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El velo se le ladeó un poco, pero se lo sujetó a tiempo. Brett había sonreído cuando la había visto. Se lo habían hecho a medida, con un tul muy delicado ajustado a la tiara que él le había regalado aquella maravillosa noche.

Hablando de noches… aún pasarían horas antes de que pudiera estar a solas con Brett. Aquello duraría horas, porque sus hermanos y su padre se habían puesto de lo más románticos con la novedad y le habían prometido la boda más sofisticada del mundo.

Su tía Elizabetta, la dulce Hermana Josephine Mary, había hecho a ganchillo unas bolsitas y las había llenado de almendras, siguiendo la tradición italiana.

Francesca se puso de puntillas y echó un vistazo por encima del hombro de su padre sobre el resto de los bailarines. Sus hermanos vestidos de frac intentaban imitar a Fred Astaire, aunque sin tanta gracia. Necesitaban encontrar a sus mujeres, pero ahora ella no iba a preocuparse por eso. Tenía que concentrarse en el hombre que la había llevado al altar tan fácilmente como la había llevado en su bici de pequeña.

Entonces vio a Brett. Le saludó con la mano y él la respondió para después apuntar al bol de peladillas de almendra que había a su lado. Mientras lo miraba, el tomó un puñado de almendras y se las guardó en el bolsillo ya repleto.

Francesca sintió un ligero escalofrío. Él había entendido mal la tradición italiana de las almendras. A pesar de que ella había intentado explicarle que eran un símbolo de fertilidad, estaba empeñado en que eran un símbolo sexual y que le daría un orgasmo por cada una de las almendras que se llevara de la boda.

Ella le lanzó un beso. Era difícil discutir una idea tan maravillosa.

Christie Ridgway

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