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Francesca fue a la cocina y llenó una tetera de forma automática.

– ¿Quién y por qué? -preguntó.

– ¡La persona que ha hecho estas cosas! Mi madre, que ha pagado un vestido de novia en el que no voy a entrar después de que me coma todos estos bizcochos.

Francesca le dio unas palmaditas a su amiga en la espalda y apartó el plato de dulces.

– ¡No te los comas!

– El síndrome pre-boda es peor que el síndrome pre-menstrual -dijo Elise, alargando la mano hacia el plato-. Necesito comida.

– De eso nada -dijo ella, apartando de nuevo el plato.

Elise siguió luchando para alcanzar los bizcochos.

– Franny, algunas veces necesitamos hacer algo malo.

Francesca abrió la boca para responder, pero sonó el timbre de la puerta. Corrió para abrir, temerosa de dejar sola a Elise mucho tiempo. En el umbral esperaba una repartidora con un ramo enorme de flores silvestres rosas alrededor de una rosa perfecta en un jarrón. Francesca parpadeó varias veces.

– No pueden ser para mí.

Elise apareció tras ella.

– Por supuesto que sí. Tu nombre está en la hoja de envío. Fírmala.

Alucinada, Francesca obedeció, después cerró la puerta y llevó las flores a la cocina. La tetera estaba silbando, así que dejó las flores y se puso a hacer el té.

Elise la miró.

– ¿Qué haces? ¿No vas a abrir la tarjeta?

La tarjeta. Por supuesto. Las flores siempre iban acompañadas de una tarjeta y en ella ponía quién las había mandado. Tenía muy poca experiencia con esas cosas. Ninguna experiencia en realidad.

Se secó las manos con un trapo de cocina y tomó la tarjetita, colocada entre las delicadas florecitas, que temblaban al tocarlas.

– ¡Date prisa! -Elise sacó la tarjeta de entre las flores y se la pasó a Francesca-. Lee lo que dice.

El sobrecito estaba cerrado. Aunque Francesca había dejado de morderse las uñas, no era capaz de abrirlo. Examinó el sobre, buscando el mejor lugar por el que empezar.

– ¡Oh, Dios mío! -Elise tomó el sobre de manos de Francesca y al instante lo abrió y sacó la tarjeta-. Ya está.

Lo siento, decía. ¿Me perdonas? Brett quería que lo perdonase. Antes de que Francesca pudiera decidir si le perdonaba o no, el timbre volvió a sonar.

– Yo voy -Elise corrió a la puerta y al momento estaba de vuelta-. Más flores -dijo, y puso una cajita pequeña y fría en las manos de Francesca.

Francesca se sentó y dejó la cajita sobre la mesa. Haciéndose cargo de la impaciencia de Elise, esta vez fue más rápida para abrir la caja y encontrar en su interior un precioso ramillete. Más rosas, una abierta del todo y dos capullos ligeramente abiertos colocados con delicados lazos de cinta de tul y una goma plateada en la parte inferior.

– Es un ramillete para llevarlo en la muñeca – dijo Elise-. ¿Quién te envía esto? ¿Y por qué te lo envía?

Francesca pasó un dedo por la frágil cinta de tul. Nunca le habían dado nada así aunque siempre lo había deseado, tal y como le había dicho a Brett.

– Mira -Elise señalaba otra tarjetita colocada dentro de la caja.

Sales conmigo esta noche.

A Francesca se le encogió el corazón. El timbre sonó otra vez.

– Esto se pone cada vez mejor -Elise corrió otra vez a la puerta y volvió a¡ instante -. No eran flores esta vez.

Otra caja, envuelta en papel plateado con lazo rosa. A Francesca empezaron a sudarle las manos y empujó la caja hacia Elise.

– Ábrelo tú.

– Ni hablar. Date prisa.

Francesca tomo aire y rompió el papel. Después abrió la tapa de la caja y casi se ahoga.

La caja estaba llena de papel de seda brillante y en el centro había una tiara de cristal de Strass. Era la corona de sus sueños, la más brillante y delicada que Francesca había visto nunca.

Incluso Elise se había quedado sin habla.

Dentro de aquella caja también había una tarjeta: Sé mi princesa esta noche.

A un tiempo, Elise y Francesca alargaron la mano para tomar un brownie. Sus miradas se encontraron mientras daban sendos mordiscos a los pastelitos de chocolate.

– Es de Brett -dijo Elise con la boca llena.

Francesca asintió.

– Brett, contra el que se supone que tienes que tomar El Remedio esta noche.

Francesca volvió a asentir.

Elise miró todos los paquetes que acaban de llevar y Francesca siguió su mirada. Las flores, el ramillete, la corona… las dos suspiraron a la vez.

– ¿Y bien? -dijo Elise, con ojos interrogantes.

Francesca, con un bizcocho en la mano, respondió:

– Tú lo has dicho antes; a veces necesitamos hacer algo malo.

Brett golpeó con los nudillos la mampara de cristal para indicar al conductor de la limusina que se detuviera en el aparcamiento. Después bajó del enorme coche blanco.

No podía dejar que Francesca pensara que la había rechazado. Ella estaba en un momento muy delicado de su vida, con esa estúpida apuesta de por medio. No podía permitirse a sí mismo el romperle el corazón cuando era de eso de lo que intentaba protegerla.

Así que tenía que dejarle claro que lo atraía. Con todo el peligro que ello podía entrañar, parecía claro que lo correcto era hacerle ver que era preciosa y muy atractiva.

Aquella noche el plan era darle todo aquello con lo que había soñado. El ramillete, la corona y el paseo en limusina. Parecía evidente que Francesca consideraba que esas cosas harían de ella una mujer. Eso y la pasión de un hombre.

Esa era la parte fácil. Brett le permitiría ver lo que había hecho con él. No quería ir muy lejos, pero lo suficiente para demostrarle el poder que tenía sobre él. Después la dejaría marchar.

Mientras andaba hacia la casa de Francesca, se prometía a sí mismo que aquella noche todo saldría bien. A medianoche la princesa se daría cuenta de que ella en realidad «era» una princesa, y así podría buscar a su futuro príncipe.

Francesca se moría de impaciencia mientras esperaba a Brett. Inspeccionó el contenido de su bolso, se ajustó la tira de las sandalias nuevas y se secó el sudor de las manos con un pañuelo. Por último, volvió a su habitación para admirar el brillo de la tiara que Brett le había enviado. Allí estaba, colocada sobre un cojincito, brillando como si quisiera decirle algo.

Quería que aquello empezara ya. No era que supiera qué iba a pasar, pero estaba ansiosa por que pasara. No tenía ni idea de cómo comportarse con Brett o qué esperaba de él… tal vez hubiera sido mejor posponer la cita hasta que ella tuviera un plan concreto.

Fue hasta la puerta y miró por la cerradura. Brett no estaba por ningún lado. Incapaz de contener la ansiedad, abrió la puerta y se asomó.

Ahí estaba él, andando hacia su puerta.

Francesca se metió dentro rápidamente con un portazo, cerrando fuertemente los ojos.

Eso no ayudaba nada.¡Dios mío! Aún podía verlo, la imagen le quemaba las retinas. Brett, con un frac negro que hacía resaltar más el color dorado de su pelo y el azul de sus ojos, provocando pensamientos que las buenas chicas no deberían tener.

Y de repente, Francesca decidió que ya no quería ser una buena chica.

Tragó saliva, asombrada por la certeza. Tal vez no fuera la mejor idea que había tenido nunca, tal vez no era el objetivo más lógico, pero en el momento en que lo vio con aquel frac, le vino a la mente la idea de reposar desnuda entre sus brazos, con una decisión y una firmeza que no había experimentado nunca. Tal vez fuera intuición femenina.

Sus manos empezaron a temblar.

Brett. Su primer amante iba a ser Brett. Tenía que ser él.

Entonces empezó a buscar en su cerebro todos los consejos que había oído o leído a lo largo de su vida. ¿Cómo podía hacer que aquello ocurriera? ¿Cómo haría que la noche acabara del modo que ella quería?