Tony ni se inmutó e hizo gala de sus mejores modales para retirarle una silla y sentarla a la mesa, de nuevo entre Cario y Brett.
Francesca tenía ganas de llorar, y lo hubiera hecho si eso no hubiera arruinado su máscara de pestañas. Finalmente decidió mirar apáticamente sus casi intactas bebidas. Con esas perspectivas, podía abandonar e irse a casa. Una vez fuera de aquel estrecho vestido, se pondría una camiseta cómoda y se haría unas palomitas en el microondas. Por supuesto, era la costumbre la que la había llevado hasta ese pensamiento.
Estaba muy irritada. Miró a sus guapos hermanos y por un momento pensó en gritarles a todos que la dejaran tranquila.
Pero, si realmente la escucharan, Joe no le hubiera regalado a su última novia una caja de herramientas para el coche y Tony no se haría un tatuaje con el nombre de cada mujer a la que amaba y después perdía. También estaba la posibilidad de pedirles ayuda… Suspiró. Seria un completo desastre. Aún recordaba la tarjeta de San Valentín que había recibido en tercero. Sus hermanos habían creído que alentar el romance consistía en perseguir al pobre Wesley Burdett durante dos meses, y tomarle el pelo a ella durante dos años.
El único que había sido capaz de callarlos había sido Brett. «Brett…»
Francesca lo miró y un plan se dibujó con claridad en su mente.
– Me apetece bailar -anunció en voz alta. Sus hermanos se miraron unos a otros con expresiones similares en sus rostros; obviamente estaban esperando a que alguno se propusiera voluntario para cumplir con el deber fraternal. Sólo Tony, que ya había hecho el esfuerzo anteriormente, pareció no inmutarse ante la petición.
– Quiero bailar country -añadió. Los cuatro Milano a coro empezaron a quejarse. Todos odiaban la música country. «Perfecto». Ella miró a Brett.
– ¿Bailarás «tú» conmigo? -intentaba que la satisfacción que sentía no se reflejara en su cara. No le quedaba más remedio que aceptar, mientras los cuatro hermanos suspiraban aliviados.
Francesca sonreía. Con Brett detrás de ella, se dirigió a otra pista más alejada, donde tocaba una banda de country y así podría seguir buscando hombres sin que sus hermanos la vigilaran.
Los remordimientos atacaron a Francesca mientras Brett la seguía entre la multitud. Probablemente no le apeteciera bailar y no había podido contarle su plan. Por supuesto no le contaría la humillante verdad, que había hecho una apuesta con su hermano para obligarse a salir de casa y encontrar un hombre, pero le dejaría claro que sólo necesitaba su ayuda para escapar de la vigilancia férrea de sus hermanos.
No esperaba que él la tomara entre sus brazos. Un escalofrío recorrió su cuerpo y ella atribuyó la reacción a la corriente de aire que entraba por la puerta abierta de la sala.
Una vez fuera, en la oscuridad, Francesca dudó al dirigirse al caminito iluminado que llevaba a la pista donde tocaba la banda de country.
Una pareja les adelantó.
– Me encanta esta canción, cariño -dijo ella-, ven a bailar conmigo. Abrázame.
Francesca se quedó petrificada.
– ¿Estás bien? -dijo Brett tras ella.
Acababa de recordar su sueño de adolescencia. Si Brett bailaba con ella, si la estrechaba entre sus brazos, sólo con tocarla… su respiración se detendría.
Sólo el imaginárselo la atemorizaba. Era como si hubiese estado ocultándolo en el fondo de su mente desde que lo vio en casa de su padre.
No podía arriesgarse a bailar con él en ese momento.
Con el ruido de sus tacones de fondo, corrió en dirección contraria al patio abierto donde estaba el escenario, hasta llegar a un pequeño jardincito rodeado de rosales y árboles decorados con bombillitas blancas. Se detuvo en el centro, al lado de un pedestal que en realidad era un reloj de sol de un metro y algo de alto.
La voz de Brett, que la había seguido, sonó extrañada:
– ¿Franny?
Ella se volvió para mirarlo, y la brisa cargada de una dulce esencia de rosas hizo flotar su vestido alrededor de sus piernas.
No tuvo tiempo de darle una excusa para no bailar con él o de decir algo gracioso sobre su escaso sentido del ritmo, Brett tenía la mirada clavada en sus piernas.
Una mirada muy masculina que fue subiendo por todo su cuerpo.
Francesca sintió una oleada de calor.
De entre sus dientes salió un suave silbido mientras movía la cabeza lentamente.
– Franny, no, Francesca… ¿Qué te ha pasado? Ella no sabía qué decir.
Brett se acercó y ella retrocedió hasta que su espalda se encontró con el pedestal.
– He pensado en ti estos años -dijo él-. La niña traviesa de ojos oscuros y gesto decidido -volvió a menear la cabeza-. ¿Cómo has podido cambiar tanto?
La brisa jugaba con el vestido de Francesca y lo ajustaba más a su cuerpo.
– Te fuiste hace mucho tiempo, Brett -no podía deshacer el nudo que tenía en la garganta.
– ¿Tanto tiempo?
Ella volvió a tragar saliva.
– He tenido tiempo suficiente para crecer.
Se quedó callado un momento y después soltó una sonora carcajada.
– ¡No parece que tus hermanos lo hayan aceptado! -No -dijo ella.
– ¿Y por qué tendría que hacerlo yo?
Francesca bajó la mirada. «Porque quiero que me veas como a una mujer». Se mordió la lengua y no le dio a conocer sus sueños de adolescente.
– Francesca…
Brett se estaba acercando de nuevo y ella intentó separarse, pero uno de sus tacones se enganchó en la base del pedestal y perdió el equilibrio. El intentó sujetarla, pero Francesca, para evitar que la tocara, apoyó la mano en el pedestal.
– ¡Ay! -se había clavado la punta metálica de la aguja del reloj de sol.
– ¿Qué te ha pasado? -Brett intentó tomarle la mano, pero ella se apartó justo a tiempo.
– No es nada, sólo un pequeño corte -«y una gran vergüenza», pensó. ¿Cómo iba a considerarla una mujer si se portaba como un payaso?
– Vamos a desinfectarte esa herida.
– ¡Ni hablar! -Francesca se apartó de él y echó a andar hacia el camino principal- Escuece muchísimo. Voy al servicio a lavarme con agua.
Él la seguía de nuevo mientras ella evitaba mirarlo y caminaba apresuradamente para seguir delante.
Su voz la detuvo frente a la puerta del servicio de mujeres.
– Francesca -dijo él.
– ¿Sí? -ella se dio la vuelta lentamente.
Allí también había árboles decorados con bombillitas, que rodeaban con su luz a Brett mientras la sonreía.
– Te has convertido en una mujer preciosa -dijo el.
Francesca creyó que las piernas iban a fallarle y sintió su corazón palpitar a mil por hora. También se dio cuenta de que no era necesario que Brett la tocara para hacerla subir hasta el séptimo cielo.
En el amplio patio donde tocaba la banda, Brett miraba a Francesca desde una mesa casi oculta entre la exuberante vegetación. Con una cerveza en la mano, no le quitaba ojo mientras ella bailaba en la pista.
Ella se equivocó en un paso, se rió, se apartó el brillante pelo de la cara. En la penumbra de la pista, su vestido resplandecía.
Tal y como él lo había imaginado la tarde anterior, aquel vestido mostraba su cuerpo como no lo hacían los vaqueros y las camisetas. Las curvas de Francesca eran perfectas, y su constitución recordaba a la de una gimnasta: músculos tonificados y pechos firmes.
Como llamados por su pensamiento, dos hombres se acercaron entonces a Francesca. Brett apretó su cerveza. Mantendría las distancias.
Después de haberla curado la mano con una tirita que Brett encontró en el botiquín del personal, ella había evitado su mirada y le había dicho que no le apetecía bailar realmente. El motivo no estaba muy claro, pero él no había insistido.
Aunque Francesca no lo sabía, él estaba al corriente de su apuesta con Cario. Ella estaba buscando un plan, y necesitada estar libre de la vigilancia de sus hermanos para conseguirlo.