– Brett, ¿estás bien?
Los ojos de Francesca se abrieron como platos.
– ¡Dile que sí!
Pero ¿cómo iba a hacerlo si no estaba seguro de que fuera verdad? Necesitaba hablar con Francesca, pensarlo todo bien. Volver a probar el sabor de sus labios antes de que se marchara.
– De verdad, Fr…
– ¡Shhh! Estás invitado a la fiesta de Elise y David esta noche, ¿verdad? Hablaremos entonces.
– Brett, amigo. Mis antenas de detective me dicen algo-la voz bromista de Cario llegó desde el otro lado de la puerta -. ¿Tienes a alguien ahí?
Francesca miró a Brett asustada y después se echó a correr descalza hacia la puerta de atrás.
– Déjale entrar y mantenle ocupado unos minutos – susurró por última vez.
En unos segundos, se había ido y Brett abrió la puerta, pasándose la mano por el pelo y consciente de que no necesitaba actuar para tener la apariencia estúpida y confusa de un tío que acaba de ser despertado en medio de un sueño especialmente lujurioso.
– ¿Qué pasa? -dijo Cario, a modo de saludo mientras entraba.
Brett desearía saberlo.
Francesca fue la primera en llegar a la barbacoa que los padres de Elise habían organizado para la pareja antes de su boda. Cuando Elise se quedó sin la boda íntima que quería, sus padres le prometieron una celebración previa más informal.
Con un precioso vestidito, Elise miró de arriba abajo a Francesca, que llevaba unos chinos, una blusa blanca atada en el ombligo y una gorra de béisbol, después la llevó a un lado para interrogarla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó – Aparte de un desastre…
Francesca se hundió más la gorra y metió las manos en los bolsillos.
– Cometí un error.
Elise entrecerró los ojos.
– Voy a matarlo. Mejor aún, se lo diré a tus hermanos y ellos se encargarán de todo.
– No lo hagas. Fue culpa mía.
– Estás destrozada, ¿no?
– Pues sí. Pero ya lo superaré. Volveré a ser la antigua Francesca. Tiraré esos estúpidos vestidos y volveré a mis viejos vaqueros.
– Eso no va hacer cicatrizar las heridas de tu corazón.
– Pero estaré mucho más cómoda -Francesca intentó esbozar una sonrisa-. Vamos, tu madre sabrá mantenerme ocupada.
Francesca se propuso voluntaria para pasar comida entre los invitados en una bandeja. Eso le daba la oportunidad para hablar con todo el mundo en la fiesta pero sin entretenerse demasiado con nadie. Además podía elegir a quién se acercaba y a quién no.
Cuando llegó Brett, ella se metió en la cocina y pasó allí varios minutos rellenando la bandeja más grande. Después de tomar aliento, salió al patio y empezó a circular con la bandeja otra vez. Daba igual si el grupo de hombres con el que estaba Brett no tenían oportunidad de comer nada, tampoco tenían cara de tener hambre.
Bueno, Brett un poco sí. Se las arregló para pillarla mientras lo miraba desde lejos, y la expresión de sus ojos hizo que a Francesca se le pusieran los pelos de punta. Ella echó a andar en dirección contraria para volver a rellenar innecesariamente la bandeja.
Cuando salió de la cocina, allí estaba él. Cuando la agarró de un brazo, ella le preguntó:
– ¿Quieres un canapé?
Él no bajó la mirada hacia la bandeja que ella le ofrecía.
– Quiero hablar. Ella levantó las cejas.
– Me han encargado que me ocupe de esto. No puedo desertar hasta, hum, hasta después del postre.
Él ignoró su excusa.
– ¿Cuándo vamos a hablar? -el tacto de sus dedos sobre su brazo le provocaba escalofríos que hacían que sus pezones se endurecieran y se le hiciera un nudo en el estómago.
La sacudió un poco del brazo.
– ¿Cuándo, Francesca?
Dentro de unos meses, o tal vez años. Para cuando hubiera olvidado el tacto de la piel de su pecho, de sus labios sobre sus pezones, su penetración, para cuando él no la hiciera perder la respiración.
– Yo… -intentó ella, humedeciéndose los labios-. Oye, ¿no podríamos dejarlo?
Toda expresión desapareció de la cara de Brett.
– Quieres decir que te deje en paz.
Ella no creía tener que estar de acuerdo con eso.
– ¿Tenemos que volver a analizarlo todo, Brett? Estoy bien y parece que tú también. ¿Qué más hay que hablar?
Él se encogió de hombros.
– No me gusta esa actitud tan indiferente.
– Hombres -dejó escapar Francesca en un susurro casi inaudible -. Vale. ¿Cuándo nos casamos?
Él abrió los ojos como platos por la sorpresa y se quedó boquiabierto.
La bandeja empezaba a resultar pesada.
– Toma -dijo ella, ofreciéndole comida de nuevo-. Métete algo de esto en esa boquita que tienes.
– Francesca…
– Por favor, Brett. Hazme caso. Estaba de broma. Ya sé como sois los hombres. He vivido rodeada de ellos toda la vida, ¿no?
Él se cruzó de brazos.
– ¿Y qué te ha enseñado la experiencia, dime, oh Pequeña-Pero-Sabia-Mujer?
– Que los hombres dais mucha importancia a los montones de ropa sucia y a la comida de microondas y a la libertad para dejar lo que sea por salir con los amigos a tomar cervezas y jugar al billar. Es necesaria una bomba atómica para sacaros de la soltería.
Él la miró, incómodo.
– ¿Bomba atómica?
– Claro -se encogió de hombros y señaló con la cabeza a Elise y a su novio-. David es el ejemplo claro. Él está completamente entregado y se quieren de un modo explosivo.
Brett miró a la pareja.
– Eso puede desaparecer cualquier día.
– Apuesto a que no.
La mirada de Brett se endureció.
– Francesca, puedes creer que sabes algo…
– ¡Franny! – la voz de un Milano sonó desde la otra punta del patio-. ¡Por aquí hay hambre!
Francesca miró al grupo de sus hermanos que la llamaba.
– Lo sé, Brett. Y tú eres un caso especial. Dos veces soltero -dijo ella causando el asombro de Brett-. Un chico como tú comerá comida de microondas toda su vida.
O, pensó Francesca, encontrará un nuevo ejemplo de feminidad absoluta como lo era Patricia. Una mujer que sabía vestirse y hacer el amor, y no llorar como un bebé pensando en que nunca más la volvería a abrazar.
– ¡Franny! -gritaron de nuevo los Milano.
Ella se giró, obediente, hacia los «hermanos hambrientos», dando gracias por tener una excusa para marcharse, justo antes de decir algo muy estúpido.
– Yo he acabado con el tema.
Tal vez los abogados tuvieran que decir siempre la última palabra o tal vez fueran los hombres en general, porque Brett le gritó mientras ella se alejaba:
– Perfecto. Así me escucharás cuando llegué mi turno.
Saciado de chuletas, ensalada y maíz asado, Brett se sentó en una de las sillas del patio mientras miraba a Francesca dirigirse a una pequeña pista de cemento con una canasta que había al lado del patio. Había encontrado un balón escondido bajo los arbustos y estaba lanzando a canasta sin mucho cuidado. Para ser bajita y una chica, era bastante buena lanzadora. También manejaba bien el balón.
Soltero. Soltero doble. Meneó la cabeza. Ella creía tenerlo todo muy claro. Si él hubiera sabido qué era lo mejor para él, hubiera dejado las cosas estar donde lo había dejado ella. Se sentiría aliviado de saber que ella no quería nada más allá de lo de la noche anterior y que no tenían que continuar nada.
Pero su instinto protector no se apagaba así como así, aunque había intentado hacerlo desaparecer toda la tarde.
Como un animal mítico, surgía cada vez que la veía hablar con otro hombre, cada vez que la oía reírse. A pesar de que le hacía sentirse estúpido, mientras Francesca andaba entre la gente no podía quitarse de la cabeza la imagen de ella ofreciéndose a otro hombre. Sobre todo ahora, que había probado el primer trozo del pastel.
Pensaba en cómo había gritado ella la noche anterior, cuando la había penetrado, pero una vez que el dolor hubo desaparecido de su cara, algo lo había invadido, una especie de «fuerza» que no podía identificar.