Se frotó la cara con las manos mientras pensaba en que había una línea muy fina entre ser protector y ser posesivo y que él tenía que mantenerse en el lado correcto.
Ese propósito no le impidió mirar con los ojos entrecerrados al hombre que se acercaba a Francesca. Brett reconoció al hombre que la había llevado a casa hacía unos días.
Ella dejó de botar el balón y le sonrió.
El hombre le dijo algo, sonriendo también, mientras imitaba un tiro al aro.
Francesca le puso una cara rara y se llevó una mano a la cadera.
Ambos se rieron.
Brett podía entender claramente su lenguaje gestual. Habían planteado un reto que había sido aceptado. Una partida uno contra uno.
Inocente y divertido. Pero Brett se vio levantándose de la silla cuando Francesca dejó caer el balón para empezar a desabotonarse la camisa, y no volvió a sentarse hasta ver que debajo llevaba una camiseta de tirantes. Después, ella se quitó la camisa del todo para dejar ver la dorada piel de los brazos que la noche anterior habían rodeado su cuello. La sangre de Brett empezaba a circular con mayor rapidez por sus venas.
La camisa quedó abandonada sobre los arbustos y Francesca dejó que el otro tirara primero. Brett se dio cuenta de que necesitaba la ventaja, pues era un pésimo tirador. O estaba fingiendo. Porque dejaba a Francesca controlar la pelota casi todo el tiempo mientras defendía con dureza con el pecho. Intentaba intimidarla con su presencia física o sólo era una excusa para frotarse contra ella.
La partida acabó pronto. Su princesita chicazo ganó y su oponente la felicitó con una reverencia. Brett se dio cuenta de que estaba sonriendo.
Pero entonces plantearon un segundo reto y pudo comprobar como Francesca aceptó la subida de la apuesta. Así era como Cario la había convencido para entrar en aquella apuesta temeraria.
Con el pulso a mil por hora, Brett se levantó de su asiento. Se dirigió a la pista con los músculos tensos. No podía ignorar aquella estúpida apuesta y le preocupaba que ahora que Francesca le había descartado, buscara otro modo de ganar a Cario.
A ella le gustaba ganar, pero a Brett también.
La pelota aún estaba en el suelo de la pista. La tomó en sus manos mientras Francesca lo miraba abriendo y cerrando los ojos.
– Juego contra el ganador -dijo.
– Vamos a echar otra partida -dijo el hombre-. Jugarás después.
Brett no estaba de humor para charlas.
– Me toca a mí -dijo a Francesca-. Ahora.
– ¡Oye! – protestó el perdedor-. Ella acaba de aceptar un doble o nada.
Brett notó como su cuerpo se ponía rígido. – ¿Qué habéis apostado? -le preguntó a Francesca.
Ella lo miró y se encogió de hombros.
– Me parece que no es…
– Te he preguntado qué habéis apostado.
– Por Dios, Brett. Pizza. Nos hemos apostado una pizza.
Ya, podía imaginarse el plan. Una cena íntima en un restaurante italiano con luz tenue. Las mejillas de Francesca enrojecieron y sus labios rosados y aquel… aquel… cretino compartiendo una pizza con ella primero y la cama después.
– Eso no va a pasar -le dijo al hombre.
– ¿Qué?
– Que eso no va a ocurrir nunca -dijo Brett con cara implacable-. Esta es mi partida.
El otro miró a Brett, miró a Francesca, de nuevo a Brett y después levantó las manos aceptando la derrota.
– Vale. Lo he entendido.
Con una sonrisa volvió con el resto de la gente.
Tío listo. A Brett le caía mejor ahora.
Se giró hacia Francesca. Ella tenía de nuevo las manos sobre las caderas. La camiseta marcaba sus curvas y Brett sintió una puñalada de deseo.
– ¿A qué ha venido esto? – Dijo ella echando llamaradas por los ojos-. Estás comportándote de un modo muy extraño.
El sacudió la cabeza. Lo extraño hubiera sido dejarla marchar así. Sólo faltaban unos días para la boda y ella estaría buscando un modo de ganar la apuesta. El único que la iba a ayudar a ganarla sería él.
Botó el balón unas pocas veces.
– No me gusta apostar pizzas.
– Vale -se cruzó de brazos -. Jugamos por orgullo entonces.
– No, por eso no -no quería pensar en orgullo en ese momento.
– ¿Entonces? ¿Qué ocurre, Brett? -dijo ella, encogiéndose de hombros.
Una gota de sudor comenzaba a correr por su sien y a Brett le resultó muy tentadora. Dando un paso hacia ella, tomó la gota en su pulgar y lo chupó.
Dulce y salado a la vez. Como Francesca.
Las pupilas de Francesca se dilataron y tragó saliva-
– ¿Brett?
– A once puntos - dijo él -. Si gano, volverás a mi cama esta noche.
No era una mala idea, pensó él. La mantendría ocupada y él no se volvería loco.
Francesca podía haberse negado a jugar con esas condiciones, pero en su lugar, negoció una ventaja de seis puntos. No la habían educado para echarse atrás.
Hasta que no empezaron a jugar no se dio cuenta de que no estaba segura de si quería ganar o perder. Brett quería estar con ella, se lo veía en la cara, lo notaba cada vez que sus cuerpos chocaban.
Ella tiró. Punto. Siete a cero para ella. Pero la ventaja no amilanó a Brett, que hizo cuatro puntos seguidos en cuanto la pelota cayó en sus manos. Francesca estaba atada por la confusión y el deseo. Él no jugaba de manera caballerosa. Jugaba con una intensidad casi aterradora mientras ella fallaba tiros y él atrapaba los rebotes.
Ahora ella tenía la pelota. Brett se había quitado la camisa y ella podía ver el sudor correr por su pecho, distrayéndola. Cerró los ojos y lanzó a ciegas.
Ocho a cinco.
La partida se puso seria. Brett inició una excitante táctica de distracción.
– Vas a ser mía esta noche -dijo él.
Ella falló el tiro.
Brett recogió el balón y lanzó. La diferencia se acortaba. Diez a nueve para ella.
– No hay motivos para lamentarse -dijo él mientras sus ojos azules chispeaban.
A ella no le gustaba que la considerara tan fácil. Tendría que esforzarse al máximo. Por los dos.
Ella intentó recuperar la pelota por orgullo, pero él fue más rápido y marcó. Empate a diez.
Ella perdió su siguiente oportunidad, Brett le quitó el balón y lanzó, pero ella consiguió detenerlo.
– Vas a invitarme a pizza.
– Voy a hacerte gritar.
Ella sabía que podía ganarle y lanzó, pero el tiró rebotó contra el aro. Brett recogió el rebote y no falló.
Se secó el sudor de la frente con la mano y dijo mientras sus ojos brillaban.
– Eres mía, cariño.
Francesca pensó por un momento en negarse, pero no pudo.
Estaban sirviendo la tarta cuando ellos se deslizaron por una puerta lateral. Nadie pareció notar su marcha y Francesca, arrastrada de la muñeca por Brett, no vio a ninguno de sus hermanos excepto a Cario, solo, en el jardín.
El coche de Brett ardía aunque él había puesto el aire acondicionado a la máxima potencia. Francesca sabía que no era sólo el aire lo que estaba caliente. El deseo los invadía a los dos. Brett le pasó una mano por el muslo posesivamente y un escalofrío recorrió su cuerpo.
– Brett…
– Nada de charla. Enseguida llegamos.
Ella notaba el pulso golpeándole en las muñecas y también en un punto muy cercano al que Brett acariciaba con la mano.
Se detuvo en el parking y él se vio tirando otra vez de ella mientras se dirigían a su apartamento.
Por un momento ella recordó la noche anterior, cuando él iba a darle una lección. Cuando llegaron a la puerta, Francesca sintió un nudo en la garganta y tosió.
Brett se detuvo y la miró. Su mirada estaba llena de deseo.
– ¿Estás bien?
No estaba segura. ¿Era mala idea hacer el amor con él otra vez?
– Estoy pegajosa -dijo ella, intentando ganar tiempo.
El la miró y su mirada decía que no se iba a escapar con tanta facilidad.