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Miró a Cario alucinado.

– ¿A mí me pegas, pero no haces nada si la ves con un extraño?

– No se están besando.

Ya se estaban despidiendo. Brett vio como Francesca lo besaba en la mejilla antes de saltar del coche. Después, se inclinó, y se puso a hablar con el conductor a toda velocidad, encantándole con su parloteo, probablemente haciéndole sonreír, haciéndole desear ayudarla a ganar la apuesta que había hecho con Cario.

¡La apuesta!

Todavía quedaba pendiente el problema de la apuesta. Si Brett salía de su vida, ella seguiría buscando a un hombre para no perder su dinero.

– ¿Brett? -Cario lo miró como si lo hubiera llamado varias veces sin respuesta.

Con un alegre gesto final, Francesca se despidió de su acompañante y desapareció en dirección a su piso sin darse cuenta de que Brett y Cario estaban allí.

– Brett, ¿te vienes o no?

– No -dijo, ausente, dirigiéndose tras los pasos de Francesca.

Francesca buscaba la llave de su casa. Maldito Brett. Temblaba sólo de verlo, aun después de cuatro días. No sabía si la había seguido o no, pero se arriesgaría: ¡entraría rápido en casa por si acaso!

No quería verlo. Lo había visto con frecuencia en sueños las últimas noches y esperaba que ese tiempo alejada de él fuera de ayuda para «El Remedio».

Elise había dicho que eso era lo que Francesca necesitaba. El Remedio. No le había dado muchos detalles de lo que había pasado entre Brett y ella, pero con unas pocas palabras, Elise había sido capaz de hacerse una idea y había dicho que la solución era El Remedio.

Cuando por fin consiguió meter la llave en la cerradura, vio a Brett con el rabillo del ojo. Entró en casa y cerró la puerta de un golpe. Nada podía frenarla de mirar por la mirilla y, en efecto, allí estaba él.

Brett, el bello escandinavo de ojos azules y anchos hombros. Su corazón empezó a acelerarse y decidió dejar de mirar para dedicarse a El Remedio.

Con cuidado colocó su tercer y esperaba que último vestido de dama de honor de la puerta de la despensa. Hubiera empezado El Remedio en ese momento, pero Elise le había dicho que se necesitaba toda la tarde y Francesca estaba agotada tras la prueba final del vestido y la salida nocturna con el resto de las chicas de la boda.

Frotándose las manos contra los vaqueros, se giró para contemplar los ingredientes del El Remedio colocados sobre la mesa. En ese momento sonó el teléfono y Francesca respondió sin pensar.

– ¿Quién era ese? -dijo una voz al otro lado del auricular.

– ¿Brett? – el oír su voz le provocó un escalofrío-. ¿Cómo has conseguido mi número?

– Lo he buscado en la guía.

– Oh -el dulce sonido de su voz casi la dejaba sin sentido -, es verdad

Él hizo un ruidito sospechoso, pero ella no lo dejó continuar.

– Brett, tengo que dejarte -Francesca se giró para mirar los ingredientes de El Remedio.

Cuando se trataba de quitarse a un hombre de la cabeza, Elise era la persona perfecta a la que recurrir. Primero tenías que alejarte de él y después había que tomar El Remedio. Francesca creía estar segura de que hablar por teléfono con el hombre implicado no era lo más recomendable.

– Responde a mi pregunta primero.

Tomó la lista escrita por Elise de la mesa. Había tenido que ir a tres sitios y se había gastado treinta dólares para conseguirlo todo, pero si funcionaba, habría valido la pena.

– ¿Quién era ese hombre? -preguntó Brett de nuevo, con voz firme.

Mascarilla facial de hierbas, loción corporal exfoliante de hueso de melocotón…

– ¿Qué hombre?

– El que te ha traído a casa.

Aceite de aguacate para el cabello, una cosa con olor a plátano para las cutículas de pies y manos.

Francesca creía adivinar cómo funcionaba El Remedio: sacaba a los hombres de tu vida sin problemas y te convertía en una mujer de la que sólo un murciélago frugívoro se enamoraría.

– No me has respondido, Francesca.

«Porque estoy intentando olvidarte». Un amigo, tenía que pensar en él como en un amigo. Se agachó y tomó de debajo de la mesa un lápiz labial de cereza que supuestamente te quitaba años de los labios. Ella aceptaría también que le quitara de la memoria unos cuantos besos.

– ¿Qué haces mañana por la noche? -preguntó Brett.

Francesca primero se quedó boquiabierta y luego se dejó caer en una silla. Otra vez no. -Estoy ocupada -respondió.

– ¿Con qué?

– Tengo planes -«he planeado tomar El Remedio y sacarte de mi corazón y de mi mente».

– ¿Planes con ese amigo tuyo?

Francesca sintió un calor súbito en las mejillas.

– ¿Por qué me has llamado?

Ahora era él quien no respondía.

– ¿Te has puesto en el mismo bando que mis hermanos? -dijo ella, irritada-. Porque si es así, creo que ya he tenido bastante de esa actitud tan sobrevalorada.

Al otro lado del teléfono, ella lo oyó tragar saliva.

– Lo que yo siento por ti… no es lo mismo que sienten tus hermanos.

El corazón de Francesca dio un vuelco, así que tomó una bocanada de aire para intentar tranquilizarse.

– ¿Qué…? – aún no había recuperado el habla del todo-. ¿Qué quieres decir?

– Demonios, Francesca, te tuve medio desnuda entre mis brazos la otra noche. Eso no es muy propio entre hermanos.

Francesca movió bruscamente un brazo y volcó un bote de mascarilla facial.

– Ya, ya -cerró los ojos con fuerza para no acordarse de lo fácilmente que había encendido su pasión.

Él suspiró suavemente, ya que se estaba imaginando lo mismo.

– Todo esto parece muy peligroso, Francesca. Ella se quedó petrificada.

– Peligroso, ¿por qué? -Por ti -saltó él. -¿Qué?

– Tan pasional, tan rápido -carraspeó ligeramente-. Olvida lo que te he dicho.

Ella no olvidaría esas palabras en toda su vida, porque significaban que el señor serenidad escandinava de ojos azules no lo tenía todo tan bajo control como aparentaba la otra noche.

El corazón de Francesca saltaba y batía como si tuviese una mariposa en el pecho. Se agarró al borde de la mesita y le dijo:

– ¿Por qué no vienes?

– ¿Qué?

– Ahora. Ven y quédate conmigo -quería verlo y sabía, estaba segura, de que él también quería estar con ella.

El silencio invadió la línea.

– Por favor -suplicó ella, sin importarle un rábano su orgullo de mujer ni todos esos consejos de «no ser la primera en pedir» que había oído a sus amigas. A ella la habían educado hombres.

– ¿Qué te parece, Brett?

Aquellos hombres le habían enseñado que el que no pide, no obtiene. Contenía el aliento, esperando a que aceptara.

– Me parece que no.

– ¿No? -las mejillas y la nuca le ardían de vergüenza- ¿Me estás rechazando?

– ¡No! No te estoy rechazando, Francesca, pero…

Él seguía hablando cuando ella colgó.

El teléfono volvió a sonar. Ella no contestó. Siguió sonando, pero ya no iba a contestar.

Estaba demasiado ocupada ordenando los botes y las pociones para El Remedio. Elise le había prometido que funcionaría, pero Francesca no estaba muy segura de ello. Tal vez fuera su sangre italiana, pero Francesca pensó que todo el proceso necesitaba algo más. Sacó un libro de cocina; su madre hacía unas galletas con trocitos de chocolate estupendas, pero el tiramisú de Francesca también estaba para chuparse los dedos.

Por la mañana, Elise llegó con unos bizcochos. Con la conexión psíquica que marcaba a dos amigas de verdad, Elise se presentó en la puerta de Francesca con un plato de esos cuadraditos de chocolate y nueces que habían hecho famosa a su madre.

– ¡Está intentando sabotearme! -exclamó Elise. Aparentemente la conexión psíquica entre las dos no estaba funcionando porque Francesca no tenía ni idea de qué le pasaba a Elise, y esta no parecía darse cuenta de que Francesca tampoco estaba en su mejor momento.