– Soy escritor -contestó Brendan, sacando hielo del frigorífico.
Lo envolvió en un trozo de tela y luego se sentó al lado de ella para ponérselo sobre la marca roja que tenía en la cara. Sin pensarlo, le retiró un mechón de pelo que le caía sobre los ojos y se lo puso detrás de la oreja. Después, se dio cuenta de la intimidad del gesto.
– Debería irme -dijo ella, separándose de él.
Al principio, pensó que la había asustado. Pero luego se fijó en el deseo que brillaba en sus ojos mientras lo miraba de arriba abajo. Brendan se preguntó qué habría pasado si la hubiera besado. ¿Se habría retirado o habría respondido?
La muchacha se quitó la chaqueta y la dejó en la mesa.
– La policía posiblemente se haya ido ya y trabajo por horas. La gente quiere beber y a mí me pagan por servirles.
Se volvió hacia la entrada, pero Brendan la agarró del brazo y le ofreció su chaqueta.
– Tómala. Hace frío.
Ella hizo un gesto negativo.
– No te preocupes -vaciló unos segundos y esbozó una breve sonrisa. La primera sonrisa desde que se habían conocido-. Gracias. Por la chaqueta y por acudir en mi ayuda.
Entonces desapareció en la fría noche de diciembre, volviendo a aquel mundo extraño al que no parecía pertenecer. Brendan estuvo a punto de seguirla para preguntarle cómo se llamaba y qué estaba haciendo en aquel bar. ¿Por qué estaría ella allí? ¿Sería novia de algún pescador? ¿Habría nacido en Gloucester? También le gustaría saber por qué sus ojos le recordaban al cielo de un día de primavera.
Brendan sacudió la cabeza. Ya había sido un error sacarla del bar, así que se daba cuenta de que salir en ese momento detrás de ella sería una estupidez aún mayor. Esa chica no entraba en sus planes. En realidad, debería sentirse feliz por haberse librado de ella tan fácilmente.
Pero lo cierto era que, mientras se hacía un café para ponerse a trabajar, no podía olvidarse de ella. A cada momento, volvía a ver su sonrisa inteligente y aquel brillo travieso en sus ojos. Recordaba el aire misterioso que parecía envolverla y el modo en que se sintió al tocarla, como si hubiera entre ellos una conexión extraña y magnética.
Movió la cabeza y trató de concentrarse en su trabajo. La muchacha se había ido y aquello era sin duda lo mejor. Aunque Conor y Dylan habían encontrado un amor sincero y duradero, Brendan era lo suficientemente pragmático como para saber que a él no le sucedería lo mismo. Su trabajo exigía libertad de movimientos y tenía que proteger esa libertad a toda costa.
Aunque eso significara alejarse de la mujer más intrigante que había conocido en su vida.
– ¡No puedes despedirme! No ha sido culpa mía.
Amelia Aldrich Sloane estaba en la puerta del Longliner, mirando hacia el segundo piso. El propietario del bar estaba en la ventana de su pequeña habitación y le tiró una bolsa con sus cosas, que cayó a sus pies con un ruido sordo.
– Te lo advertí la última vez -aseguró el hombre-. Una pelea más y a la calle. ¿Sabes el daño que eso nos causa?
– No es culpa mía.
– ¿Cómo que no?
– ¿Qué he hecho yo?
– Ser demasiado guapa -contestó él, disponiéndose a tirar su maleta por la ventana-. Eres como un bombón para esa panda de brutos. Los hombres no pueden contenerse cuando te ven y así empiezan las peleas. Y las peleas me cuestan mucho dinero, cariño. Mucho más de lo que vales como camarera.
– Pero necesito el trabajo -gritó Amy, corriendo por su maleta, que se abrió al golpear el suelo.
– He oído que hace falta gente en La Casa del Cangrejo.
Dicho lo cual, el hombre cerró la ventana y dejó a Amy en la silenciosa calle.
– Bueno, quería correr aventuras, ¿no? – dijo enfadada.
Eran más de las dos de la mañana y acababa de quedarse sin alojamiento y sin trabajo al mismo tiempo. Tenía que haberse imaginado algo al volver y notar que las demás camareras no querían hablar con ella. La policía había interrogado al propietario, y este, después de enterarse de toda la historia, había decidido prescindir de Amy.
Al principio, ella creyó que estaba de broma. Hasta que el hombre subió a su habitación y empezó a tirar sus cosas por la ventana. Ella había salido fuera corriendo para recoger sus cosas antes de que saliera algún cliente, ya camino de casa, y decidiera quedarse con algún recuerdo.
– ¿Y ahora qué hago?
El trabajo del Longliner había sido perfecto. Como trabajaba solo por las propinas, el dueño no le había pedido su carné de identidad, ni su número de la seguridad social.
Ella no había hechos muchos planes al irse de Boston. Lo único que buscaba era alejarse lo más posible de su pasado, de su autoritario padre y de su madre, preocupada únicamente por su vida social. Y sobre todo, había querido alejarse lo más posible de su prometido, el hombre que amaba más el dinero de los Aldrich que a ella por sí misma.
Su vida había sido programada desde su nacimiento, como hija única de Avery Aldrich Sloane y su bella mujer, Dinah. Y ella había cumplido ese programa durante la mayor parte de su vida. Pero, de repente, un día, justo una semana antes de su boda con Craig Atkinson Talbot, se había dado cuenta de que, si se quedaba, nunca llevaría una vida elegida por ella.
Llevaba fuera de casa casi seis meses, feliz de haber esquivado a los detectives que su padre había contratado. Había vivido en Salem, en Worcester y en Cambridge, eligiendo trabajos de camarera y pidiendo a viejos amigos que la dejaran dormir en sus sofás. Se imaginaba que podía continuar así otros seis meses y dar por terminada su vida de fugitiva. Entonces, la cuenta que su abuela había abierto para ella sería toda suya. El día que cumpliera veintiséis años, se convertiría en una mujer rica, lo que le daría la libertad suficiente para ir en pos de aventuras y disfrutar de las experiencias que nunca había tenido anteriormente.
Mientras ordenaba debidamente sus pertenencias sobre un banco frente al paseo marítimo comenzó a pensar en el verdadero valor del dinero. Ella siempre había rechazado la obsesión de sus padres por los asuntos económicos. Pero desde que tenía que vivir de lo que ganaba, se daba cuenta de lo necesario que era el dinero, aunque solo fuera una pequeña cantidad.
Ella se había criado en el lujo, pese a que siempre se había rebelado contra las decisiones de sus padres. Habría preferido estudiar en colegios públicos, pero fue obligada a asistir a una escuela privada. Sin embargo, cuando tuvo que matricularse en la universidad, después de muchas discusiones, consiguió que la dejaran entrar en la de Columbia, de Nueva York.
Fue allí donde conoció a su novio. Un hombre maravilloso de una familia rica de Boston, que había estudiado Derecho y pensaba abrir un bufete para gente sencilla. Cuando le presentó a su familia, sus padres se sintieron satisfechos por el nivel social y los contactos del muchacho, pero sus aspiraciones profesionales no les agradaron tanto. Era el hombre perfecto para que ella diera el siguiente paso contra sus padres.
Pero eso cambió enseguida cuando Craig cayó bajo el influjo del dinero de su padre. En pocos meses, su novio se puso a trabajar para el negocio de la familia. Unos meses antes de la boda, fue ascendido a un buen puesto con un sueldo estupendo. Fue en ese momento cuando Amy se dio cuenta de que Craig había dejado a un lado su sueño de trabajar para los necesitados. De manera que el hombre del que se había enamorado no era el mismo con el que se iba a casar.
Por eso se escapó. Una semana antes de la ceremonia, una noche, recogió sus cosas y se fue a la estación a tomar el último tren. Había sacado del banco todo su dinero, lo suficiente para vivir unos tres meses. Dinero que ya se le había acabado.
Amy se metió la mano en el bolsillo y sacó el puñado de billetes que le quedaban. Empezó a contar el dinero bajo la luz de la farola, preguntándose si tendría suficiente para alquilar una habitación donde pasar la noche. Entonces, oyó pasos y levantó la vista; escondió rápidamente el dinero en el bolsillo de la chaqueta. Enseguida, reconoció al hombre que se aproximaba, que no era otro que el que había empezado la pelea en el bar.