Genial. Sólo había pensado en ella misma. ¿Era doloroso para Brett tener a otra mujer entre sus brazos?
Él sacudió la cabeza.
– Esto es por ti, Francesca. Te lo prometo. Sólo por ti.
– Vale -aliviada, se acomodó un poco mejor en su regazo.
– ¡Francesca! -él volvió a gemir.
Insegura, se quedó congelada, pero después pensó en que notaba algo duro contra su cuerpo. No eran unos muslos duros masculinos… era ¡un miembro masculino duro!
Tal vez no estuvieran tan lejos de descubrir su lado salvaje, después de todo.
Ella tragó saliva.
– Brett -dijo suavemente-. Gracias por esta noche. Has hecho realidad todas mis fantasías adolescentes.
Él se echó un poco hacia atrás, como esperando lo siguiente.
– ¿Y? ¿Pero? ¿Sin embargo? ¿Entonces? -dijo Brett con la voz llena de sospechas.
Francesca tomó aliento. Un impulso final que había practicado mucho con sus hermanos desde que nació. «Dile lo que quieres, pídeselo. Tal vez no lo consigas, pero es un reto. Sin riesgo no hay gloria».
Ella se humedeció los labios e intentó parecer segura de sí misma. Le pasó un dedo por la mejilla y buscó la reacción de sus músculos faciales. Ella también podía ser provocadora si quería. Después le acarició el pelo.
– Oh, Brett. Sólo una vez. Bésame.
Él cerró los ojos un instante y después se rindió. Sus labios se apretaron contra los de ella y rápidamente los sedujo para que se abrieran. El corazón de Francesca golpeaba su pecho sin piedad mientras notaba cómo la lengua de Brett entraba en su boca. Sentía mil escalofríos recorrerle la piel a la vez que una fuente de calor comenzaba a crecer en su interior.
Él levantó la cabeza; sus ojos despedían chispas azules.
– Me has embrujado -dijo.
Tal vez fuera así, porque dentro de ella su confianza crecía y crecía y ya no se molestaba en ocultar el fuego sexual que llevaba dentro.
Francesca volvió a tocarle el rostro, con más determinación incluso.
– Ahora que ya hemos hecho cosas de adolescentes, vamos a pasar a las de adultos -dijo con una voz sorprendentemente serena-. Había pensado que tal vez quisieras hacerme el amor.
«Había pensado que tal vez quisieras hacerme el amor».
Brett no podía quitarse esas palabras de la cabeza, aunque en el momento en que ella las pronunció la apartó de su regazo y pidió al conductor que los llevara a casa inmediatamente.
Ella volvió a mirarlo, con las cejas levantadas, como esperando aún una respuesta.
Él se pasó las manos por la cara.
– Ni lo sueñes.
Ella esbozó una leve sonrisa.
– Ya es demasiado tarde para eso.
Ella se inclinó para tomar la copa de champán que había caído al suelo y la colocó en uno de los posavasos. Su moño se había deshecho y el pelo le acariciaba ahora la espalda, suave y sedoso. Brett se moría por acariciarlo, por acariciar su piel y por hacer todas aquellas cosas que ella desconocía que le pedía cuando le decía que le hiciera el amor.
Ella tomó una copa limpia y la alargó hacia él.
– Un poco más de champán, por favor -dijo ella.
La botella estaba en su lado de la limusina.
– ¡No! -alguien tenía que conservar la cabeza fría, y la suya estaba más que confusa.
Ella se encogió de hombros y se estiró para agarrar la botella.
– No va contra la ley.
Él se aplastó contra el asiento para que su brazo no le tocara.
– Tú sí deberías ser ilegal -masculló él.
El champán cayó a borbotones en la copa.
– Lo he oído -dijo ella señalándole con la copa. Su mirada se encontró con la de Brett-. Por nosotros.
Él no pudo apartar la vista. Como si de electricidad estática se tratase, el sexo chisporroteaba en el ambiente, y no pudo dejar de insultarse a sí mismo por haber iniciado él sólito aquel camino al desastre.
Ella tomó un trago de champán; el tipo de trago que hacía perder las inhibiciones, y él, instintivamente, se apartó de ella.
– No has respondido a mi pregunta -dijo ella.
– No estabas diciéndolo en serio -con eso quería decir que habían estado flirteando, jugando, pero que no tenían que ir más allá.
Él no dejó que su pensamiento lo traicionase con el recuerdo del suave y cálido sabor de su boca.
– Lo digo en serio.
Brett pensó en arrojarse del coche. Lo que fuera con tal de acabar esa conversación. Lo que había pretendido era que ella recuperara la confianza en sí misma, no en crear un nuevo problema.
– Ah -aquello le sonó un poco a risa.
– ¿Ah? -Repitió ella, antes de acabar con el champán de su copa-. ¿Tienes miedo de no respetarme por la mañana?
– ¡Tengo miedo de no respetarme a mí mismo por la mañana! -Murmuró él, después se detuvo, algo avergonzado y sorprendido por la cara de Francesca-. No, no. No lo entiendes.
Se acercó a ella y le quitó la copa de las manos para tomarlas entre las suyas.
– ¿Cómo podría tomar algo así de ti? -le besó las manos como un súbdito pidiendo favores reales.
– ¿Por qué no puede ser algo que yo te dé?
– Francesca, tu familia me mataría.
– Esto no es cosa suya, es sólo asunto mío -dijo decidida.
Él suspiró.
Entonces ella apartó sus manos de entre las de Brett, se giró ligeramente para ponerse frente a él y se las colocó sobre los hombros.
– ¿Quién me enseñó a montar en bicicleta? -dijo ella
Él lo pensó un momento y después respondió.
– Yo… supongo.
– ¿Quién me enseñó a hacer cometas y a volarlas?
– Yo
– ¿Quién me llevó de la mano la primera vez que patiné sobre hielo y quién me enseñó a lanzarme de cabeza a la piscina?
En sus palabras había la misma intensidad que ya había admirado en ella de adolescente. Ella era tan apasionada… Maldición. La pasión otra vez.
Brett cerró los ojos, pero ella siguió hablando, transformándose en pura tentación.
– Tú, tú, tú -dijo Francesca-. Cada vez que tenía que aprender algo nuevo, ahí estabas tú para enseñarme.
Ella quería un profesor de… sexología. Aunque para ella sería hacer el amor, y tal vez ese fuera el punto conflictivo. Podía ver las objeciones que se reflejaban en su cara.
– No te estoy diciendo que sea para siempre, Brett. Estoy pidiéndote algo de una noche. Esta noche. Confío en ti y sé que no me harás daño.
Pero tal vez sí. Podría hacerle mucho daño. Él estaba inflamado por la pasión y la imagen de su pecho desnudo le asaltaba a cada instante. Casi podía sentir el calor de sus senos chocando contra su pecho.
Apretando los dientes, le tomó las manos y se las retiró de los hombros. Se suponía que tenía que protegerla, no recordar el sabor de su piel o sus gemidos de placer.
La limusina se detuvo. Brett miró por la ventanilla y se dio cuenta de que habían llegado a casa. Justo a tiempo. Podría decir que no y no le daría más oportunidades para dejarse embrujar.
Él abrió la boca, pero ella habló primero.
– Piénsalo, Brett. Si no eres tú será otro.
Al escuchar estas palabras, el ardor de su sangre y sus entrañas incendió también su cerebro. Desaparecieron los escrúpulos y todos los pensamientos racionales quedaron oscurecidos en un rincón. Todo excepto Francesca se puso borroso.
Agarró a Francesca por una muñeca, la sacó del coche, buscó algo de dinero y se lo dio al conductor. Andando tan rápido como pudo, la llevó hasta su apartamento. Quería estar a solas con ella lo antes posible.
En unos segundos estuvieron dentro. No se molestó en dar las luces y rodeado de negra oscuridad, empujó a Francesca contra la puerta y se precipitó hacia la oscura calidez de su boca.
Por un momento pensó que la había oído quejarse, pero no la soltó. Apretó más y más, empujando su lengua hacia la boca de ella para llevarse su sabor.
«Si no eres tú será otro».