– Creo que deberíamos entrar -dijo él brevemente. Un movimiento inteligente y seguro.
– Vale -ella dudó por un momento-. De acuerdo.
Maldición. Podía adivinar el motivo de su duda. Una cita tenía que acabar con un beso, y una cita perfecta, con un beso perfecto.
Un beso casto, apto para una primera cita, y allí mismo, mientras él se quemaba por dentro pensando en su trasero e imaginándola en ropa interior.
Volvió a apretar los dientes. Era verdad que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con una mujer, pero eso no significaba que no pudiera darle a Francesca las buenas noches del modo en que se merecía.
– Vas a tener que enseñarme ese golpe con giro de muñeca de mini golf -dijo él.
– Tal vez -respondió ella haciendo una mueca-, pero entonces ¿qué me queda a mí?
– Yo también tengo unos golpes que puedo enseñarte – sonrió dulcemente él.
Y entonces, para que ella supiera lo que él estaba pensando, le quitó la gorra de la cabeza, que cayó al suelo del coche. Ella se inclinó hacia abajo.
– Déjala-ordenó él.
Ella se quedó helada y él se fue acercando lentamente. «Simple, casto, cálido».
El corazón le golpeaba fuertemente el pecho como una advertencia: «Hazlo bien para Francesca».
Le tomó la cara con una mano y con la otra la atrajo levemente hacia él.
Su sangre ardía, batía sin piedad dentro de sus veías hasta llegar a las ingles. Cerró los ojos ante tan dulce dolor e intentó pensar sólo en Francesca. En la confianza que ella le tenía.
«Simple, casto».
Tan sólo le rozó los labios, como haría con una anciana tía, una hermana pequeña o una buena amiga. pero entonces notó levemente su sabor, tentándole irremediablemente. Se acercó más y más, haciendo más presión contra sus labios.
Y aunque notaba que estaba a punto de suceder, aunque notó que su mente le gritaba «¡No!», aunque hubiera podido retirarse, sintió como los labios de ella se separaban.
Su cálido y dulce aliento acarició sus labios.
«Simple».
Simplemente, quería más y más, y nada podía pararle.
Capítulo 4
FRANCESCA sabía a algodón de azúcar y su beso se fundió entre los dulces y rosados labios de Brett. Debía detenerse y echarse hacia atrás. ¿Hacia atrás? Pero, ¿quién era capaz de resistirse a probar sólo una vez aquella cosa tan maravillosa? Se acercó aún más a ella, a su boca abierta otra vez y movió su lengua suavemente dentro de la de ella.
Aunque, hubiera dado una paliza al hombre que le hubiera hecho aquello a Francesca en su primera cita, él no podía resistirse. Ella emitió un leve quejido y Brett se puso tenso, listo para dejarla, cuando se dio cuenta de que ella lo estaba buscando con su lengua, como si estuviera descubriendo un nuevo sabor de helado.
Una parte de su cuerpo se endureció como una roca.
Como no se fiaba de sí mismo, decidió retirar la mano de su suave y dorada piel, pero cuando la bajaba se encontró con el muslo de Francesca, firme y esbelto, y ya no pudo retirar la mano de allí. Decidió dejar la mano, pero pensó que sería mejor finalizar el beso. Y lo intentó de veras, pero cada vez que él sacaba la lengua de su boca, ella lo buscaba con la suya. Esta maniobra le resultaba muy seductora. Apretó con más fuerza el muslo de Francesca y le arrancó otro de sus suaves gemidos, lo que hizo saltar la chispa de un ya incipiente deseo sexual.
El calor y el instinto se abrieron paso. Él reclamaba cada beso explorando con su lengua la de ella, sus dientes, analizando las respuestas de su cuerpo cuando él le imponía un ritmo.
Ella suspiró, se giró para acercarse más y Brett se dio cuenta de que sus dedos estaban peligrosamente cercanos a la calidez entre sus piernas. Unos milímetros más y estaría tocando a Francesca de la forma más íntima posible.
El pensamiento le golpeó corno una bofetada. ¡Francesca! Era Francesca la que gemía contra sus labios, eran sus muslos los que agarraba. ¡Francesca!
Retiró la mano en un movimiento brusco y se apartó de su boca. Ella lo miró impresionada. Los hombros y el cuello de Brett se tensaron.
En cualquier momento ella se daría cuenta de lo que había pasado con su beso de buenas noches. En cualquier momento el asombro sustituiría a la fascinación de la cara de Francesca.
– Déjame acompañarte a la puerta -dijo Brett rápidamente.
Tal vez pudieran llegar allí antes de que se sintieran avergonzados y la situación entre ellos cambiara, antes de que se secara la humedad de sus labios.
Quería irse a dormir recordándola justo así: con las pupilas dilatadas y los labios húmedos y rosados. Diablos, ¿quién quería dormir?
Ella saltó del coche antes de que él pudiera abrirle la puerta y llegó casi a la carrera hasta su apartamento, sacando las llaves antes incluso de llegar a la puerta. Cuando estaba a punto de cruzar el umbral, se detuvo. Se volvió hacia atrás con la mano levantada. Tal vez estuviera enfadada o tal vez fuera a abofetearlo. Él deseó que lo hiciera. Pero su rostro era impenetrable y la palma de su mano estaba fría cuando la colocó sobre la mejilla ardiente de él.
– Yo también me lo he pasado bien -dijo, y después entró y cerró la puerta.
«Pasarlo bien». Brett, preocupado, reflexionó sobre el significado de aquella expresión de camino a su casa.
Al día siguiente Brett decidió concentrarse en su trabajo. No permitió a sus pensamientos volar más allá de expedientes, casos y comparecencias, y fue un buen día. Un día muy bueno, de hecho, hasta que Cario Milano apareció en su oficina. Cario, el hermano mayor de Francesca.
Cario lo miró con una ceja levantada:
– ¿Tienes un momento para hablar conmigo?
Claro, Cario era detective de la policía y tendría cosas de trabajo que comentarle. A no ser que Cario estuviera allí para hablar de Francesca, acerca de cómo él la había besado como un tonto y de que no había dormido más que cuarenta minutos esa noche. Pero no era probable que su amigo luciese esa sonrisa si supiese todo aquello.
Cario movió la mano delante de la mirada perdida de Brett.
– El Caso Rearden, ¿te acuerdas? Ayer dijiste que tenías algunas preguntas que hacerme.
Ayer. Antes de que la boca de Francesca se hubiera fundido contra la suya.
Brett amontonó los papeles que había estado revisando hasta entonces.
– Es verdad.
Cario se acomodó en la silla que había frente al escritorio de Brett.
– ¿Estás bien, amigo? Estás como si una locomotora te hubiera pasado por encima.
– Una locomotora -Brett sonrió.
Una locomotora que había pasado por encima de sus buenas intenciones.
Meneando la cabeza, Cario entrecerró los ojos.
– Una locomotora «femenina», diría yo. Creo que reconozco esa mirada.
Brett no iba a contarle eso al hermano de Francesca.
– Huh -musitó él sin dar más detalles.
– Vale, vale -Cario levantó las manos -. No preguntaré más, pero después de lo de Patricia… -carraspeó ligeramente- ¿no habías dicho que te mantendrías al margen de las mujeres?
Mujeres, relaciones, amor. Tras la muerte de Patricia, Brett había llorado a la que había sido su chica desde el instituto. Aunque su luto había terminado, había decidido que no se volvería a involucrar en la vida de una mujer. Podía producirle mucho dolor.
– ¿Brett? -Cario hizo una mueca-. Espero no haber dicho nada inapropiado.
Brett sacudió una mano para intentar tranquilizar a ›u amigo.
– No te preocupes por eso.
– Entonces concédeme un segundo más. Por lo que veo en tu cara, creo que necesitas el mismo consejo que me he estado dando a mí mismo.
Brett levantó una ceja.
– Anímate.
– ¿Qué me anime? -repitió Brett, pensando en qué habría llevado a Cario a unos pensamientos tan profundos.
– Sí, una palabra necesaria para vivir -dijo sin más.