– En que ya tenía que estar casada y con tres niños.
Así ya no tendría que preocuparse por esperas y dudas, ya estaría asentada y satisfecha y… habría perdido la oportunidad de estar con Brett Swenson.
– Entonces no podríamos salir como ahora -dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento.
– ¿Quieres decir que estamos saliendo? – Susurró Francesca-. ¿Esto es una cita? -estaba «teniendo una cita» con Brett Swenson en deportivas, vaqueros y sudadera.
– ¿Cómo lo llamarías tú?
Tenía que haberse rizado el pelo, tenía que haber estado graciosa y femenina como nunca… era el deseo que le había pedido a todas las estrellas fugaces de su niñez.
Un consejero de asuntos amorosos de la televisión insistía en que cuando un hombre disfrutaba más de sus citas era cuando su pareja le hacía sentir como un rey. Francesca trató de memorizar esa premisa durante el corto trayecto que recorrieron desde el coche hasta la entrada del centro. Fue después cuando su instinto se desató, un instinto básico de matar o morir, el que había ido ganando mientras crecía entre sus hermanos mayores. No era instinto de supervivencia, sino un deseo de ganar.
Por eso, casi sin pensarlo, ganó a Brett en el pin-ball, le machacó en los coches de choque y le arrasó sin misericordia en el juego de hockey. Hasta ese momento, el penúltimo juego de mini golf, Francesca había olvidado su intención original de seguir el consejo del presentador y hacer sentir a Brett como un rey.
Se puso roja cuando pensó en cómo lo estaría pasando Brett. Si él realmente quería tener una cita, ella Le estaba dando cualquier cosa menos eso.
– Te has parado de repente -dijo él mientras esperaba para que el grupo que le precedía acabase el hoyo dieciocho -. ¿Estás pensando en tu antigua casa?
«¿Parada de repente?, ¿antigua casa?» Lo que quería era que la tragara la tierra. Entre sus exclamaciones de triunfo tales como: «¡Te gané!» o promesas del tipo de: «¡Te voy a machacar!» ella le había contado casi toda su vida, incluido el detalle de la decisión familiar de vender la casa donde habían crecido y mudarse a un edificio.
Brett le tiró suavemente de la coleta que sobresalía por detrás de la gorra de béisbol.
– Algunas cosas son difíciles de olvidar.
«Genial». Ahora había hecho que pensara en Patricia, la preciosidad rubia que sabía cómo comportarse en una cita, cómo hablarle a un hombre o cómo hacerlo sentirse el rey.
En el green dieciocho, Brett dejó que Francesca saliera primero. El final del hoyo estaba detrás de una curva, pero un buen jugador hubiera sabido esquivarla con facilidad. En lugar de eso, Francesca golpeó la pelota con poca fuerza y se quedó demasiado lejos.
Brett la miró con condescendencia y golpeó la bola como ella sabía que tenía que haberlo hecho. Francesca falló un par de tiros más a propósito mientras llevaba la cuenta de los golpes de cada uno.
– Realmente estás muy por encima de mí. No tengo ninguna oportunidad.
Él la miró extrañado, pero no dijo nada.
A ella le costó tres golpes superar el obstáculo de la escuela, mientras que Brett lo superó limpiamente a la primera. Entonces ella grito:
– ¡Has ganado! -«el rey», y le sonrió.
Esperaba por fin haber entendido esa cosa de las citas, más valía tarde que nunca.
Él no le devolvió la sonrisa. En su lugar, la tomó de la mano y la llevó hasta el coche. Tras abrirle la puerta y ayudarla a subir, condujo hasta casa en silencio.
Brett aparcó en el último sitio libre del aparcamiento. Apagó el motor, pero dejó las manos sobre el volante, decidido a no utilizarlas para zarandear a Francesca.
Ella carraspeó, insegura.
– Parece que esta zona no está muy bien iluminada. Tendré que revisar la iluminación.
– Mañana -respondió Brett escuetamente -. Ahora prefiero tener oscuridad.
– ¿Sí?
– Desde luego. -¿Y eso?
– Porque si pudieras ver mi cara ahora te asustarías.
– Es por la mancha de mostaza de tu camisa… Lo siento, fue sin querer… -la voz de Francesca sonaba culpable.
– ¡No! -estaba tan enfadado que apenas podía pensar con claridad. Y su ira estaba aderezada por la imagen de su atractivo rostro mientras lo machacaba sin piedad en los coches de choque, o por esos puntos tan espectaculares en el juego de hockey seguidos de sus elocuentes gestos de victoria.
– Tengo calor -dijo ella.
¡Él también lo tenía! Como cuando la veía inclinar su precioso trasero sobre la máquina de pinball. Sólo de acordarse se ponía nervioso.
Pero entonces…
– Maldición, Francesca. ¿Por qué has hecho eso? – le costaba contener la rabia.
– No… No sé a qué te refieres -contestó ella, dubitativa.
– Sí que lo sabes. Me dejaste ganar en el mini golf. Incluso en la oscuridad, él pudo notar como ella se encogía en su asiento. -No, tú has sido mejor. -Tal vez estuviéramos igualados.
– Eso no puedes saberlo -probó ella de nuevo.
– Ya lo sé.
Ella se encogió aún más, pero él no pensaba dejarla escaparse así.
– ¿Por qué lo has hecho?
– Yo… -se dio una palmada en el muslo y él la oyó suspirar-. Ya lo has dicho tú. Te dejé ganar.
– Pero ¿por qué?
– No lo sé. Quería hacerte sentir como un rey, hacer que te lo pasaras bien. Hacer que pareciera una cita de verdad.
A Brett se le hizo un nudo en el estómago. Era como una heroína romántica de tragedia. Y de repente, le inundó otra oleada de rabia.
– Demonios, Francesca. No me digas que no sabes cómo hacer que un hombre se lo pase bien, que tus hermanos no te han enseñado nada -malhumorado, se estaba viendo a sí mismo pateando el trasero de los hermanos Milano.
– ¡Ese es mi problema! Sólo me han enseñado a ganar, no a comportarme en una cita.
Él pensó que estaba perdiendo el control; las manos le empezaban a temblar y se agarró con más fuerza al volante. ¡Menos mal! Menos mal que no había hecho esa apuesta loca con Cario hacía meses. ¿Quién la hubiera protegido entonces?
– Francesca -dijo él con voz grave -, ¿qué voy a hacer contigo?
Ella se rió tímidamente, lo que sorprendió no poco a Brett.
– ¿No ganarme al mini golf la próxima vez?
El nudo de su estómago apretaba cada vez más y tragó saliva.
– Exactamente, Francesca, no cambies en absoluto cuando estés con un hombre, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?
– ¿Incluso mi costumbre de manchar a la gente de mostaza? -ella intentaba mantener el buen humor.
– Incluso eso. A los hombres no les importan las manchas de mostaza.
– Eso sí que es verdad -se enderezó en el asiento y asintió-. Tengo cuatro hermanos y lo sé.
Y esos cuatro hermanos y su padre habían creado a la mujer que tenía delante. Una increíble mezcla de inocencia, belleza y coraje.
– Francesca -Brett pronunció su nombre sólo para sentir como fluía suavemente de su boca.
Había soltado el volante.
– Quería que esta noche fuera perfecta -dijo ella con tristeza.
Él sonrió. Con el dedo corazón recorrió el borde de a visera de su gorra.
– Ha sido perfecta, en serio. No lo había pasado tan bien desde hacía mucho tiempo. Y tu sudadera ha puesto la guinda al pastel.
Francesca se quejó:
– Yo no tengo la culpa. Me la regaló Nicky por las navidades.
– ¿Qué? ¿No te regalaron perfumes o jerséis suavecitos de hermana pequeña? Ella sacudió la cabeza.
– Nada de eso. Los otros me regalaron calcetines y libros de cocina.
Brett fue un poco más lejos.
– ¿Ningún novio te regaló «cositas de esas» con encajes y lacitos?
– ¿A mí? -una risa muy femenina invadió el coche-. ¿Quién puede imaginarme a mí con «cositas» de encaje?
Él podía. La sola idea disparó su temperatura corporal mientras apretaba los dientes para luchar contra el palpitar del deseo.