– El dictamen lo ha redactado el juez Arlon Calligan -continuó Sherman-. Esto me lo salto. Cinco, diez, quince páginas, veamos, una opinión mayoritaria de unas veintiuna páginas, apoyada por Romano, Bateman, Ross y Fisk. Sentencia revocada y sobreseída. Fallo definitivo a favor del demandado, Krane Chemical. Romano también concurre con cuatro páginas llenas de sus chorradas de siempre, pero Fisk es muy breve. -Silencio mientras seguía pasando páginas-. y luego una opinión disidente de doce páginas de McElwayne y Albritton. Tengo más que suficiente. No pienso leer esa mierda en un mes como mínimo.
Se levantó y salió de la habitación.
– No podemos decir que sea una sorpresa -comentó Wes.
Nadie respondió.
F.Clyde Hardin lloriqueó sobre su escritorio. Aunque aquella tragedia llevaba meses rondándolo, no por ello fue menos demoledora. Su única oportunidad de hacerse rico se había desvanecido y con ella todos sus sueños. Maldijo a Sterling Bintz ya su disparatada demanda colectiva. Maldijo a Ron Fisk ya los otros cuatro payasos que habían formado la mayoría. Maldijo a los borregos ciegos del condado de Cary y de todo el sur de Mississippi a los que habían engañado para que votaran en contra de Sheila McCarthy. Se sirvió otro vodka y siguió maldiciendo y bebiendo hasta que se desmayó, con la cabeza sobre el escritorio.
Siete puertas más abajo, Babe recibió una llamada y le comunicaron la noticia. La cafetería pronto se llenó de la gente que pasaba por Main Street en busca de respuestas, rumores y ánimos. Para muchos, la noticia no tenía sentido. No limpiarían el agua, no se recuperarían, no recibirían ninguna compensación, ni una disculpa. Krane Chemical se libraba y se burlaba de la ciudad y de sus víctimas.
Denny Ott recibió una llamada de Mary Grace, que le hizo un breve resumen de la situación, poniendo especial énfasis en que el litigio había acabado. No quedaban opciones viables. La única salida era apelar al Tribunal Supremo de Estados Unidos y ellos, por descontado, presentarían la documentación necesaria, pero era muy poco probable que el Supremo aceptara un caso como aquel. Wes y ella se pasarían por allí para hablar con sus clientes.
Denny y su mujer abrieron la sala auxiliar, sacaron galletas y botellas de agua y esperaron a que la gente llegara para ofrecerle consuelo.
A última hora de la tarde, Mary Grace entró en el despacho de Wes y cerró la puerta. Llevaba dos hojas de papel y le tendió una de ellas. Era una carta dirigida a los clientes de Bowmore.
– Échale un vistazo -dijo, y se sentó para leerla ella también.
Decía así:
Apreciado cliente:
Hoy, el tribunal supremo del estado de Mississippi ha fallado a favor de Krane Chemical. La apelación de Jeannette Baker ha sido revocada y sobreseída, lo que significa que no hay posibilidad de repetir el juicio ni de presentar una nueva demanda. Tenemos intención de solicitar una revisión de la causa, que es lo acostumbrado, aunque también una pérdida de tiempo. Asimismo, apelaremos al Tribunal Supremo de Estados Unidos, si bien únicamente se trata de un mero formalismo, ya que rara vez dicho tribunal revisa causas procedentes de tribunales estatales, como es el caso.
El fallo de hoy, del cual os enviaremos una copia la semana que viene, impide cualquier actuación contra Krane. El tribunal exige un estándar de prueba que imposibilita hacer recaer la responsabilidad en la compañía, y es tristemente obvio lo que ocurriría con un nuevo veredicto ante este mismo tribunal.
No hay palabras para expresar nuestra decepción y frustración. Llevamos cinco años batallando contra enormes obstáculos y hemos perdido en muchos frentes.
Sin embargo, nuestras penalidades no son comparables a las vuestras. Seguiremos dedicándoos nuestros pensamientos, nuestros rezos y estaremos a vuestra disposición siempre que lo necesitéis. Nos sentimos honrados por la confianza que habéis depositado en nosotros. Que Dios os bendiga.
– Muy bonito -dijo Wes-. Enviémosla por correo.
Con los movimientos de la tarde, Krane Chemical regresó al mercado con mayor fuerza que nunca. Ganó cuatro dólares con setenta y cinco por acción y cerró a treinta y ocho con cincuenta. El señor Trudeau había recuperado los mil millones que había perdido, y todavía quedaban muchos más por venir.
Hizo llamar a Bobby Ratzlaff, a Felix Bard y a dos confidentes más a su despacho para celebrar una pequeña fiesta. Bebieron champán Cristal, fumaron unos habanos y se felicitaron por el sorprendente giro. Ahora consideraban a Carl un verdadero genio, un visionario. No había flaqueado ni en los peores momentos. Su mantra había sido: «Comprad, comprad».
Le recordó a Bobby la promesa que le hizo el día de la sentencia. Ni un solo céntimo, que tan duramente habían ganado, pasaría jamás a manos de aquella panda. de ignorantes y sus malditos abogados.
39
Entre los invitados se encontraban desde los estereotipos de Wall Street, como el propio Carl, hasta el peluquero de Brianna y dos actores de Broadway subempleados. Había banqueros con sus mujeres envejecidas aunque adecuadamente retocadas, y magnates con sus trofeos magníficamente famélicas. Había ejecutivos del Trudeau Group que habrían preferido estar en cualquier sitio menos allí y pintores en apuros del MuAb emocionados por la rara oportunidad de poder codearse con la jet seto También había algunas modelos, el número 388 de la lista Forbes, un defensa que jugaba con los Jets, un periodista del Times junto con un fotógrafo para contarlo todo y un periodista del Journal que no publicaría nada sobre la fiesta, pero que no quería perdérsela. Cerca de un centenar de invitados, casi todos ellos gente pudiente, aunque ninguno había visto jamás un yate como el Brianna.
Estaba fondeado en el Hudson, en los muelles de Chelsea.
En esos momentos, la única embarcación que lo superaba era un portaaviones fuera de servicio, a unos cuatrocientos metros al norte. En el elitista mundo de los paseos en barco obscenamente caros, el Brianna estaba clasificado como megayate: mayor que un superyate, aunque sin llegar a gigayate, el cual, hasta el momento, era coto privado de un puñado de multimillonarios del software, príncipes saudíes y mafiosos rusos del petróleo.
La invitación rezaba: «Le invitamos a acompañar al señor ya la señora Trudeau en el viaje inaugural de su megayate, Brianna, el miércoles 26 de mayo a las seis de la tarde, en el muelle 60».
Tenía cincuenta y ocho metros de eslora, lo que lo situaba en la posición vigesimoprimera de la lista de mayores yates registrados en Estados Unidos. Carl había pagado por él sesenta millones de dólares dos semanas después de que Ron Fisk fuera elegido, y luego se gastó quince millones más en renovaciones' mejoras y caprichos.
Había llegado el momento de presumir de él y exhibir uno de los resurgimientos más espectaculares de la historia reciente de las finanzas. La tripulación, compuesta por dieciocho miembros, acompañaba a los invitados a realizar visitas guiadas por el yate a medida que iban llegando y les servían copas de champán. Gracias a las cuatro cubiertas por encima del nivel de flotación, la embarcación podía acomodar fácilmente a treinta amigos agasajados en alta mar durante un mes, aunque, por descontado, Carl ni siquiera se planteara tener a tanta gente viviendo cerca de éL Los afortunados que se encontraran entre los elegidos para realizar un largo crucero tendrían acceso a un gimnasio con entrenador, un spa con masajista, seis jacuzzis y chef las veinticuatro horas del día. Comerían en una de las cuatro'mesas repartidas por el barco, la más pequeña para diez comensales y la mayor para cuarenta. Para cubrir las horas de recreo, había equipos de submarinismo, kayaks con el suelo transparente, un catamarán de nueve metros de eslora, motos acuáticas, equipo de pesca y, por descontado, ningún megayate está completo sin un helicóptero. Entre otros lujos, también podrían disfrutar de una sala de proyección, cuatro chimeneas, un salón descubierto, suelos con calefacción en los baños, una piscina privada nudista para tomar el sol y caoba, latón y mármol italiano por todas partes. El camarote de los Trudeau era más amplio que su dormitorio en tierra. Además, Carl había encontrado por fin el lugar permanente para Abused lmelda: en el salón de la tercera cubierta. Nunca más lo saludaría en el vestíbulo de su ático después de un duro día de trabajo en la oficina.