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En un intento de evitar su propia caída, ella le clavó el codo en las costillas.

– ¡Ay!

Brett aterrizó solo en el suelo de parquet, entre las mesas y las sillas.

Francesca, de pie y con las flores entre las manos, lo miró.

– Vaya -dijo.

No parecía sentirlo ni un poquito y él no quiso pensar que cuando le pisó la mano al marcharse lo había hecho a propósito.

Brett se quedó tumbado en el suelo. Otra vez le dolía el cuello. Le dolía el hombro de la «caricia» de Cario, le dolían las costillas, le dolía la espalda y le dolían los dedos que Francesca le había pisado. Pero nada era comparable al dolor que había sentido al verla marcharse otra vez.

Cario apareció a su lado. Tomó la mano de Brett para ayudarlo a levantarse.

– ¿Estás bien, amigo?

– Me duele todo -dijo Brett con cara muy seria.

– ¿Necesitas un médico?

Brett se frotó el pecho con una mano.

– No creo que eso ayude mucho.

Primero lo había achacado a la falta de sueño, luego se había extrañado por el dolor en el pecho que le había causado Francesca, pero ya lo había entendido todo.

De algún modo su princesita chicazo se había convertido con el tiempo en la reina de su corazón. Sonaba un poco cursi, pero así era.

La amaba. Estaba enamorado de ella.

Tenía miedo de sufrir si se enamoraba, pero eso no era comparable al dolor que sentía no teniéndola a su lado.

– Cario, he sido un idiota -dijo, mirando a su amigo.

El hermano de Francesca sonrió.

– Eso es lo que yo estaba pensando.

Ella había desaparecido. Brett no la encontraba en la pista de baile, ni en la mesa de los novios ni en el baño de las chicas. Mientras la buscaba pasó por la barra y pidió otro whisky para intentar contener el pánico. Necesitaba hablar con ella. En ese mismo instante. Tenía que decirle lo que sentía.

Salió fuera y allí estaba ella.

Estaba intentando atar una ristra de latas vacías al guardabarros del coche de los novios.

– Necesitas ayuda -preguntó él. Ella se sobresaltó y después lo miró. -¡Tú!

No le parecía una buena forma de empezar, pero tomó aliento y sonrió.

– ¿Qué haces?

– Estoy atando unas latas para colocarlas en el guardabarros del coche de Elise y David.

Brett tomó una bocanada de aire.

– Patricia y yo nunca fijamos una fecha para la boda -dijo.

Francesca lo miró asombrada y después se inclinó sobre las latas.

– He estado pensando en ello hoy. En por qué no fijamos una fecha -Brett tomó un trago de whisky -. Y no fue por lo mucho que se tarda en planear una boda.

– No quiero oír nada más -dijo Francesca.

– Pero yo quiero contártelo. Quiero hablar contigo, explicarte que… oh, fue terrible. No podía superar la pérdida. Era una mujer preciosa y vital a la que aún le faltaban muchas cosas por vivir. No había sido esposa, no había sido madre…

Francesca se encogió.

– De verdad, no quiero seguir oyéndolo.

Brett se acercó a ella, agarrando el vaso firmemente.

– Yo me sentía culpable porque no lamentaba que ella no hubiera sido mi esposa, que ella no hubiera tenido a mis hijos.

– ¿Qué me estás queriendo decir? -los ojos de Francesca estaban llenos de lágrimas.

– No estoy seguro. Estoy intentando contarte cómo fue. Patricia y yo habíamos compartido nuestras vidas desde los diecisiete años. Fuimos a la universidad juntos y cuando nos pareció que había llegado el momento, nos prometimos.

– Pero tú la amabas -murmuró Francesca. Brett afirmó.

– Sí. Daría todo lo que tengo para que ella estuviera de nuevo con nosotros -tomó aliento y se preparó para decir lo que había guardado en secreto los dos últimos años -. Pero no creo que me hubiera casado con ella. Y esto hace que su muerte me resulte aún más dolorosa.

Francesca se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Después se arrodilló y siguió su tarea con las latas.

– ¿Por qué me cuentas todo esto, Brett?

Esa era la parte dura para él. Hablar del pasado siempre era más fácil.

– Porque quiero que entiendas por qué me resulta difícil planificar el futuro, Francesca.

– Yo también lo he pasado mal, Brett -dijo, colocando las latas como si nada.

No le dijo que él había sido el único que le había hecho daño.

Él se agachó, intentando que ella lo mirara.

– Sé que ha sido culpa mía. Lo siento, Francesca. Ya lo he comprendido todo.

– ¿Qué has comprendido? -ella lo miraba desconfiada.

– Que lamentaría muchísimo dejarte marchar. Que no te dejaré ser la mujer de otro. Que los únicos hijos que quiero que tengas son los míos. Los nuestros.

Su corazón hacía tanto ruido que no sabía si podría oír la respuesta de Francesca, que seguía sin mirarlo.

– Te quiero -dijo él, desesperadamente.

Notó cómo sus manos temblaban mientras intentaba colocar las latas.

– Has dicho que no te hubieras casado con Patricia, pero estabais prometidos cuando ella murió, ¿por qué?

– Supongo que no quería herir sus sentimientos y que ella sentía lo mismo -respondió él, encogiéndose de hombros.

– Ahí está el fallo.

A él se le cayó el alma a los pies.

– Desde que era pequeña has sido mi protector, mi caballero de blanca armadura -dijo Francesca y Brett no podía negarlo -, y sabes que me sentí mal cuando me dijiste que no me querías.

Él podía ver que sus manos se aferraban temblorosas a las latas.

– ¿Cómo sé que no dices esto por la misma razón por la que no dejaste a Patricia?

Antes de que él pudiera responder, ella dejó escapar un gritito. Se había cortado con el borde de la lata y la sangre manaba a raudales.

– Vamos a buscar un botiquín y desinfectante – dijo él, agarrándola de una mano para obligarla a ponerse de pie.

Ella se resistió y se soltó de él.

– ¡No! Odio el desinfectante tanto como odio tu lástima, Brett.

– Francesca, vamos a limpiarte eso. Seguiremos hablando después.

Ella meneó la cabeza con la mano aún sangrando. -No. El desinfectante escuece mucho.

Brett se dio cuenta de que aún tenía el vaso de whisky en la mano. Miró el vaso y miró a aquella tozuda y sexy chicazo que le había robado el corazón. Ella era todo lo que necesitaba, tenía que aprovechar aquella oportunidad.

– Recapitulemos -dijo él, avanzando hacia ella-. Tienes miedo de que te haya dicho que te quiero porque no quiero que sufras.

Ella no lo vio venir y no trató de resistirse cuando Brett le tomó la mano sangrante. Rápidamente, él volcó el contenido del vaso sobre la herida y ella se quejó del dolor. Él sonrió.

– Ya ves que no me importa tanto que sufras. -Brett.

Los ojos de Francesca se llenaron de lágrimas y él supo que le había creído. La tomó entre sus brazos y besó sus lágrimas, su boca y le susurró al oído que la amaba y que no la iba a dejar escapar.

– Estoy asustado -dijo él, sonriendo y apretándola más contra su pecho.

– Bien, eso es lo que quiero. Que estés muy, muy asustado -un brillo pícaro había sustituido a las lágrimas en los ojos de Francesca.

Brett estaba asustado al pensar que casi se había negado a tener aquella felicidad.

Francesca movió los pies de forma automática siguiendo los pasos de baile. Sobre el hombro de su padre admiró la alianza colocada al lado del anillo de compromiso que Brett le había puesto hacía cuatro meses. Era el solitario de diamante de su madre, que Pop se había empeñado en dar a Francesca cuando le comunicaron sus planes de boda. Sabiendo lo felices que habían sido sus padres juntos, no pudo negarse.