.
El médico de urgencias llegó en ese momento, muy agitado, y se dirigió al doctor Treet.
– El paciente está empeorando. Tiene que echarle un vistazo.
Cuando el doctor Treet se puso en pie para volver a entrar, Ron se levantó y lo agarró del brazo.
– Calvin, sé sincero, ¿ es muy grave?
– Lo es, Ron. Podría no salir de esta.
Subieron aJosh al helicóptero y despegaron sin perder tiempo. Lo acompañaron Doreen y Calvin Treet mientras Ron se dirigía a casa para comprobar cómo estaban Zeke y Clarissa y meter cuatro cosas en una bolsa, antes de lanzarse a la interestatal 55 y pisar a fondo el acelerador, desafiando a cualquier policía que se atreviera a detenerlo. Cuando no discutía con Dios, maldecía al médico de Russburg que había mirado el escáner equivocado. De vez en cuando volvía la cabeza y miraba el objeto de diseño defectuoso y sumamente peligroso que descansaba en el asiento trasero.
Nunca le habían gustado los bates de aluminio.
36
A las ocho y diez del sábado por la mañana, unas trece horas después de haber recibido un pelotazo en la cara, Josh se sometió a una operación quirúrgica en el University of Mississippi Medical Center de Jackson.
Ron y Doreen esperaron en la capilla del hospital con los amigos que iban llegando de Brookhaven, acompañados de su pastor. En el presbiterio de la iglesia de St. Luke se llevaba a cabo una oración de vigilia. El hermano de Ron llegó al mediodía con Zeke y Clarissa, tan angustiados y conmocionados como sus padres. Pasaron horas sin noticia de los cirujanos. El doctor Treet desaparecía de vez en cuando en busca de información, pero casi nunca volvía con algo relevante. A medida que algunos de sus amigos se iban, llegaban otros para sustituirlos. También acudieron los abuelos, tíos y primos, que esperaron con ellos, rezaron y salieron para dar una vuelta por el amplio hospital.
Cuatro horas después de que los Fisk vieran a su hijo por última vez, el cirujano jefe apareció y les hizo una señal para que lo siguieran. El doctor Treet se unió a la conversación a mitad del pasillo, lejos de los demás. Se detuvieron cerca de unos servicios. Ron y Doreen se cogieron de la mano, esperando lo peor.
– Ha sobrevivido a la cirugía y está respondiendo todo lo bien que cabría esperar -les informó el cirujano, con voz cansada y profunda-. Hemos eliminado un gran hematoma que comprimía el cerebro. Se ha reducido la presión intracraneal, pero buena parte del cerebro estaba inflamada. Para serIes sincero, la inflamación es bastante preocupante, puede que haya sufrido daños irreversibles.
Los términos «vida» o «muerte» son fáciles de entender, pero la palabra «daños» habla de miedos que no se definen de inmediato.
– No va a morir -dijo Doreen.
– Por ahora está vivo y sus signos vitales son buenos. Tiene un 90 por ciento de posibilidades de sobrevivir. Las próximas setenta y dos horas serán cruciales.
– ¿Qué daños? -preguntó Ron, yendo al grano.
– Ahora mismo es imposible saberlo. Algunos podrían revertirse con tiempo y rehabilitación, pero lo veremos más adelante. En estos momentos solo queda rezar para que evolucione positivamente en los próximos tres días.
El sábado por la noche trasladaron a Josh a la UCI. Aunque se encontraba en un coma inducido, a Ron ya Doreen les permitieron pasar a verlo diez minutos. Apenas lograron mantener la entereza cuando lo vieron por primera vez. Tenía la cabeza vendada como una momia y de la boca le salía un tubo conectado a un respirador. Doreen no se atrevía a tocarlo en ninguna parte, ni siquiera en los pies.
Una enfermera comprensiva accedió a colocar una silla fuera de la sala para que uno de los padres pasara la noche allí. Ron y Doreen enviaron al equipo de apoyo de vuelta a Brookhaven y empezaron a turnarse entre la ueI y la sala de espera. Ninguno de los dos se planteaba dormir y estuvieron paseando por los pasillos hasta la madrugada del domingo.
Los médicos parecían satisfechos con la primera noche de Josh. Después de que los informaran de su evolución, Ron y Doreen fueron en busca de un motel cerca del hospital. Se ducharon y durmieron un poco antes de retomar sus posiciones en el hospital. El ritual de espera se reanudó, igual que las oraciones de vigilia en casa. El constante desfile de visitas pronto se convirtió en una pesadilla. Ron y Doreen querían estar solos en la habitación, con su hijo.
A última hora del domingo, cuando la gente ya se había ido, Doreen se quedó en la UCI y Ron fue a pasear por los pasillos del hospital para estirar las piernas y tratar de mantenerse despierto. Encontró otra sala de espera para los familiares de los pacientes de pronóstico leve. Era mucho más acogedora, el mobiliario era más bonito y había más máquinas expendedoras. Su cena consistió en un refresco bajo en calorías y en una bolsa de galletas saladas. Estaba masticándolas, con la cabeza en otra parte, cuando se le acercó un niño pequeño que parecía a punto de tocarle la rodilla.