– ¿Qué haces el lunes?
– Nada.
– Por la tarde iré al hospital sola. Mis padres no acudirán hasta la noche. ¿Querrás acompañarme?
Titubeé, no muy seguro de si en realidad deseaba ver qué le había hecho mi madre a su hermano. Miré el suelo, consciente de que tal vez no fuera buena idea.
– Por favor, Danny -insistió-. Me gustaría que lo vieras.
– ¿Por qué dijiste que había sido culpa tuya?
– ¿Qué?
– El otro día, en el parque. Dijiste que fue culpa tuya, no de mi madre. ¿A qué te referías?
Ahora la que titubeó fue ella. Apartó la vista un instante, luego volvió a mirarme y asintió con la cabeza.
– Porque… -empezó, pero entonces se abrió la puerta lateral y oí salir a papá.
– ¿Danny? -llamó-. Danny, ¿estás ahí fuera? ¿Por qué tardas tanto?
– El lunes a las cuatro en punto -susurró Sarah cogiéndome del brazo-. En la puerta del hospital. Te lo explicaré todo, te lo prometo. -Y salió disparada calle abajo.
– Danny -repitió mi padre, acercándose-. ¿Qué haces aquí fuera solo? Vamos, vuelve adentro.
Asentí con un gesto.
– Sí, ahora iba.
Capítulo 8
Llegué al hospital antes de hora, pero Sarah ya estaba esperándome.
– Está en una habitación privada -me explicó cuando nos disponíamos a entrar en el ascensor para subir a la sexta planta-. Así que no hace falta que te preocupes por si alguien te contagia. -Y acto seguido añadió-: Me alegro mucho de que hayas venido. Detesto visitarlo sola.
Entramos en la habitación y me quedé mirando al niñito de la cama. Parecía profundamente dormido. De no haber sido por los aparatos que lo rodeaban, habría jurado que podría despertarlo sacudiéndolo por los hombros. Tenía un gotero de suero conectado a un brazo. A su derecha había una máquina con un monitor. Las cifras y las líneas no paraban de cambiar y emitía un pitido intermitente.
– Éste es Andy -dijo Sarah. Se volvió para mirarme y preguntó-: ¿Qué pasa?
– ¿No deberíamos hablar en voz baja? Para no molestarlo.
Sarah rió, y me di cuenta de que había dicho una estupidez.
– Danny, si nos oye y despierta será bueno, ¿recuerdas?
– Claro -repuse-. Lo siento.
– ¿No quieres decirle hola?
– ¿A Andy?
– Sí.
Lo miré y tragué saliva, nervioso. Tenía una carita redonda y el mismo color de pelo que su hermana. Y también la nariz pecosa. Estaba con la boca medio abierta y llevaba un pijama del oso Rupert, como los que yo usaba de pequeño.
– Hola, Andy -dije, sintiéndome torpe y cohibido.
– Andy, éste es mi amigo Danny. Ha venido a visitarte.
– ¿Crees que puede oírnos? -pregunté, y ella se encogió de hombros.
– Los médicos dicen que sí. Y aunque no sea así, no le hace ningún daño que le hablemos, ¿no crees? Es mejor que quedarse aquí sentado sin decir nada.
– Supongo que sí. No da la impresión de sentir dolor, ¿verdad?
– No -respondió Sarah negando con la cabeza. De pronto pareció muy triste y añadió-: Al menos, eso espero.
– Mi hermano Pete estuvo en el hospital una vez, cuando lo operaron de apendicitis. Se saltó las tres últimas semanas de colegio.
Pete llevaba varios días quejándose de que le dolía la barriga, pero nadie lo había creído. Entonces, una noche, le había reventado el apéndice y podría haberse muerto; aunque no murió, sí tuvo que ir en ambulancia. No sé qué habría hecho mi madre si no se hubiese recuperado, porque es su favorito.
Me volví al advertir que Sarah ya no estaba a mi lado. Se había sentado en la butaca en una esquina de la habitación, la cara entre las manos.
– Sarah -la llamé en voz baja, acercándome-. ¿Estás bien?
– Se suponía que sólo era un juego -respondió levantando la vista hacia mí. Estaba pálida, pero no lloraba-. No tenía que acabar así.
– ¿Qué? ¿Qué era un juego?
– La tarde que lo atropellaron. Muchas veces jugábamos a eso, a apostar que haríamos una cosa u otra. Andy siempre hacía lo que yo le pedía.
Quise sentarme, pero el único sitio posible era el borde de la cama, y no me pareció prudente.
– Esa tarde -continuó Sarah-, le propuse jugar al «ring ring, corre corre». ¿Has jugado alguna vez?
– Claro, sobre todo antes, hace un tiempo. Es guay ir llamando a timbres y salir corriendo.
– Ya. En una casa enfrente de la nuestra, en el número cuarenta y dos, tienen dentro un perro grande que se pone a ladrar corno loco si te acercas a la puerta. Aposté con Andy a que no conseguiría recorrer el sendero de entrada sin que el perro lo oyera; luego tenía que llamar al timbre y salir corriendo. Le expliqué que lo vigilaría desde la ventana de mi habitación en el piso de arriba. Y él apostó a que sí lo haría. Recorrió el sendero y al llegar ante la puerta se dio la vuelta, me miró muy sonriente y levantó el pulgar para indicar que el perro no ladraba. Entonces se volvió para pulsar el timbre. En cuanto lo hizo, supe que el perro había enloquecido, porque Andy dio un brinco. Se asustó tanto que salió pitando y corrió derecho a la calle sin mirar, y cuando lo hizo… cuando cruzó a la carrera… fue entonces cuando…
Volvió a ocultar la cara entre las manos, y ahora sí la oí sollozar.
– Sarah… -Me acerqué, sin saber muy bien cómo consolarla.
– ¿Lo ves, Danny? -añadió mirándome-. Fue culpa mía. Si no le hubiese propuesto ese estúpido juego, si no hubiera apostado a que no lograría llamar al timbre del número cuarenta y dos…
– Entonces mi madre nunca lo habría atropellado -repuse, completando su frase. Al pensarlo, empecé a sentirme furioso-. Mamá cree que fue culpa suya. Pero no es así, ¿verdad?
Quise añadir algo, contarle cómo andaban las cosas en mi casa por culpa de aquel estúpido juego, pero de pronto oí voces al otro lado de la puerta, y los dos la miramos, y a continuación nos miramos uno al otro, asustados.
– ¡Son mis padres! -exclamó en un susurro, palideciendo aún más-. Tienes que esconderte. Se enfadarán mucho si te encuentran aquí. ¡Corre, debajo de la cama!
– ¿Qué?
– Métete debajo. Las sábanas llegan casi al suelo. No te verán.
Me volví y miré la cama de Andy. El último sitio en que deseaba estar era ahí abajo.
– No puedo -dije negando con la cabeza-. No puedo hacerlo.
– Danny, por favor -insistió.
La puerta se entreabrió y oímos a una mujer que hablaba con un médico en el pasillo.
– ¡Rápido! -exclamó Sarah, y me empujó.
Antes de advertir muy bien qué ocurría me encontré deslizándome por el suelo bajo la cama. En cuanto me hube escondido, oí que la puerta se abría del todo y capté ruido de pasos: alguien estaba entrando en la habitación.
– Sarah, estás aquí -dijo una voz de mujer.
Se acercó mucho a donde estaba yo, y supe que estaba inclinándose para besar a Andy, porque olí su perfume y la oí susurrar:
– Hola, cariño.
– ¿Has estado llorando? -preguntó el padre.
– Un poquito -contestó Sarah.
– No soporto verte tan alterada -dijo la madre y suspiró hondo-. Cuando pienso en lo que esa mujer ha hecho a nuestra familia…
Esbocé una mueca de rabia. Confié en que no empezara a hablar mal de mi madre, porque entonces no sabría cómo actuar.
– Hemos hablado con el doctor Harris -intervino el padre-. Dice que Andy sigue estable por el momento, lo que es buena señal. Al menos no ha empeorado.
– Más vale contárselo, Michael.
– ¿Contarme qué? -quiso saber Sarah.
Hubo una breve pausa.
– Esta tarde estuvimos en la comisaría -prosiguió al fin el padre-. Nos confirmaron que no van a presentar cargos contra Rachel Delaney.
– ¡Es increíble! -espetó la madre, furiosa-. Esa maníaca pasa a toda velocidad por nuestra calle, casi mata a mi hijito, y ni siquiera van a formular cargos contra ella. Qué clase de sistema judicial tenemos cuando alguien que…