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Él la siguió con la mirada. Ella se había arreglado bastante; sus pestañas parecían más sedosas y sus labios eran del mismo tono rosado del vestido.

Un grito primitivo y cavernícola surgió en su interior. Brett quiso llevársela de allí, de la vista de todo el mundo. Quería quitarle el vestido y descubrir su piel, besar sus labios rosados y prender fuego a su sangre con el tacto y el sabor de Francesca.

Inclinando la cabeza, ella miró al ramo y sonrió.

Al instante, el torrente sanguíneo de Brett se detuvo. Había algo en Francesca con ese ramo, de cintas blancas y virginales, que le detuvo el corazón. Casi mareado, intentó recuperar el aliento.

¿Por qué ese ramo le aterrorizaba? ¿Por qué, de repente, tenía miedo de Francesca?

El resto del ensayo pasó en un suspiro. Brett, apoyado contra el respaldo del banco, se miraba las palmas de las manos, luego los nudillos, luego las palmas. No quería ver a Francesca. No podía.

Al final del ensayo, las damas de la novia y los acompañantes del novio empezaron a salir por la parte de atrás de la capilla. Brett se dirigió hacia ellos. Sabía que tenía que hablar con Francesca.

Ella estaba hablando y riendo con Cario.

– Prepara tu cartera para el sábado, hermanito – dijo ella.

Estaban hablando de la apuesta. Condenada apuesta. Aquel era el origen de todos sus problemas. Francesca buscando un hombre. Francesca en su cama. Francesca andando hacia el altar con un ramo blanco, representando aquello que había jurado proteger.

Cario meneaba la cabeza; evidentemente no estaba de muy buen humor.

– Abandona, Franny. Por más que reces es imposible.

Ella empezó a enfadarse ante la falta de confianza de su hermano, y lo mismo le pasó a Brett, que llegó hasta ellos en un momento.

Demonios, Cario. Tú eres el que debe rendirse. Lo mejor será que canceléis la deuda aquí mismo. Yo te prestaré los cien dólares.

Dos pares de ojos italianos lo miraron alucinados. La ira de Brett desapareció en un momento.

Francesca abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla.

– ¿Sabías lo de la apuesta? ¿Cómo te has enterado?

Brett decidió que el silencio era la mejor respuesta.

Cario, con los ojos entrecerrados, intentaba recordar.

– Tú entraste en la cocina justo cuando estábamos hablando de esto.

Consciente de la mirada de Francesca, Brett intentó encogerse de hombros y no darle importancia.

– Bueno, sí.

Hubo un instante de silencio y después Francesca miró a su hermano.

– Cario, vete.

– No creo que -dijo él, arrugando el entrecejo.

– Cario, vete -repitió ella.

Con una última mirada hacia atrás, Cario se marchó.

Ella se volvió hacia Brett; tenía las mejillas encendidas.

– ¿Nos oíste ese día?

Era imposible negarlo.

– Sí

Ella se llevó los dedos a las sienes. Se había pintado las uñas de nuevo y esta vez lo había hecho mejor. Brett casi las prefería como antes.

– Tú no… No has hecho todo esto por… por la apuesta, ¿no?

Él tomó aire.

– Ni siquiera podía creerme que hubieras crecido lo suficiente como para salir con chicos. Ella dio un paso hacia atrás.

– ¡Fue por la apuesta!

– Podías haberte metido en un lío -dijo, defendiendo su razonamiento-, si empiezas a buscar a un hombre para ganar una apuesta.

– ¿Brett al rescate otra vez? Él calló.

– ¿O tal vez te di pena?

– No -dijo, negando con la cabeza-. Nunca me diste lástima.

La expresión de Francesca se endureció y se enfrió de un modo que él no había visto anteriormente.

– ¿Cómo lo llamarías entonces? ¿Qué sientes hacia mí?

Él apretó aún más los puños dentro de los bolsillos.

– Francesca…

– Quiero saberlo -aún llevaba en las manos el falso ramo cuando se cruzó de brazos -. Dímelo o déjame adivinar. Al principio creíste que tenías que rescatarme, así que me pediste una cita. Después… -se detuvo- después yo te pedí que hiciéramos el amor. Prácticamente te obligué.

– Yo te deseaba, Francesca -dijo él en voz queda.

– En tu cama -añadió ella.

Hubo un largo silencio y después Francesca tomó una larga bocanada de aire.

– Así pues, ¿cómo llamarías a lo que sientes por mí ahora? -preguntó ella-. ¿Deseo?

Él era consciente del tono de amargura de su voz, y eso le indignó. Porque desde el principio, durante toda su vida, él sólo había querido protegerla del mismo daño que ahora se reflejaba en su cara.

– ¿Eh, Brett? -repitió ella-. ¿Deseo?, ¿o lo llamamos simple lujuria?

Atacado, respondió.

– ¿Qué esperabas, Francesca?

Ella parpadeó.

– Pensaba que a lo mejor era amor -dijo ella suavemente-. Lo mismo que yo siento por ti.

El pensó que se le venía el mundo encima.

– ¿Qué? -dijo, intentando ignorar la rabia que lo invadía-. ¿De qué estás hablando?

Ella se mordió el labio inferior.

El intentó calmarse.

– Francesca -dijo con voz más suave -, estás confundida. Lo que nosotros tenemos, por muy bueno que sea, es sexo, no amor.

– ¿Así que es sólo físico? – dijo ella tragando saliva-. ¿Eso es lo que piensas?

– Estoy seguro de ello -él alargó la mano para tocarla, pero ella se echó hacia atrás -. ¿No te he cuidado siempre? ¿No te he enseñado cosas útiles?

La cara de Francesca parecía la de una estatua.

– Déjame que te enseñe algo más. No te enamores fácilmente. El amor duele, Francesca. No lo busques.

Brett apretó los dientes deseando no haber tenido que decir eso, deseando que ella no hubiera cambiado lo que había entre ellos.

– Hemos acabado -dijo ella secamente. Brett intentó pasarle una mano por el pelo. -Francesca.

– No quiero tu lástima ni tu protección.

– No tiene porqué acabarse así. Estamos bien juntos -dijo él, sacudiendo la cabeza.

– Pero no nos amamos.

Él sacudió la cabeza de nuevo.

– Adiós, Brett -ella inclinó la cabeza a modo de despedida y se alejó de él con paso firme.

Fue hacia el grupo de gente donde estaba Cario, y agarrándolo del brazo lo llevó aparte. Brett notó una punzada de culpabilidad al ver que ella se agarraba con fuerza a Cario.

En una mesa de una cafetería, Francesca, sentaba frente a su hermano, se calentaba las manos con una taza de descafeinado.

– Estoy sufriendo una crisis amorosa -dijo ella-, y me traes a un sitio así -era mejor quejarse que llorar.

Cario levantó las cejas.

– ¿Crees que un café con leche te vendrá mejor?

Francesca suspiró.

– Supongo que no -colocó el codo sobre la mesa y apoyó la barbilla sobre el puño -. ¿Crees que he hecho lo correcto?

Le había contado todo a su hermano. Bueno, no todo, pero lo suficiente como para que se hiciera una idea.

Él se encogió de hombros. Aparte de unos pocos gruñidos, había dicho más bien poco.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decir? No te das cuenta de que te lo estoy poniendo en bandeja para un «te lo dije».

Cario sonrió con desgana.

– Sí pensara que eso nos iba a hacer sentir mejor, lo diría.

– No acostumbro a dejar las cosas a medias, Cario, ya lo sabes. Es cierto que le he dicho a Brett que no, pero si crees que hay una oportunidad, algo que pudiera decir que…

Cario estaba negando con la cabeza.

– Olvídalo, Francesca.

– ¿Qué lo olvide? -repitió ella-. Se supone que tienes que ayudarme.

No le estaba contando sus problemas para escuchar esa respuesta. Mientras iban hasta la cafetería, ella había pensado que tal vez se hubiera precipitado. Cario tenía que ayudarla a meditar un plan.

Él acabó con el café de su taza y volvió a encogerse de hombros.

Ella lo miró de repente con un nuevo interés. Acababa de darse cuenta de que había perdido peso y de que tenía ojeras.