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Genial, porque esa luz plateada se reflejaría sobre su cuerpo desnudo si intentaba huir.

Siguió buscando un plan mientras su respiración se aceleraba. ¡Si tan sólo pudiera quitarse aquel maldito sujetador! Ya puestos, parecía mejor opción el salir de la habitación desnuda del todo que con un trozo de tela enredada alrededor de su cuerpo. Entonces llegó la inspiración.

– ¿Podrías… podrías traerme un vaso de agua?

– Claro.

Francesca contuvo la respiración. Cuando Brett entrara en el baño contiguo, ella podría correr al salón hacia su vestido.

En vez de eso, Brett salió en dirección al salón.

– ¿Dónde vas? -preguntó ella precipitadamente. Él se detuvo a los pies de la cama, desnudo y sin darse cuenta de nada.

– A por agua -dijo -. Y a por vasos, que están en la cocina. ¿Quieres algo más?

Francesca negó con la cabeza porque no podía ni hablar. La luz de la luna iluminaba los ángulos del cuerpo de Brett, desde sus fuertes hombros hasta las marcas de sus caderas que tanto la gustaban. Ella siguió moviendo la cabeza.

En el momento en que él salió de la habitación, se sentó de un salto sobre la cama y empezó a atacar al sujetador. Al menos podría quitarse de encima ese problema.

Intentó girar la prenda sobre su cuerpo para alcanzar los corchetes, pero el condenado sujetador parecía haberse pegado a su caja torácica. Francesca empezó a sudar, lo cual empeoró las cosas porque hizo que la tela se pegara más a su cuerpo. Cuando empezaba a desear ser la mujer de goma para poder atacar la cosa aquella con los dientes, oyó la voz de Brett.

– ¿Necesitas ayuda?

Ella se quedó petrificada, aunque era muy consciente del terrible aspecto que debía tener, medio cubierta por las sábanas y con el pecho deformado por un trozo de tela que se negaba a soltarse. '

Era demasiado para ella.

La espera antes de la velada, la tensión sexual, la «lección» que Brett le había dado, la experiencia que había compartido con ella… era demasiado. Las lágrimas afloraron a sus ojos y para aumentar la tragedia, tuvo que llevarse las manos a la cara para contener la riada.

Brett exclamó un juramento y antes de que una lágrima hubiera llegado a su barbilla, ella ya estaba entre sus brazos.

– Cariño -dijo él, y el calor de su cuerpo resultaba reconfortante contra su mejilla-, no llores.

Ella hipó.

– No estoy llorando -dijo, con la cara enterrada en su cuerpo-. Es tu hombro que está mojado. Él le acarició el pelo con las manos. -Tienes razón, es culpa mía.

– Sí -rodeada por sus brazos nada parecía tan terrible-. Tenías que haberme quitado el sujetador.

Él no se rió.

– Tienes razón -dijo él y un momento después se sentía mucho más aliviada-. ¿Mejor así?

Ella asintió, frotando la cara contra su piel para secar las últimas lágrimas.

Él siguió acariciándole el pelo con una mano mientras la otra recorría su espalda.

Francesca se relajó, dejándose fundir por el calor de su cuerpo. Una vez solucionada la embarazosa situación del sujetador, huir a casa no le parecía una necesidad tan apremiante. Aunque aún estaba nerviosa y confusa, podía ignorar estos sentimientos mientras Brett la acariciara.

Ella dejó escapar un largo suspiro y Brett le levantó la cara poniéndole una mano bajo la barbilla para besarle las húmedas pestañas y la nariz.

– ¿Mejor?

¡Un déjá vid Ya había estado en esa situación antes, o probablemente lo hubiera soñado. Desnuda entre los brazos de Brett, su cálida sonrisa tras haber pasado la noche juntos… pero el sueño no era comparable ante la realidad.

Y entonces todo comenzó a temblar a su alrededor, como en un terremoto. Ella intentó agarrarse fuerte y evitar que el mundo se le viniera encima.

«No». Ella le sonrió como respuesta porque no podía permitirse más lágrimas. Brett le había dado la noche que ella le había pedido. «No estoy diciéndote que sea para siempre»: esas habían sido sus palabras.

Pero en sus cómodos y cálidos brazos, ella no podía ignorar la verdad que le había estado rondado por el pensamiento toda la noche. La verdad que no tenía nada que ver con sujetadores enrollados o vergüenza de que la viera desnuda. La verdad desnuda era que lo amaba, que estaba enamorada de él. Y que quería estar con Brett para siempre.

Capítulo 9

UNOS golpes en la puerta despertaron a Brett. Le costó un momento orientarse. La luz del sol entraba débilmente por la ventana. Francesca estaba en sus brazos, con la cara apoyada en su hombro.

Lo último que ella recordaba era que se había quedado dormida con los ojos húmedos y la piel caliente. Él la había acunado y había velado su sueño durante horas, temeroso de que las lágrimas volvieran a la carga-

– ¡Hey! ¡Brett! -una voz profunda resonó por toda la casa.

– ¡Oh, Dios mío! -Francesca se sentó de un salto, aferrándose a las sábanas -. ¡Dios mío! ¡Es Cario!

Brett alargó la mano hacia ella para apartar un mechón de cabello de su mejilla.

– No te preocupes, la puerta está cerrada. Los golpes pararon y Francesca lo empujó. -Tienes que salir

– ¡No! -Francesca y él tenían que hablar de lo que había pasado la noche anterior. Quería saber exactamente por qué había llorado y qué iban a hacer después.

Los golpes empezaron de nuevo.

– ¡Brett! -dijo Francesca con los ojos muy abiertos.

– Vale, vale, me libraré de él.

Saltó de la cama, se puso los calzoncillos y tropezó con los zapatos de Francesca mientras se dirigía a la puerta.

Inclinándose hacia la puerta cerrada le gritó a su amigo:

– ¡Cario! ¿Qué quieres?

Se impuso el silencio, y después Cario habló con voz extrañada.

– ¿No vas a dejarme entrar?

– Dame un instante. Me acabo de despertar. Es más, me acabas de despertar.

Otro silencio.

– Vale. Me da igual. ¿Te vienes a por un desayuno de muerte al restaurante de Judy?

Brett abrió la boca para negarse. Tenía que llevar a Francesca a desayunar. En una mesita en un lugar tranquilo podrían hablar de lo que había pasado.

Por el rabillo del ojo vio que algo se movía. Francesca entró en el salón vestida sólo con sus braguitas y el sujetador. De puntillas, avanzó hasta el vestido y lo recogió del suelo.

– ¿Brett? ¿A que es una idea de muerte?

De muerte estaba Francesca en ropa interior.

– N…

– Di que sí -susurró Francesca-, si dices que no, sospechará algo.

Brett continuó mirándola sin que pudiera asimilar sus palabras. Tenía el pelo revuelto, los labios enrojecidos por sus besos y aún podía verle marcas rosadas en el cuello, donde la había arañado con la barba.

– ¡Dile que sí! -susurró ella. -¿Brett? -dijo Cario de nuevo. Él se giró hacia la puerta.

– ¡Dame un segundo! Después se giró hacia Francesca: -Tenemos que hablar -murmuró él a su vez. Francesca sacudió la cabeza.

– No, en absoluto. Te dije que una noche. Fin de la historia.

– ¿Fin de la historia?

– ¿Qué? – gritó Cario al otro lado de la puerta-. ¿Estás hablando conmigo?

Francesca se mordió un labio.

– Te dije que no era para siempre.

Se metió en el vestido y empezó a forcejear con la cremallera. Brett se dirigió hacia ella, pero lo detuvo con la mano.

– Gracias, por cierto -dijo ella.

– ¿Qué es eso de «Gracias por cierto»? ¡Tenemos que hablar!

– Habla con Cario -dijo, poniéndose las sandalias-. Prométeme que lo mantendrás ocupado mientras yo salgo por la puerta de atrás y entro en mi casa.

Brett recordó que el apartamento de Cario estaba entre el suyo y el de Francesca. Menos mal que no lo había pensado hasta ese momento, y menos mal que su habitación estaba en el otro lado del apartamento y no compartía pared con el de Cario.