No tenía ninguna excusa para meterse en sus asuntos más que del modo en que lo haría un hermano. Puesto que ella ya tenía cuatro de los de verdad, podía pasar perfectamente sin él. En cualquier caso, desde la muerte de Patricia, él había evitado mezclarse con mujeres. No tenía sentido comprometer la promesa que se había hecho a sí mismo. Y mucho menos con una persona a la que consideraba una hermana pequeña.
El aire del atardecer olía a asado cuando Brett se cruzó con Franny en el aparcamiento del edificio. Ella casi no podía con todas las bolsas que llevaba. La gorra volvía a ensombrecerla los ojos.
Un hermano hubiera dejado que su hermana se las apañara por sí misma, pero Brett la liberó de la carga todo lo que pudo.
Una tímida sonrisa brilló en su cara. – Mi héroe -dijo ella suavemente, y después abrió el camino hacia su apartamento, abrió la puerta y dio la luz de la entrada. Después colgó su gorra en un perchero al lado de la puerta.
Brett se detuvo, abriendo y cerrando los ojos. -¿Franny? -por un momento creyó haber seguido a otra mujer a su casa.
Ahora podía verla con claridad. El pelo oscuro que antes llevaba recogido en una coleta, acariciaba ahora sus hombros y brillaba de tal modo que él pensó que tal vez pudiera ver su reflejo en él. La cara que enmarcaba era muy parecida a la que recordaba, y a la vez muy distinta.
La sonrisa a medias de Francesca vaciló. – Soy yo. Con un nuevo peinado, pero sigo siendo yo.
Pero no era ella. La Franny que Brett guardaba entre sus recuerdos era una niña pequeñaja con grandes ojos oscuros y naricita respingona. Aquella Franny,
Francesca, aún tenía los ojos grandes y oscuros, y una naricita graciosa. Pero ahora tenía unos pómulos preciosos, la piel dorada y unos labios exuberantes como una fruta madura, listos para ser besados.
«Maldición». Seguía allí de pie, con los brazos cargados de paquetes y sin poder articular una frase coherente.
Ella le salvó girándose y conduciéndolo al salón. Brett prefería esta otra perspectiva, en vaqueros y camiseta, en la que reconocía a la chica de sus recuerdos.
Ella miró hacia atrás y carraspeó ligeramente.
– Todavía no te he dado la bienvenida, ¿verdad?
No, se había marchado al poco de entrar él.
– Dijiste que tenías que ir a algún sitio.
Ella le indicó con un gesto una silla y él dejó allí su carga.
– Tenía trabajo que hacer -dijo ella-. Ir de compras.
El esbozó una sonrisa. Pocas mujeres pensarían en ir de compras como un «trabajo». Después se dio cuenta de que tal vez estuviera trabajando para ganar la apuesta.
No le gustaba el modo en que eso le molestaba, ¿no había decidido no involucrarse en ello?
– Bueno, me marcho -dijo él, bruscamente, encaminándose hacia la puerta.
El rápido movimiento hizo que la montaña de bolsas se tambalease sobre la silla. La bolsa que estaba encima se cayó y su contenido, algunas cosas envueltas en papel de seda y una cajita, se desparramó por el suelo.
Ambos se agacharon para recogerlo. Ella lo miró por encima de aquel desorden mientras una sonrisita se dibujaba en aquella nueva boca suya.
¿ Te acuerdas de la vez que me llevaste al centro comercial?
Y de repente, él se acordó. Ella quería comprarse algo para la fiesta de fin de sexto curso. Sus hermanos habían protestado y gruñido hasta que Brett se ofreció a llevarla. Y después, de algún modo, ella se las apañó para llevarle «de compras», haciéndole entrar en aquellas tiendas claustrofóbicas que olían a chicle y a laca.
Ahora ella lo miraba, frotándose las manos contra los pantalones en un gesto que denotaba nerviosismo.
– Esto… ¿tienes algo importante que hacer ahora? Por precaución, él dio un paso atrás.
– Creo que tengo que irme. Tengo que… -mientras la miraba a los ojos no podía pensar en nada más que hacer excepto seguir mirándola.
Francesca levantó las cejas.
– ¿De verdad? Vaya. Esperaba poder enseñarte mis compras de hoy para que me dieras tu opinión. Me he pasado un poco con la tarjeta de crédito y estoy un poco nerviosa.
Brett casi emitió un quejido. Se suponía que iba a mantener las distancias.
– ¿Y porqué yo?
Ella sonrió.
– Porque tú eres perfecto. Una persona interesadamente desinteresada.
Él sacudió la cabeza intentando aclararse. -¿Qué quiere decir eso exactamente?
– Que puedo convencerte para que te quedes, y cuando te pregunte si te gusta algo, independientemente de lo que te parezca, dirás que sí -su sonrisa creció aún más.
Brett sintió una oleada de calor que lo invadía. -Tal vez sería mejor ir a buscar a Cario -en beneficio de los dos -. O a Nicky. Creo que sigue en casa de tu padre. O mejor a los tres. Franny frunció el ceño.
– Si uno sólo de los hombres de mi familia hubiera tenido una pizca de buen gusto, ¿crees que tendría este aspecto?
Separó los brazos del cuerpo y Brett la miró. Como ya había visto antes, llevaba vaqueros y una camiseta.
– ¿Y qué? Estás bien -intentaba buscar una palabra apropiada-. Práctico
– Práctico -repitió ella. Se volvió y siguió amontonando sus compras -. ¿Lista para cambiar una rueda pinchada si tuviera que hacerlo?
– Para jugar a los bolos, tal vez.
– ¿Tan mal estoy? -se quejó ella.
Brett se dio cuenta de que había dicho algo malo. A Franny ya no debían gustarle los bolos, aunque había ido miles de veces de pequeña.
– Una rueda, entonces -dijo él apresuradamente-. Perfecta para cambiar una rueda.
Franny suspiró.
– Me parece que no ha sido un gasto inútil. Aunque él no quería involucrarse, tampoco había
Querido herir sus sentimientos.
– Me voy ya -dijo él, dando unos pasos hacia atrás.
Ella estaba desenvolviendo uno de los paquetes del montón, algo suave y sedoso. Antes de que él llegara a la puerta, ella se volvió hacia él y se lo enseñó:
– ¿Qué te parece esto?
Se quedó paralizado. Franny había puesto contra su cuerpo un sweater de punto sin mangas de color rosa claro.
– Es cachemir -dijo ella-. ¿Te gusta el color?
Hacía juego con el color de sus mejillas y de sus labios. Cuando se ajustó la prenda con la mano, hizo más evidente aún la dulce curva de su pecho y su fina cintura.
Franny tenía un cuerpo muy tentador.
Brett inmediatamente sintió deseos de golpearse a sí mismo. Era Franny, a la que él consideraba su «hermana».
«Ya no», susurró un diablillo en su interior.
«Sí», insistió él. Después de la muerte de Patricia ya no buscaba a nadie más.
Franny debió tomar su silencio como una afirmación, porque empezó a sacar ropa de las bolsas y a extenderla en el sofá. Faldas cortas y camisetas ajustadas en toda la gama de azules y rosas.
Cuando vació la última bolsa, lo miró:
– ¿Y bien?
Desearía haberse ido veinte minutos antes.
– ¡Espera! ¡No digas nada aún! -ella rebuscó en la última bolsa para sacar un pulverizador de perfume. La habitación se llenó de una esencia suave y seductora. Picante y dulce. Brett se imaginó esa esencia sobre la piel de Franny.
– ¿Qué te parece? Como hombre, quiero decir. ¿Te…? ¿Te dice algo?
– ¿Qué si me dice algo? -aquello le parecía una peligrosa llamada.
Ella enrojeció.
– No a ti, no quería decir… siento ofenderte, ya sé que la muerte de Patricia… que tú…
– No pasa nada.
Sus mejillas volvieron a su color habitual. -Te pregunto tu opinión. Yo soy una chica de vaqueros y camisetas anchas. ¿Estaré bien con esta ropa? Él sabía que lo que ella estaba realmente preguntando era que si, con esas cosas, encontraría un hombre. Un hombre con el que ganar la apuesta. Y después de aquel gasto, no parecía que le fuera a quedar mucho para pagar a Cario los cien dólares si perdía.