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– ¿Qué decías, Cario? -dijo ella.

… era demasiado pequeña como para salir con ella.

– ¿Cuántos años tienes ahora? -preguntó, intentando desviar la conversación de nuevo.

Ella lo miró de reojo.

– Los suficientes para hacer lo que quiero, cuando quiero. Hecho, hermano.

– Cario va a perder -dijo Elise, la mejor amiga de Francesca, deteniéndose en un pasillo de los grandes almacenes para señalar un pañuelo-. ¿Y a ti qué te pasa? ¿Por qué has aceptado esa apuesta?

Francesca se obligó también a tocar el pañuelo. No es que le interesara en absoluto, pero se había propuesto empezar a tomar ejemplo de Elise. A su amiga, que estaba comprometida y se casaría dentro de un mes, nunca le habían faltado novios.

– Acepté porque la apuesta me hará actuar para hacer algo.

– ¿Hacer algo?

– Algo para tener la vida de la que Cario habló. Elise se dio la vuelta y miró a Francesca con los ojos entrecerrados.

– Llevo años diciéndote que necesitabas tener tu propia vida.

– Lo sé, lo sé… es sólo que…

– Que trabajas para tu padre. Que tu padre se encarga de gestionar apartamentos ocupados principalmente por gente mayor. Que no tienes muchas oportunidades de conocer hombres. Que no sabes qué hacer para atraerlos. Que no sabes vestirte -Elise había dicho todo aquello sin respirar, pero en ese punto se detuvo-. ¿Sigo?

Francesca sonrió a modo de disculpa.

– ¿Te estás olvidando de la tía Elizabetta?

Elise afirmó con la cabeza, y el delicado aroma de su perfume llegó hasta Francesca.

– ¿Cómo voy a olvidarla? Desde que tu madre murió cuando tenías dos años, la única mujer de tu familia ha sido la tía Elizabetta, también conocida como Hermana Josephine Mary del Convento del Buen Pastor.

Francesca golpeó un expositor de cristal.

– Ya está bien.

– Bueno -dijo Elise -, te diré que llevo desde que teníamos catorce años deseando poder hacer algo contigo.

Elise era rubia, y tenía el pelo corto y rizado. Incluso en vaqueros y camisa blanca, como en ese momento, siempre estaba guapa y arreglada. Aquel olor llegó de nuevo a Francesca… Y Elise siempre llevaba perfume.

Francesca suspiró y revisó su ropa. Levi's, de Cario con trece años. No podía recordar si su camiseta era heredada también, pero anunciaba piezas de coche. Su habitual gorra de béisbol se había quedado en el coche, pero se había recogido el pelo en una simple coleta.

Una de sus deportivas tenía un agujero en la puntera, y el cordón de la otra se había roto dos veces y tenía otros tantos nudos.

– Tal vez deba ahorrarme algunas preocupaciones y darle a Cario esos cien dólares ya.

Elise tomó otro pañuelo del mostrador y lo puso bajo la barbilla de Francesca.

– ¡Ni en broma! Tú saca la tarjeta de crédito y yo haré el resto -masculló ella-. ¿Te gusta el color rosado?

¿Rosado? ¿Qué color exactamente era el rosado y en qué se diferenciaba del rosa?, se preguntó Francesca.

– Elise…

– ¿No querías buscarte una vida propia? En efecto. Quería encontrar su vida. El día anterior, delante del altar y llevando un vestido, incluso siendo feo, por primera vez en su vida se había sentido femenina, y sola también.

– Quiero arreglarme para cenar a la luz de las velas, que un hombre abra la puerta para mí, y sentir corazón palpitar cuando tome mi mano -susurre ella-. Y hablando de corazones palpitantes… -Francesca contuvo el aliento- adivina quien ha vuelto a la ciudad…

El se había colado en sus pensamientos de la misma manera que había entrado en casa de su padre; alto, delgado, el pelo rubio y esos evocadores y brillantes ojos azules.

Elise estaba examinando la etiqueta de un pañuelo de seda.

– Brett Swenson.

– ¡Ya lo sabías!

– Alguien de la pandilla se lo dijo a David. Se ha incorporado a la Fiscalía del Distrito.

El prometido de Elise, David, solía salir con el mismo grupo de sus hermanos y Brett. Francesca tragó saliva y se miró las uñas como si nada.

– ¿Por qué crees que ha vuelto?

– Por amor. -¿Qué?

Elise levantó las cejas.

– ¿No crees? Para recuperarse de él. Cuando aquel coche mató a Patricia, ella llevaba el anillo de compromiso que le había regalado Brett.

«Es verdad», se recordó Francesca a sí misma. Era consciente de que Brett ahora estaba aún más lejos de su alcance que años atrás, cuando ella era una niña de doce años y él un adolescente a punto de entrar en la universidad.

Con un suspiro tomó el pañuelo que le tendía Elise y se lo acercó a la cara. Buscó un espejo a su alrededor. Era rosado… ¿le gustaba? Realmente no lo sabía, pero había que empezar por algún sitio.

– ¿Por qué hago esto? -murmuró, invadida por la duda en un instante.

– Porque quieres enamorarte -dijo Elise con firmeza.

No tenía ningún sentido el intentar negarlo.

Con determinación férrea, Francesca relegó a Brett Swenson al montón de hombres inapropiados en su vida denominado «Hermanos y otros».

¿Enamorarme? -repitió ella, afirmando ¡ y con todos los accesorios!

Brett lanzó una cerveza casi fría a las manos de Cario. En medio del partido de béisbol, Cario, sus tres hermanos y su padre habían ayudado a Brett a descargar su Jeep y el remolque que había alquilado para llevar sus cosas desde San Francisco. El apartamento siete, el de Brett, estaba al lado del de Cario, que a su vez estaba al lado del de Franny, y este al lado del de su padre. Los cuatro vivían en uno de los bloques de apartamentos que poseía y gestionaba la familia Milano. Aunque según Cario, el negocio lo llevaban entre Franny y su padre.

El hermano mayor de los Milano, Nicky, era abogado y trabajaba en un bufete, Tony se dedicaba a la construcción, Joe era policía y Cario detective de la policía. A sus treinta años, Brett estaba en medio de ellos en cuanto a edad, pero siempre se había sentido más cerca de Cario, y ahora que había empezado a trabajar en la Fiscalía, también trataría asuntos de trabajo con él.

– Chicos, os debo una -dijo Brett abriendo su cerveza. Los otros cuatro hombres ya se habían marchado.

Cario se llevó la botella a los labios e hizo una mueca.

– Lo que me debes es una fría -levantó la botella e inspeccionó la etiqueta -. Tendríamos que haber guardado esto en la nevera lo primero en lugar de hacerlo al final.

– Sí -Brett tomó un trago-. Os compensaré con una cena el fin de semana que viene. A Franny también.

Brett no sabía por qué había mencionado su nombre. Bueno, sí lo sabía. Seguía teniendo esa apuesta en la cabeza. Tal vez Cario confesara toda la historia y le explicara su punto de vista.

En lugar de eso, Cario sólo emitió un gruñido.

Brett volvió a intentarlo mientras tomaba una caja de zapatos. En un lado de la caja se podía leer «Cartas».

– Recibí una invitación antes de marcharme de San Francisco -agitó la caja-. ¿David Lee and Elise Cummings, eh?

Aparentemente aquella boda era el plazo final de la apuesta de Cario y Franny.

Cario cerró los ojos y tomó un trago largo de cerveza.

– Así es -su voz parecía lejana y ronca. Se dejó caer en el sofá y empezó a juguetear con el mando a distancia de la televisión.

Brett lo miró extrañado.

– ¿Estás bien, amigo?

Cario tenía la mirada fija en el televisor y gruñó una vez más.

Esa respuesta era suficiente para Brett. Por alguna razón, el buen humor habitual de Cario había desaparecido y no parecía que él fuera a explicar el motivo. Brett se encogió de hombros. Él también tenía cambios de humor y no hablaba mucho de la razón por la que se había molestado.

Pero seguía sin saber nada de la apuesta.

Demonios, ¿por qué le molestaba? Ella tenía el doble de años que la última vez que la vio. Y aunque sólo había podido verle la cara durante un segundo, no había duda en que ya era toda una mujer.