Aunque la idea de comenzar de nuevo era una molestia, formaba parte de la vida que había elegido al irse de casa. Cosa de la que no se arrepentía en absoluto. Bueno, quizá una o dos veces se había arrepentido, al acordarse de su abuela.
Adele Aldrich había sido, y sería siempre, la persona que más había influido en su vida. La madre de su padre jamás se había resignado a la vida que sus padres habían pensado para ella. A los dieciocho años, nada más recibir el dinero de su herencia, se había ido en busca de aventuras. Había hecho un safari por África, senderismo por los Andes y hasta un viaje en barca por el Amazonas. Luego, para disgusto de sus padres, había aprendido a volar y había puesto sus conocimientos al servicio de Inglaterra, en la guerra.
Amy sonrió para sí.
– Abuela, yo también estoy corriendo aventuras. Aunque sería mucho más fácil con dinero en el bolsillo.
Se levantó de la cama, se echó la manta por los hombros y se fue en busca de Bren-dan. Quizá podría convencerlo para que le permitiera pasar allí una noche más. No seria fácil encontrar un trabajo que reuniera todo lo que ella necesitaba: sin contrato, que le pagaran en metálico en vez de a través de un banco, y que incluyera la comida. Por otra parte, encontrar una habitación con solo treinta dólares en el bolsillo le sería aún más difícil.
Cuando llegó al camarote principal, vio que Brendan tampoco estaba. Amy retrocedió y se metió entonces en el camarote donde había intentado dormir al principio. Allí estaba Brendan, acurrucado en una de las camas, con el pecho al descubierto. Por un momento, Amy se olvidó de respirar y volvió a sorprenderse de lo atractivo que le resultaba aquel hombre.
Afortunadamente, había sido capaz de alejar ese tipo de pensamientos la noche anterior. Compartir la cama con un desconocido era una cosa y compartirla con el hombre más sexy que había conocido en su vida, otra muy distinta. Quizá lo mejor fuera irse de allí cuanto antes. Su vida ya era complicada de por sí, sin la necesidad de dejar entrar en ella a un hombre tan guapo como Brendan Quinn.
Dando un suspiro, le tapó el pecho con la manta y fue hacia el camarote principal. Allí, se quitó los guantes y se dispuso a preparar una cafetera.
Poco después, se estaba tomando un exquisito café.
Distraídamente, miró el montón de folios que había sobre la mesa y se dio cuenta de que formaban parte del borrador de un libro. Debajo de otra pila de folios, había una sobrecubierta de un libro. La sacó y vio que había una foto de Brendan en la que tenía un aspecto bastante peligroso. Parecía un pirata.
El autor de la famosa novela: La Montaña de la Locura, leyó Amy. Debajo había unas cuantas citas de otros autores, hablando elogiosamente del último libro de Brendan, que narraba un rescate en la cara norte del monte Everest.
Amy volvió al manuscrito y leyó unas cuantas líneas, que no era de alpinistas, sino de hombres y mujeres como los que ella había conocido mientras trabajaba en el Longliner. Brendan estaba escribiendo un libro sobre los pescadores que faenaban en aguas del Atlántico Norte y sus familias.
Amy enseguida se sumergió en la prosa fluida de Brendan. En el libro, narraba las razones por las que los hombres salían a pescar, arriesgando sus vidas cada día. Amy reconoció los diferentes personajes que allí salían. Y aunque era bastante difícil convivir con los pescadores, Brendan les daba cierta dignidad mientras explicaba por qué era un modo de vida que estaba desapareciendo poco a poco.
Conforme iba leyendo, aprendió cosas no solo de los pescadores, sino del autor mismo. De lo que respetaba en la vida y lo que quería.
– ¿Qué estás haciendo?
– Me has asustado -exclamó, poniéndose una mano en el pecho.
Dejó la hoja que estaba leyendo y se dio cuenta en ese momento de que había cometido un error.
– Lo siento. Es que empecé a leer y… No quería entrometerme, es que cuando empecé, no pude dejar de leer. Es precioso.
Brendan pareció sorprenderse por su elogio. Tenía los ojos soñolientos y el pelo revuelto, y la sombra de barba en su mandíbula se había vuelto más oscura. Llevaba solo los pantalones y Amy no pudo evitar mirar una y otra vez hacia su pecho y su vientre musculosos. ¿Cómo podía ser tan perfecto? Debía de tener algún fallo, ¿no?
– No quería ser cotilla -repitió, soltando una risita-. Es que soy muy curiosa. Siempre lo he sido.
– No está terminado todavía.
– Ya lo he visto. Si quieres saber mi opinión, el libro necesita un poco más de investigación. Me gustaría saber más de la vida personal de esos hombres, lo que querían ser, cuáles eran sus sueños, por qué motivo decidieron que su única opción era pescar. También me gustaría conocer a sus esposas y amigos. ¿Has pensado alguna vez en entrevistarlos? Podría añadir un poco de riqueza a la historia -se detuvo en seco, pensando que lo estaba insultando-. No porque necesite más riqueza, ya la tiene así. Bueno, la verdad es que no sé lo que estoy diciendo, así que no me hagas caso. Además, como soy tan curiosa, siempre meto la pata.
– Se ve que sabes de literatura.
– Estudié literatura americana en la universidad -afirmó, sonriendo-, Antes de que lo dejara, claro. Y leí mucho. Sobre todo revistas de moda -no quería que él pensara que sabía demasiado, ya que quizá empezara a hacerle más preguntas sobre su pasado.
– ¿A qué universidad fuiste?
– A una pequeña cerca de Los Ángeles – mintió-. ¿Sabes? A lo mejor te puedo ayudar con el libro. He visto que tienes muchas notas, pero están desordenadas. Podría pasarlas al ordenador, corregirlas y hacerte sugerencias. Podría ser una especie de secretaria.
Brendan se echó a reír.
– No necesito ninguna secretaria. Ella agarró una de las notas que había tomado en una servilleta del Longliner.
– Creo que sí. Por lo que he visto, necesitas todavía confirmar algunas cosas y hay ciertas lagunas en tu investigación. Y una vez que termines el libro, tendrás otros proyectos. Te podría ayudar con ellos. Además, me lo debes.
– ¿Te lo debo?
– Sí. Fue por ti por lo que perdí mi trabajo y mi habitación, ¿recuerdas?
Brendan se la quedó mirando y Amy sintió que la esperanza renacía en su corazón. ¿Estaba Brendan considerando su propuesta?
– De acuerdo. Imaginemos que necesitara una ayudante. ¿Qué pedirías a cambio?
– Trescientos dólares a la semana, en metálico, y alojamiento.
– ¿Trescientos dólares a la semana? No soy rico. Además, si te pagara tanto dinero, desde luego que querría deducirlo en mis impuestos. Cien dólares a la semana en metálico.
– Doscientos cincuenta. Bueno, doscientos. Más el alojamiento. Y es mi oferta final.
– ¿Doscientos dólares y alojamiento?
– Sí. Eso es lo que ganaba en el bar. Brendan tomó aire y lo dejó salir despacio. Amy esperó en silencio, rezando para que su oferta no hubiera sido demasiado alta.
– De acuerdo, pero por doscientos dólares, harás todo lo que te diga. Amy frunció el ceño.
– De eso nada -protestó, levantándose-. Estoy un poco desesperada, pero no tanto como…
– No me refería a eso.
– ¿Qué quieres decir entonces?
– No me refiero a favores sexuales. Si vas a ser mi ayudante, entonces te puedo pedir cosas que no estén relacionadas con mis libros. Como que hagas la compra o limpies el despacho. Una ayudante tiene que hacer todo lo necesario para que la vida del escritor sea lo más cómoda posible.
– Puedo hacerlo.
– Y dormirás en tu propia habitación, bueno, camarote. Te traeré sábanas y más mantas y una estufa. Por otra parte, me pedirás permiso antes de hurgar en mis cosas. Yo valoro mucho mi intimidad. No estoy acostumbrado a tener gente a mi alrededor y no quiero que me molestes.