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– ¡Cario! – se llevó las manos a las caderas y sus ojos oscuros casi echaban llamaradas mientras miraba a su hermano-. ¡Cómo te atreves!

Él intentó responder, pero su atrevimiento no llegaba a tanto como intentar protestar cuando Francesca agarró a Brett por un brazo y lo sacó por la puerta de la cocina.

– ¡Oye! ¡Espera! -intentó detenerla Brett, pero ella le lanzó una mirada muy decidida y lo agarró con más fuerza aún del brazo.

En unos segundos estaban en la cocina de Francesca, delante de una mesita. Lo obligó a sentarse y antes de que pudiera darse cuenta le colocó con decisión una bolsa de guisantes congelados contra la cara.

– ¡ Ay! – Brett no pudo reprimir el quejido.

Toda la entereza de Francesca desapareció en ese momento. Se dejó caer en la silla que estaba a su lado y le dijo:

– Lo siento. Estoy tan enfadada con Cario que lo estaba pagando contigo. -

– Escucha, Francesca. Soy yo quien debe disculparse.

– ¡No!

– Sí. Es natural que tus hermanos quieran protegerte – no le dijo que a él también le pasaba a veces-. No debería haberte puesto en una situación tan… hum… incómoda.

Sus mejillas enrojecieron en un instante. -Espera un momento…

– Sólo intento decirte que no debes estar enfadada con Cario, y que espero que aceptes mis disculpas por… bueno… por comprometerte en casa de tu padre.

– ¡Para! – los ojos de Francesca echaban fuego de nuevo y parecían despedir suficiente calor como para cocinar aquellos guisantes congelados en un instante-. ¿Me estás diciendo que lamentas haberme besado?

– Bueno, sí.

Ella golpeó la mesa con las manos. -Esto sí que es el colmo -frunció los labios disgustada-. Ni siquiera pueden pillarme en condiciones.

– ¡Pillarte en condiciones! ¿Francesca? Ella lo ignoró y se levantó de la silla.

– A otras chicas las pillan besándose cuando tienen catorce años. A mí me pasa a los veinticuatro y vienes tú y lo echas todo a perder.

¿Lo había echado a perder? Brett se cambió la bolsa de guisantes a la frente para ver si podía aclarar su confusión. Nada, no funcionaba.

– ¿Echarlo a perder?

Ella iba andando de un lado a otro, y al llegar al fregadero se dio la vuelta, respiró hondo y a él se le quedó la mirada pegada a la suave piel de su escote. Ella lo miró

– ¿Qué pasa?

Él dejó los guisantes sobre la mesa.

– Cuando nos pillaron, ¿qué es lo que hice mal?

– Aparte de lo del puñetazo -ella cruzó los brazos, lo que hizo que su pecho se levantara aún más-. Pensé que te sentirías avergonzado, tal vez asombrado, pero no que te disculparías.

Al darse cuenta de que no entendía nada de lo que le estaba diciendo, ella se encogió de hombros y exhaló un largo suspiro de decepción.

– Brett, por primera vez en mi vida estaba haciendo algo propio de una mujer y además algo… salvaje… y acabas de quitarle toda la emoción.

Él había perdido la cuenta de las veces que lo había sorprendido ese día: el vestido escotado, cada vez que su pecho se hinchaba al tomar aire, el beso y ahora ese asunto de la «emoción».

– Francesca, ¿qué voy a hacer contigo? -dijo, meneando la cabeza.

Ella frunció los labios buscando una respuesta.

– Me gustaba lo que me estabas haciendo antes – su cara se tiñó de carmesí-, quiero decir, antes de que llegara Cario.

Demonios, era una mujer vestida para volver loco a un hombre, y además estaba el recuerdo del beso más delicioso de su vida. Era una propuesta irresistible. Sus emociones debieron reflejarse en su cara y Francesca supo adivinarlas. Con un dedo recorrió la línea de su mandíbula.

– Déjame besarte aquí.

Él la atrajo dulcemente a su regazo.

Dulce y pequeña, se acomodó con facilidad contra su pecho y rodeó su cuello con los brazos. Después lo miró y le sonrió.

– ¿Así que crees que puedes mejorarlo? -dijo él, después de carraspear ligeramente.

La sonrisa de Francesca pasó de ser femenina a picara.

– Estoy segura de ello.

El corazón de Brett golpeaba fuertemente su pecho, sus pulmones luchaban para obtener oxígeno y Francesca era su salvación. Entonces ella inició con su boca la operación de salvamento; primero, recorrió suavemente la zona afectada de su cara, pero no era el tipo de cura que él esperaba. Después repitió ese movimiento con la punta de la lengua, y los muslos y la entrepierna de Brett se tensaron cuando ella se balanceó sobre su regazo.

Como ya había hecho antes, Brett la dejó controlar el beso, no porque quisiera que ella tomara la iniciativa, sino porque tenía miedo de asustarla si la llevaba él. Ella seguía experimentando con la lengua, recorriendo su boca, haciéndole cosquillas en las comisuras, mordiéndole el labio inferior. Brett dejó escapar un leve gemido e intentó abrir la boca y besarla, pero ella rehuyó un beso más profundo y empezó a darle besitos en la mandíbula, subiendo hacia su oreja.

– Gracias, Brett -susurró, enviando oleadas de calor a su piel.

¿Le estaba dando las gracias por darle placer? Él la tenía agarrada por la fina cintura y no se permitía explorar más allá.

– Francesca…

– Shh -le acalló ella mientras ponía dos dedos sobre su boca-. No digas nada, no pienses nada. Necesito experimentar.

Él volvió a gemir. Como un gatito que clavara sus uñas, ella quería ver hasta dónde podía llegar, cuánto placer podía obtener. Quería experimentar y quería hacerlo con él. ¿Con quién si no?

«No pienses nada». Aquellas palabras resonaban en la mente de Brett, que no pudo evitar chupar uno de los dedos que Francesca había colocado sobre su boca.

Ella contuvo un quejido y él notó que su cuerpo se ponía rígido y sus ojos se cerraban cuando pasaba la lengua sobre la sensible piel entre sus dedos. Sus mejillas enrojecieron más aún cuando él le succionó el dedo contra su paladar.

Soltó uno de los brazos que le sujetaban la cintura y sacó el dedo de su boca. Francesca abrió los ojos y él no dejó de mirarla mientras le dirigía el dedo húmedo a su propia piel, dibujando una línea brillante en su frágil cuello. Sus pupilas se dilataron y Brett casi podía escuchar su propia respiración mientras se esforzaba por no acelerarse.

– Brett -susurró ella, sin que una sombra de duda resonase en su voz.

Él le tocó el pelo con la mano.

– Francesca.

– Bésame más, Brett -el dulce sonido del deseo.

Él sonrió.

– Todavía no he empezado a besarte.

El gesto de Francesca se hizo más impaciente.

– Lo que sea. Quiero más.

Ella lo hacía reír.

– ¡Eso suena a orden! -Porque lo es.

Él se rió de nuevo. Su princesita chicazo.

– Tus deseos son órdenes para mí.

Le apartó el pelo de la cara y la besó en la nariz, en las mejillas y después empezó a explorar el camino hacia la oreja. Ella le clavó las uñas en el brazo mientras le succionaba el lóbulo de la oreja, y ese pequeño dolor se reflejó en otro más placentero entre sus piernas. Intentó colocarse mejor en la silla y ella se movió un poco también, hasta que su erección se situó justo entre los muslos de ella.

Él gimió y ella abrió los ojos de golpe.

– ¿Peso mucho?

Brett no quería que ella se moviera de allí, así que comenzó a recorrer la línea de sus hombros con un dedo para distraerla.

– En absoluto -dijo él, y su dedo se encontró con un fino tirante, que retiró inmediatamente. Por encima de la tela, los pechos llenos de Francesca subían y bajaban con mayor rapidez.

– Bésame, Brett -pidió ella.

Con una mano en cada uno de los hombros desnudos, la besó y su boca se abrió inmediatamente para él. Cuando entró, el calor de su piel y su fragancia aumentaron su excitación.

Ella gimió cuando él retiró su boca y volvió a hacerlo cuando la besó una y otra vez en el cuello. Francesca tiraba impacientemente de su polo para que volviera, pero su piel sabía demasiado bien como para dejarla, así que siguió besando su cuello y sus hombros hasta que ella le sacó el polo de los vaqueros y tiró de él hacia arriba.