– Sí, nosotros también -contestó Carl, deseando poder abofetear esos rollizos carrillos que tenía apenas a treinta centímetros de él.
– ¿ y qué talla apelación? -preguntó Flint, muy serio.
– Estamos preparados.
En la subasta del año anterior, Flint había aguantado hasta el emocionante final con valentía y se había llevado el Brain After Gunshot, un desperdicio artístico de seis millones de dólares que había lanzado la actual campaña de recaudación de fondos del MuAb. Por descontado, participaría en la subasta de esa noche para volver a llevarse el gran premio. -Menos mal que nos deshicimos de las acciones Krane la semana pasada -dijo.
Carl empezó a maldecirlo, pero mantuvo la calma. Flint dirigía un fondo de inversión libre, famoso por su temeridad. ¿ Se había desprendido de las acciones de Krane Chemical previendo un veredicto en contra? La mirada desconcertada de Carl no dejaba lugar a dudas.
– Sí -prosiguió Flint, llevándose la copa a los labios y relamiéndoselos-. Nuestro hombre de allí nos dijo que estabais jodidos.
– No vamos a soltar ni un centavo -dijo Carl, animosamente.
– Pagarás por la mañana, viejo amigo. Nosotros apostamos a que las acciones de Krane bajarán un 20 por ciento.
Y dicho esto, se dio media vuelta y se alejó. Carl apuró su copa y se abalanzó sobre otra. ¿Un 20 por ciento? La mente supersónica de Carl hizo los cálculos: poseía el 45 por ciento de las acciones ordinarias de Krane Chemical, una compañía con un valor de mercado de tres mil doscientos millones de dólares, según la cotización de cierre del día. Un 20 por ciento le costaría doscientos ochenta millones de dólares, en teoría. Por descontado, no supondría una pérdida real de caja, pero no por eso dejaría de ser un día duro en la oficina.
Pensó que un 10 por ciento se acercaría más a la realidad.
Los de finanzas estaban de acuerdo con él.
¿El fondo de inversión libre de Flint podía haberse desprendido de una parte tan importante de las acciones de Krane sin que Carllo supiera? Miró fijamente a un camarero desconcertado y consideró la cuestión. Sí, era posible, pero no probable. Flint solo estaba hurgando en la herida.
El director del museo apareció de repente, cosa que Carl agradeció profundamente. Aquel hombre no mencionaría el veredicto, ni siquiera aunque estuviera enterado del fallo. Solo le diría palabras amables y, por descontado, comentaría lo deslumbrante que estaba Brianna. Se interesaría por Sadler y le preguntaría cómo iban las reformas de la casa que tenían en los Hamptons.
Charlaron de todo aquello mientras paseaban sus bebidas entre la gente que abarrotaba el vestíbulo, evitando los corrillos que podían representar una conversación peligrosa, hasta que llegaron frente a Abused I melda.
– Magnífica, ¿ no cree? -musitó el director.
– Muy bonita -contestó Carl, mirando a su izquierda cuando el número ciento cuarenta y uno apareció a su lado-. ¿Por cuánto saldrá?
– Hemos estado discutiéndolo todo el día. Con esta gente nunca se sabe. Yo digo que al menos por cinco millones.
– ¿y cuánto vale en realidad?
El director sonrió cuando un fotógrafo les sacó una foto.
– Bueno, esta es otra cuestión, ¿no cree? La última gran obra del escultor la compró un caballero japonés por unos dos millones. Por supuesto, dicho caballero japonés no donaba grandes sumas de dinero a nuestro pequeño museo.
Carlle dio un nuevo trago a su copa y comprendió el juego. El objetivo de la campaña del MuAb era recaudar cien millones en cinco años. Según Brianna, iban por la mitad y necesitaban una gran inyección de dinero, que pretendían sacar de la subasta de esa noche.
Un crítico de arte de Times se presentó y se unió a la conversación. Carl se preguntó si sabría algo sobre el veredicto. El crítico y el director se pusieron a charlar sobre el escultor argentino y sus problemas mentales mientras Carl estudiaba Imelda y se preguntaba si de verdad quería tener aquello para siempre en el vestíbulo de su lujoso ático.
Ciertamente, su mujer lo quería.
3
El hogar provisional de los Payton era un piso de tres habitaciones en la segunda planta de un viejo complejo de edificios cerca de la universidad. Wes vivía cerca de allí en sus años universitarios y todavía le costaba creer que hubiera vuelto al barrio. Sin embargo, su vida había sufrido tantos cambios drásticos, que era difícil centrarse en uno solo.
¿Hasta cuándo iba a ser provisional? Esa era la gran cuestión que debatían entre marido y mujer, aunque hacía semanas que no habían vuelto a discutir de ello y ese tampoco era el momento de hacerlo. Tal vez dentro de un par de días, cuando se hubieran repuesto del cansancio y el estupor y pudieran encontrar un rato de tranquilidad para hablar del futuro. Wes disminuyó la velocidad mientras recorría el aparcamiento y pasaba junto a un contenedor con basura apilada alrededor, casi todo latas de cerveza y botellas rotas. Los jóvenes universitarios se entretenían lanzando los envases desde los pisos más altos a través del aparcamiento, por encima de los coches, apuntando más o menos al contenedor. Cuando las botellas se rompían, el ruido resonaba en todo el complejo de edificios y los estudiantes disfrutaban de lo lindo. Aunque otros no tanto. Para la pareja privada de sueño de los Payton, el estrépito a veces era insoportable.
El dueño de aquellos cuchitriles, un viejo cliente, estaba considerado el peor casero de la ciudad, al menos en opinión de los estudiantes. Les ofreció el piso a los Payton y con un apretón de manos acordaron un alquiler de mil dólares al mes. Llevaban siete meses viviendo allí y habían pagado tres, pero el casero insistía en que no estaba preocupado. Esperaba pacientemente a la cola, como muchos otros acreedores. El bufete de abogados de Payton amp; Payton ya había demostrado que podía atraer clientes y generar honorarios, y sus dos socios eran muy capaces de una recuperación espectacular.
¿Qué te parece esta recuperación?, pensó Wes mientras giraba el volante para aparcar en una de las plazas libres. ¿ Un fallo de cuarenta y un millones de dólares es lo bastante espectacular? Por un instante se sintió animado, pero el cansancio se abatió sobre él al momento siguiente.
Esclavos de una malsana costumbre, ambos bajaron del coche y cogieron los maletines del asiento trasero.
– No -dijo Mary Grace, de pronto-, esta noche no se trabaja. Dejémoslos en el coche.
– Sí, señora.
Fueron empujándose escalera arriba, mientras por una de las ventanas se oía un impúdico rap a todo volumen. Mary Grace hizo ruido con las llaves, abrió la puerta y segundos después ya estaban dentro, con sus hijos y Ramona, la canguro hondureña, que veían la tele. Liza, de nueve años, fue corriendo a recibirlos.
– ¡Mami, hemos ganado, hemos ganado! -chilló, emocionada.
Mary Grace la levantó y la abrazó con fuerza. -Sí, cariño, hemos ganado.
– ¡Cuarenta mil millones!
– Cuarenta, cielo, no cuarenta mil.
Mack, de cinco años, corrió hacia su padre, quien también lo levantó en volandas; durante un rato se quedaron en el estrecho recibidor abrazando a sus hijos con fuerza. Wes vio lágrimas en los ojos de su mujer por primera vez desde el anuncio del jurado.
– Os hemos visto en la tele -dijo Liza.
– Parecíais cansados -dijo Mack.
– Estoy cansado -contestó Wes.
Ramona los observaba a cierta distancia, con una sonrisa tensa apenas visible. No estaba segura de lo que significaba el veredicto, pero sabía que las noticias eran buenas.
Se quitaron los abrigos y los zapatos y la pequeña familia Payton se sentó en el sofá, un bonito sofá de piel gruesa, donde se abrazaron, se hicieron cosquillas y hablaron del colegio. Wes y Mary Grace habían conseguido conservar la mayoría de sus muebles y el destartalado piso estaba decorado con objetos que no solo les recordaban su pasado, sino también, y quizá más importante, les recordaban su futuro. Aquello era solo una parada, una escala inesperada.