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Esa noche me quedé dormido entre los árboles al fondo del campo de rugby del colegio. No sé por qué no se me había ocurrido antes ese sitio, pues el terreno era mucho más blando que en el pabellón de deportes o el aparcamiento y no me dolería tanto la espalda. Me puse la mochila bajo la cabeza a modo de almohada y utilicé la chaqueta como manta; de esa manera me las apañé para dormir unas horas. Al despertar, sin embargo, me sentí peor que nunca. Durante unos minutos ni siquiera supe quién era ni qué hacía allí al aire libre, y cuando lo recordé, me pregunté si aquella situación cambiaría alguna vez. Aunque sólo habían pasado tres días, me parecían tres años, tres vidas enteras. Me pregunté si papá y mamá ya se habrían acostumbrado a no tenerme en casa.

Cuando me puse en pie, pasó algo malo: me caí. Volví a levantarme, y entonces tuve que extender los brazos a ambos lados como si caminara por la cuerda floja. Tardé unos minutos en recuperar el equilibrio. Cuando lo conseguí, el estómago volvió a jugármela y acabé doblado en dos, con un dolor terrible. Miré alrededor, buscando algo con que alimentarme. Pero en ese momento me di cuenta de que ya no me apetecía ni comer, aunque no hubiese probado bocado desde la segunda hamburguesa de la primera tarde. En realidad no sentía apetito, sólo dolor.

De ese día conservo un recuerdo borroso, en el que camino sin cesar por las calles con un hambre atroz. A veces sentía deseos de ir a casa, pero sabía que no podía regresar.

Apenas me quedaban sitios donde refugiarme, pero aún no había estado en el parque, así que decidí pernoctar allí. Además, no estaba muy lejos, lo cual era una buena idea, ya que no sería capaz de caminar mucho más. Las piernas me temblaban demasiado.

Llegué al parque alrededor de medianoche; estaba desierto. Pasé por delante del banco en que me había sentado con Sarah y el recuerdo me entristeció. No me imaginaba entonces lo afortunado que era por tener una casa a la que volver, y comida en la nevera, y una madre y un padre, aunque mamá ya no hablase con nadie y papá me hubiese pegado. Incluso así, era mejor que vivir de aquella manera. Anhelé regresar, pero era demasiado tarde; tenía la sensación de que después de lo que había hecho no iban a permitírmelo.

Encontré un sitio tranquilo cerca de unos matorrales, donde puse la mochila para que me sirviera de almohada como la noche anterior. Pero cuando iba a lumbarme, me caí y me golpeé el brazo contra un árbol. Al mirarme la herida vi que empezaba a sangrar; aunque no me dolía, cuanto más la observaba, más me mareaba. Miré alrededor, los árboles, los matorrales y el parque, y los colores parecieron emborronarse a tal punto que ya no sabía ni dónde estaba. Tuve la impresión de que el parque se volvía más y más pequeño y se cerraba en torno a mí, y de que cuando lo hiciera por completo, me ahogaría y ahí acabaría todo. Me moriría, o quizá me quedaría en coma como aquel niño cuyo nombre ya no conseguía recordar. Intenté frotarme los ojos para que las cosas dejaran de estar borrosas, pero sólo conseguí que el estómago me doliese aún más.

Grité y me encogí tratando de mitigar el dolor. Pensé que quizá me sentiría mejor si lograba ponerme en pie, pero cada vez que me esforzaba por levantarme, las piernas me fallaban y volvía a caer. En mi último intento, aterricé estrepitosamente boca arriba y me quedé ahí tendido, mirando al cielo, mientras decidía que nunca más volvería a levantarme. Simplemente permanecería ahí tumbado y no me movería hasta que me encontraran. Me pregunté si iba a morirme.

Empecé a cerrar los ojos y todo comenzó a volverse oscuro, pero justo en ese instante, cuando estaba bajando los párpados, percibí algo raro. Tuve la sensación de que había alguien de pie a mi lado que me llamaba por mi nombre, pero no supe quién era y pensé que quizá estaba soñando.

Entonces la figura se inclinó y sentí sus brazos debajo de mi cuerpo. Cuando me levantó del suelo no me dolió nada, porque ya era incapaz de sentir. Pensé que tal vez uno experimentaba esa sensación al morir, que aquél era el momento de mi muerte, aunque en realidad no tenía la certeza de que se tratara de eso. Intenté abrir los ojos una última vez para ver quién era, para saber quién me había encontrado, quién me llevaba por el parque, quién me había salvado la vida. Cuando lo conseguí, cuando los abrí, descubrí quién había sido. Quise hablarle, pero ni siquiera me salía la voz. Sólo fui capaz de decir una palabra, que sonó como un graznido que no reconocí como mío.

– Pete -dije.

Acto seguido cerré los ojos y todo se oscureció.

Capítulo 1 1

Y entonces, una mañana de finales del verano, de pronto Andy despertó.

Una enfermera entró en su habitación del hospital a echarle un vistazo y se lo encontró con los ojos abiertos, totalmente conciente, preguntándose dónde estaba y qué hacía allí y llamando a sus padres. Estábamos desayunando en la cocina cuando sonó el teléfono. Papá fue a contestar; cuando volvió estaba muy pálido y nos preguntamos qué habría pasado. Fue derecho a mamá, que se temía lo peor, pero la abrazó y le dijo que las cosas iban a salir bien. Que Andy había despertado. Que ya no estaba en coma. Que ya no iba a morirse. Entonces mi madre se echó a llorar, pero no fue como las lágrimas que había derramado hasta ese momento. Ahora lloraba porque aquello había terminado y por fin Andy iba a recuperarse.

Ocurrió la primera mañana tras mi vuelta del hospital, donde me habían llevado cuando Pete me encontro en el parque. Había tenido que quedarme seis noches, pues el médico aseguró que había corrido el riesgo de pillar una neumonía y además estaba deshidratado. No recuerdo gran cosa de esos días, excepto que cuando desperté en la cama de la clínica estaba famélico. Pero no me dieron mucho de comer, porque dijeron que temían que mi organismo no tolerara los alimentos de golpe. Y estaban todos allí cuidándome: Pete, papá e incluso mamá. La familia al completo volvía a estar reunida.

Una vez en casa, se suponía que tenía que quedarme en la cama el día entero hasta que recobrase las fuerzas. Al menos eso fue lo que aconsejaron los médicos. Así pues, estaba de vuelta en mi habitación un par de horas después de la llamada telefónica cuando alguien llamó a la puerta. Pete entró y cerró tras de sí.

– Vaya noticia, ¿eh? -comentó con una amplia sonrisa.

– Sí -contesté.

Mi hermano se había vuelto a la cama y acababa de levantarse, pasada la hora de comer. Tenía el pelo revuelto y necesitaba un afeitado.

– Bueno, ¿y cómo te encuentras? -preguntó.

– Estoy bien. Un poco cansado. Me quedo dormido todo el rato. Y todavía tengo hambre, aunque no paro de comer.

– No tardarás en recuperarte. Nos diste un buen susto a todos, ¿sabes? Mamá y papá estaban volviéndose locos.

Asentí en silencio y aparté la mirada. Me sentía un poco avergonzado, sobre todo porque nadie parecía enfadado conmigo por haberme escapado de casa. La verdad es que se mostraban más simpáticos que nunca.

– ¿Cuándo llegaste? -quise saber entonces-. Pensaba que te encontrabas de viaje por Europa.

– Y así era. Cuando papá me llamó y me contó que habías desaparecido estaba en Praga.

– ¿Y volviste?

Pete se echó hacia atrás en la silla y pareció sorprendido.

– Pues claro que sí. ¿Qué creías? Regresé enseguida. Estaba aquí unas seis horas después de que me telefoneara. Todo el mundo se lanzó a buscarte. Estuviste desaparecido tres días, Danny -añadió poniéndose serio-. ¿Qué anduviste haciendo, por cierto?