Ron no pudo seguir mirando y retrocedió hasta un rincón, desde donde contempló a su hijo gravemente enfermo oculto en una maraña de manos solícitas mientras la cama seguía agitándose y los barrotes no dejaban de traquetear. El ataque empezó a remitir y las enfermeras enseguida le lavaron la cara con agua fría, hablándole con ternura. Ron salió de la habitación e inició otra y mecánica excursión por los pasillos.
Los ataques se repitieron de manera intermitente durante veinticuatro horas, hasta que se detuvieron de repente. Para entonces, Ron y Doreen estaban tan extenuados que solo les quedaban fuerzas para mirar a su hijo y rezar para que siguiera tranquilo. Vinieron más médicos a examinarlo; intercambiaron palabras incomprensibles con expresión poco halagüeña. Le realizaron más pruebas y se lo llevaron durante horas.
Los días pasaban y se desdibujaban. El tiempo había dejado de existir.
El sábado por la mañana, Ron se pasó por el despacho del palacio de justicia de Gartin. Ambos letrados estaban allí, a petición de éL Había doce casos pendientes de decisión y Ron había leído los sumarios y las recomendaciones. Los letrados tenían una pila preparada y estaban a punto para pasar lista.
Una condena por violación, del condado de Rankin. Ratificada, por unanimidad.
Una disputa electoral, del condado de Bolivar. Ratificada, opinión concurrente con la de otros siete.
Un caso mortalmente aburrido sobre un contrato de garantía por el que se había formado un gran revuelo, del condado de Panola. Ratificada, por unanimidad.
Etcétera. Entre las preocupaciones de Ron y el poco interés que mostraba en el trabajo, ventilaron los primeros diez casos en veinte minutos.
– Baker contra Krane Chemical-dijo un letrado.
– ¿Qué es lo que se rumorea? -preguntó Ron.
– Cuátro a cuatro, y los cuchillos vuelan. Calligan y compañía no las tienen todas consigo respecto a ti. McElwayne y los suyos sienten curiosidad. Todo el mundo está expectante, a ver qué haces.
– ¿Creen que he sucumbido a la presión?
– Nadie está seguro. Creen que estás sometido a mucho estrés y se baraja un drástico viraje de ciento ochenta grados por lo que ha ocurrido.
– Dejemos que especulen. Todavía no voy a decidir nada sobre el caso Baker y el del hogar de ancianos.
– ¿Estás pensando en votar a favor de la ratificación de las sentencias? -preguntó el otro letrado.
A esas alturas, Ron ya sabía que la mayoría de los rumores que corrían por el tribunal los creaban y los difundían los propios letrados, todos ellos.
– No lo sé -contestó.
Media hora después, volvía al hospitaL
38
Una lluviosa mañana de sábado de ocho días después, subieron aJosh Fisk a una ambulancia para llevarlo a Brookhaven. Una vez allí, ocuparía la habitación de un hospital, a cinco minutos de su hogar, en el que estaría en observación durante una semana y luego, con un poco de suerte, lo mandarían a casa.
Doreen iba con él en la ambulancia.
Ron fue al palacio de justicia de Gartin y se dirigió a su despacho de la cuarta planta. No se veía a nadie por allí, justo lo que deseaba. Leyó la opinión de Calligan a favor de la revocación de la sentencia del caso Baker por tercera o cuarta vez, y aunque en su momento había estado completamente de acuerdo con él, ahora tenía dudas. Podría haberla redactado el propio Jared Kurtin. Calligan consideraba nulas casi todas las declaraciones de los expertos en el caso Baker y criticaba al juez Harrison por admitir la mayoría de ellas. Las palabras más duras las reservaba para el experto que había relacionado los derivados carcinógenos con los cánceres, a quien tildaba de «especulativo en el mejor de los casos». Exigía un estándar de prueba imposible mediante el cual se demostrara sin lugar a dudas que las toxinas del agua de Bowmore habían causado los cánceres que habían acabado con la vida de Pete y Chad Baker. Como siempre, ponía el grito en el cielo ante la desmesura del veredicto y culpaba a la exagerada pasIón que hablan mostrado los abogados de Baker durante el proceso, la cual había encendido los ánimos del jurado.
Ron leyó la opinión de McElwayne y también le sonó muy diferente.
Había llegado el momento de votar, de tomar una decisión y, sencillamente, no tenía agallas para hacerlo. Estaba harto del caso, harto de la presión, harto de la rabia de saberse manipulado como una marioneta por unas fuerzas poderosas que debería haber sabido reconocer antes. El infierno por el que estaba pasando a causa de Josh había minado sus fuerzas y lo único que quería era irse a casa. No confiaba en su capacidad para decidir lo correcto, ni siquiera para saber discernir qué lo era. Había rezado hasta el agotamiento. Había intentado compartir sus inseguridades con Doreen, pero ella estaba tan abstraída e indecisa como él.
Si revocaba la sentencia, traicionaría sus verdaderos sentimientos. Sin embargo, sus sentimientos eran cambiantes, ¿no? Como jurista imparcial, ¿cómo podía cambiar de bando de repente por la tragedia familiar que estaba viviendo?
Si confirmaba la sentencia, traicionaría a aquellos que lo habían elegido. El 53 por ciento de la gente había votado a Ron Fisk porque creía en su programa. ¿De verdad? Tal vez lo habían votado porque habían sabido vendérselo.
¿Sería justo para todos los Aaron de ahí fuera que Ron cambiara egoístamente su filosofía jurídica por su hijo?
Odiaba hacerse esas preguntas, que lo agotaban aún más.
Se paseó por el despacho, más confuso que nunca, y pensó en irse. Corre, se dijo. Sin embargo, estaba harto de salir corriendo, de pasearse de un lado al otro y de hablar con las paredes.
Redactó su opinión a máquina: «Concurro y convengo con el juez Calligan en este caso, aunque con grandes dudas. Este tribunal, con mi complicidad y sobre todo gracias a mi presencia, no ha tardado en convertirse en ciego protector de aquellos que desean limitar drásticamente la responsabilidad en todo lo referente al área de daños personales. Un camino muy peligroso».
Redactó su segunda opinión para el caso del hogar de ancianos: «Concurro con el juez Albritton y confirmo la sentencia dictaminada en el juzgado de distrito del condado de Webster. Las actuaciones del hogar de ancianos ni siquiera alcanzan los mínimos de atención a la tercera edad que nuestras leyes exigen».
A continuación escribió una nota interna que decía: «Estaré de permiso durante los próximos treinta días. Me necesitan en casa».
El tribunal supremo del estado de Mississippi publicaba las resoluciones en su página web todos los jueves al mediodía.
Y todos los jueves al mediodía unos cuantos abogados se sentaban delante de su ordenador, nerviosos de antemano, o procuraban que otros lo hicieran por ellos. Jared Kurtin tenía a un asociado de guardia. Sterling Bintz comprobaba su móvil de última generación a esa hora en punto, independientemente de dónde se encontrara. F.Clyde Hardin, que seguía en la época de las cavernas respecto a la tecnología, se sentaba a oscuras en su oficina cerrada, se bebía el almuerzo y esperaba. Todo abogado que llevara una causa relacionada con Bowmore se mantenía a la expectativa.
Aunque no fueran abogados, otros muchos también compartían su nerviosismo. Tony Zachary y Barry Rinehart habían acordado ponerse en contacto por teléfono en cuanto se publicaran los dictámenes. Carl Trudeau contaba los minutos cada semana. En el centro y al sur de Manhattan, docenas de analistas financieros vigilaban la página web. Denny Ott comía un sándwich con su mujer en el despacho de la iglesia. En la casa del párroco no había ordenador.
Sin embargo, en ningún otro lugar se temía y se esperaba tanto la hora mágica como en las deslustradas entrañas de Payton amp; Payton. El bufete al completo se había reunido en el Ruedo, en la mesa de trabajo siempre abarrotada, donde estaban comiendo mientras Sherman no apartaba la vista del portátil. El primer jueves de mayo, a las doce y cuarto, anunció: «Aquí está». Todos apartaron el plato. De repente el aire se volvió irrespirable. Wes no quiso mirar a Mary Grace y ella no quiso mirarlo a él. De hecho, ninguno de los presentes se atrevió a mirar a los ojos a los demás.