– Vete fuera y punto -repuso él negando con la cabeza-. ¡Por favor! Nunca haces caso de lo que te dicen, ¿verdad?
Salí al jardín y me senté en el columpio a leer, pero no conseguí avanzar ni una línea. Estaba demasiado enfadado para concentrarme, así que decidí dar una vuelta en bicicleta.
Cuando regresé ya era por la tarde, y la casa volvía a estar desierta. Eran casi las seis y advertí que tenía hambre. Abrí la nevera y pensé en hacerme un sándwich, pero antes de que me pusiera a ello, llamaron a la puerta de entrada.
– ¿Danny? -preguntó una voz de mujer-. Danny, soy Alice Kennedy. ¿Estás ahí?
Crucé el vestíbulo y abrí, pero no del todo; sólo asomé la cabeza, como hacen las viejas en los anuncios de televisión cuando viene el hombre del gas a leer el contador. Aunque a menudo no es el hombre del gas, sino alguien que va a robarles la pensión y darles una paliza.
– Hola -saludé.
– Qué tal, Danny -contestó sonriendo.
– Mamá no está -declaré, porque cuando venían mujeres a casa siempre era por ella.
– Ya lo sé. Me ha llamado tu padre. Cree que debes de tener hambre.
– Bueno, hoy no he comido -admití.
– Y ya son casi las seis. Hemos pensado que podrías venir a casa a cenar. -Tendió una mano a través del hueco de la puerta.
– Bueno, supongo que mamá preparará la cena más tarde -repuse en voz baja, mirándome los zapatos.
– Tu padre ha dicho que tomarán algo de camino a casa. Me ha preguntado si podías cenar con nosotros y le he dicho que por supuesto. Nos encantará que nos hagas compañía. Luke está poniendo ahora mismo otro cubierto en la mesa. Pero será mejor que te apresures, porque no quiero que se quemen los filetes.
Me sacó prácticamente a rastras y cerré la puerta detrás de mí. Me gustó que me llevara de la mano. Tenía la piel caliente y la mano casi tan pequeña como la mía. Pero como no quería que Luke me viese entrar de aquella manera con su madre, me solté antes de llegar.
– Y a esto lo llaman verano… -comentó mientras caminábamos, sonriéndome como si no tuviésemos ninguna preocupación en el mundo, como si en mi casa no hubiese pasado nada malo y el señor Kennedy aún viviese en la suya-. No es como los veranos de mi infancia, te lo aseguro. Por entonces el sol calentaba un poco más.
Una vez dentro, me llegó el aroma de la carne a la parrilla.
– ¡Ya estamos aquí! -exclamó alegremente cuando entramos en la cocina.
Luke, sentado a la mesa, me miró como si no entendiera muy bien qué hacía yo ahí. Benjamin Benson, el novio de la señora Kennedy, que estaba de pie ante los fogones revolviendo algo en una cacerola, se volvió y me sonrió. Era el hombre más grande que había visto en mi vida. Prácticamente un gigante, con espeso pelo cano y una poblada barba también blanca. Siempre había pensado que parecía un oso polar.
– Buenas tardes, joven Danny -me saludó. Hablaba como alguien del siglo pasado-. Por suerte, compré otro filete por si teníamos compañía. Siempre hay que estar preparado, ése es mi lema. ¿Has sido alguna vez boy scout?
– No.
– Los boy scouts son maricas -intervino Luke, y el señor Benson se volvió para mirarlo y asentir con la cabeza.
– Me atrevo a afirmar que algunos lo son -admitió-. Y los hay tristones, y nerviosos, y locos de alegría. Todos somos propensos a tener naturalezas distintas. Espero que te guste la salsa de champiñones, Danny.
– Me encanta -aseguré.
– ¡Excelente! -exclamó, volviéndose hacia la cacerola para seguir removiendo el contenido. Sacó la cuchara de madera y me la tendió-. Pruébala y dime si requiere más sal. Recuerda que siempre puedes añadirla, pero nunca quitarla. Al contrario que con un corte de pelo: en ese caso siempre puedes quitar más, pero no volver a poner.
Acerqué con cuidado los labios a la punta de la cuchara, por si quemaba; estaba caliente aunque no demasiado. Y la salsa era deliciosa.
– Muy buena -dije.
– Excelente -repitió-. Entonces te sugiero que te sientes mientras acabo de preparar la cena. Alice, confío que no pretendas colar las patatas; no es tarea para una mujer. Toma asiento, sírvete una copa de vino y deja que te atienda, por el amor de Dios.
Me acerqué a la mesa y Luke me saludó con una inclinación de cabeza.
– Qué tal -dijo.
– Qué tal -contesté, y añadí en susurros-: No he pedido que me dejaran cenar en tu casa; tu madre ha venido a buscarme.
– Me da igual. ¿Crees que me importa a quién invite a cenar? Sigue siendo la casa de mi padre, pase lo que pase.
– Danny -llamó la señora Kennedy, y me volví para mirarla. Me dio la sensación de que había repetido mi nombre un par de veces y no la había oído-. ¿Qué quieres beber?
– Me da igual. Un vaso de agua.
– Creo que podemos ofrecerte algo mejor, ¿no? ¿Qué tal una Coca-Cola? ¿O un zumo de naranja?
– Coca-Cola -contesté de inmediato.
– Muy bien, una Coca-Cola. ¿Y tú, Luke?
– No me importa -gruñó mi amigo.
– De acuerdo -contestó su madre dejando un vaso de Coca-Cola ante mí-. Bueno, pues cuando te importe, ya sabes dónde está la nevera.
– La Coca-Cola estropea los dientes -intervino el señor Benson. Me volví hacia él, preocupado por haberlo decepcionado de algún modo, aunque no parecía enfadado-. Pero reconozco que soy incapaz de empezar el día sin beberme un vaso. Es una adicción. Como el café para otros. -Miró muy serio a su novia, pero ella se limitó a reír-. Para algunos, lo es el tabaco. -Volvió a mirarla furibundo y ella rió de nuevo, negando con la cabeza. No supe si él bromeaba, pero supuse que sí porque ella pareció encontrarlo divertido-. En mi caso, soy adicto a la Coca-Cola. ¿Qué me dices de ti, Luke? ¿Qué adicciones tienes?
– ¿Vamos a cenar de una vez? -repuso mi amigo, mirándolo ceñudo-. ¿O sólo vamos a hablar de comer?
– Qué hombre más hambriento… -comentó el señor Benson mientras servía los filetes, acompañados de patatas y verdura. Luego vertió la salsa de champiñones sobre la carne y nos colocó los platos delante. Se sentó frente a mí, mientras Luke y su madre ocupaban ambas cabeceras-. Por el chef -brindó levantando la copa. Y, como si hubiese olvidado algo, añadió-: Oh, un momento. Ése soy yo. Qué grosero.
La señora Kennedy soltó una carcajada y yo una risita, pero Luke pareció a punto de matar a alguien, así que por pura precaución traté de borrar la sonrisa de mi cara.
– ¿Y qué has hecho hoy, Danny? -quiso saber la señora Kennedy-. ¿Algo divertido?
– Fui en bici.
– Yo ya no puedo montar en bici -comentó el señor Benson-. Soy demasiado grande para una bicicleta. La aplastaría.
– De pequeña me encantaba ir en bici -contó la madre de Luke, y añadió-: Así fue como conocí a David, en realidad. En unas vacaciones en bicicleta, en Francia.
– David es mi padre -me dijo Luke, aunque yo ya lo sabia-. Ésta es su casa.
– Bueno, de hecho es mi casa -corrigió ella con la vista clavada en su hijo-. Es mía y tuya.
El señor Benson y yo intercambiamos una mirada, pero no dijimos nada. Traté de pensar cómo sería si papá no viviese en casa, si nunca nos viera, como le ocurría a Luke con su padre, pero no pude. No conseguí imaginar nuestra casa sin él. O sin mamá.
Miré fijamente mi comida y, aunque estaba muerto de hambre, descubrí que no tenía mucho apetito.
– ¿Qué ocurre, Danny? -preguntó la madre de Luke-. ¿No tienes hambre?
Sacudí la cabeza con los ojos fijos en el plato. Empecé a contar mentalmente de uno a diez todo lo rápido que pude, porque sentía las lágrimas a punto de brotar y me daba cuenta de que podía echarme a llorar en cualquier momento.
– Si no comes te pondrás enfermo -añadió.
– ¡Ah, miradlo! -exclamó Luke con tono triunfal-. ¡Está llorando!
– ¡No es verdad! -grité, justo cuando una lágrima caía en el plato. Me volví para mirarlo, furioso, y sentí que me temblaba la barbilla y que se me saltaban más lágrimas. Me las enjugué con una mano.