– ¿Francesca? -murmuró contra su piel -. ¿Me das otra oportunidad?
– Admite que eres un idiota -dijo ella.
– Soy un idiota -y succionó suavemente la piel de su cuello.
La voz de Francesca se hizo menos audible.
– Y que no tenías razón.
– Eso me pasa muy a menudo -respiró contra su sien y ella tembló.
– Y… y… estoy nerviosa -dijo Francesca, apoyando su espalda contra él.
Brett la abrazó, medio aliviado, medio contrariado.
– Entonces, ¿por qué no darnos las buenas noches?
– ¡No!.
– Lo siento, lo siento… sólo quería pincharte un poco.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Brett le masajeó suavemente los hombros, sintiendo la rigidez de sus músculos.
– Relájate. Piensa en esta noche como…
– ¿Cómo qué? -los músculos de Francesca seguían tensos -. ¿Un rito de transición? ¿Un rito iniciático?
– Sí -respondió él con una sonrisa-. Para entrar en el club con más miembros del mundo.
Ella no se rió.
Brett continuó masajeándole los hombros. Si ella estaba dispuesta a pasar por aquello, él iba a hacer que mereciera la pena. Sería especial para ella.
– Hablando de clubes -le dijo bajito al lado de la oreja-, ¿te acuerdas de cuando querías unirte a nuestro club sólo para chicos?
Ella frunció los labios.
– Mis hermanos no me dejaron. Te hubieran roto las piernas si hubieran sabido que me dejaste entrar en aquella caseta que construísteis en nuestro jardín.
Brett se preguntó por un momento el castigo que le inflingirían si supiesen lo que estaba haciendo en ese momento, después apartó el pensamiento de su mente.
– Eso es -dijo él -. Te llevé allí y te mostré el lugar.
Francesca apoyó su cuerpo contra el de Brett.
– En mitad de la noche.
– Seguro que no eran más de las nueve, pero vale. Francesca meneó la cabeza y el pelo le acarició la barbilla.
– Tú dijiste que tenía que estar totalmente oscuro.
Brett echó una mirada en dirección a la lamparita del salón. En un segundo fue hasta ella, la apagó y volvió junto a Francesca.
– Ahora me acuerdo de que habías estado dándome la lata todo el día. Por eso te dije que había que esperar a que se hiciera de noche.
En la oscuridad de su casa, Brett notó que la respiración de Francesca se aceleraba. Entonces se arrodilló a sus pies.
– ¿Qué haces?
– ¿No te acuerdas? -dijo él, levantándole un pie -. Para que no nos pillaran tenías que quitarte los zapatos.
Ella no protestó. Después de quitarle los dos zapatos, él se levantó, y llevó las manos hasta la espalda de Francesca hasta que sintió el frío de la cremallera contra sus dedos ardientes y empezó a bajarla.
Francesca dio un saltito.
– ¿Qué…?
– Alguien puede oír el «fru-fru» de tu vestido – dijo él, convirtiendo una escapada infantil en otro tipo de juego completamente distinto-. Será mejor quitártelo.
El «zzzziiiip» de la cremallera resonó claramente en la oscuridad. El pulso de Brett empezó a acelerarse, y tragó saliva cuando el vestido cayó al suelo. Se inclinó para besarle el cuello una vez más.
Ella gimió.
– ¡Shhhh! -dijo él, subiendo hacia su oreja-. Tenemos que ser muy, muy silenciosos.
Le tomó las manos y entrelazó sus dedos con los de ella, acercando sus cuerpos para que Francesca se acostumbrase al calor y a la dureza del de él.
– ¿Y qué pasa con tu ropa? -susurró ella con voz tensa.
Él ignoró la pregunta y levantó su cuerpo ligero en brazos.
– La hierba está húmeda en el camino hacia el club, y como a ti te dan miedo los caracoles…
– ¡No me dan miedo los caracoles! -Y como te dan miedo las ranas… -Tampoco me dan miedo las ranas. Sonriendo, él se giró hacia el pasillo.
– Como eres una joven preciosa y amable, me permitirás que te lleve en brazos hasta el club.
Una vez dentro del dormitorio, Brett cerró la puerta tras ellos con un «clic». La oscuridad era casi mayor que en el salón. Dejó a Francesca en el suelo, manteniéndola contra su cuerpo.
– ¿Qué te parece el sitio?
– Me acuerdo de que allí no había nada más que un cabo de vela sobre el sucio suelo -estaba hablando del club de su infancia.
– Es que yo ya había escondido las revistas de chicas.
La voz de Francesca sonó realmente sorprendida.
– ¡No!
– Bueno, creo que teníamos unas cuantas páginas arrancadas de un catálogo de ropa interior femenina – dijo él, encogiéndose de hombros.
Ella se rió.
– No es verdad.
– Nunca lo sabrás -la verdad no importaba, lo que importaba era que Francesca estaba relajada y riéndose.
– Eras muy amable conmigo -dijo ella con un suspiro.
Con un dedo, él recorrió el brazo femenino hasta el hombro desnudo.
– Es verdad. ¡Si hasta te desvelé los detalles de nuestras ceremonias secretas!
Su dedo siguió recorriendo la línea de su clavícula y notó como ella temblaba.
– Incluso me iniciaste -dijo ella.
Su dedo bajó y dibujó la curva de sus generosos pechos.
– También es verdad.
Después ella se puso seria y calló, y él volvió a tomarla en sus brazos y la llevó hasta la cama. Apartó el edredón de plumas y colocó a Francesca sobre las sábanas para luego tumbarse a su lado.
– Ese rito de iniciación implicaba sangre -dijo ella.
– Sólo un poquito -recordaba como la había pinchado en el dedo anular con un alfiler-. Y no te hice daño.
– No -replicó Francesca-. Tú nunca me has hecho daño.
Él esperaba no hacérselo tampoco ahora.
– Voy a encender la luz.
Ella le agarró del brazo.
– Dijiste que tenía que estar oscuro.
– Pero ya estamos seguros dentro, Francesca.
Él quería verle la cara para poder medir sus reacciones y planear su siguiente movimiento. No quería volver a asustarla, sólo quería darle placer.
La lamparita de la mesita de noche se encendió y Brett, que había dado la espalda a Francesca para encenderla, se volvió hacia ella y la miró… y casi se cayó de la cama.
– Cariño…-se le escapó.
El contraste contra las sábanas blancas le daba a la piel de Francesca un tono acaramelado, y había muchísima piel a la vista, toda excepto la cubierta por el sujetador sin tirantes y unas diminutas braguitas blancas.
El deseo invadía el torrente sanguíneo de Brett haciendo que su corazón se acelerase más y más. Francesca era toda para él.
Con el pulso a cien, Brett se tumbó de espaldas mirando al techo.
– ¿Brett?
– ¿Cuál es la raíz cuadrada de ciento sesenta y siete? ¿ y de seiscientos setenta y tres? -tal vez el usar su cerebro ralentizase el ritmo de su cuerpo.
– ¿Qué? No sé si lo he sabido alguna vez -la voz de Francesca sonaba confundida.
Brett no estaba seguro de poder pasar así la noche. No cuando la mujer a la que se suponía que tenía que dejar un recuerdo amable y dulce le estaba haciendo excitarse tanto y tan rápido que toda su sangre estaba huyendo del cerebro para concentrarse en su entrepierna.
– ¿Estoy… bien?
Él gimió ante la nota de duda en su voz.
– Francesca, estás tan bien que puedo olvidarme de que no tienes experiencia en esto.
Francesca sonrió.
– Vamos a olvidarnos de eso y centrémonos en la parte de que estoy muy bien.
Ella alargó los dedos y jugueteó con los botones de su camisa.
– Yo también creo que hay partes de ti que están muy bien.
No se atrevía a tocarla en ese momento, así que
Brett cerró los puños mientras ella le desabotonaba la camisa y la apartaba para dejar el pecho al descubierto. Francesca casi perdió el aliento al mirar su pecho desnudo y al sentirlo bajo sus manos.
Brett notó cómo su corazón y su erección le empujaban hacia ella.