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– Sé cómo son. Conozco la serie Cheers, pero cuando iba a la universidad me pasaba las noches de los viernes y los sábados estudiando. Luego, cuando comencé a trabajar, tampoco tenía tiempo para salir. Además, siempre hay mucha gente en estos sitios. Muchos desconocidos.

– ¿Y entonces dónde conoces a los hombres?

Meggie se ruborizó.

– Ese debe de ser mi problema. Siempre están en los bares, ¿verdad? Y yo esperando al hombre de mis sueños en el taller de cerámica donde paso mi tiempo libre…

Dylan soltó una carcajada y Meggie sonrió, satisfecha de haber contestado a su pregunta de una manera tan ingeniosa.

– En realidad, no he conocido a muchos hombres. Me imagino que no debería ser tan sincera, pero es la verdad.

Dylan puso un dedo bajo su barbilla y se la levantó.

– Pues yo te aseguro que, si entras aquí un viernes por la noche, a los pocos minutos tendrás a todos los hombres que quieras a tu disposición.

– La próxima vez que quiera conocer a un hombre simpático, solo tendré que incendiar mi casa.

Dylan se echó a reír al tiempo que la agarraba de la mano y la llevaba hacia la barra.

– Conocer a un hombre en un bar no es difícil. Es peor para él, que se arriesga a que lo rechacen delante de sus amigos. Eso puede ser suficiente para que no lo intente. Pero una mujer solo tiene que ser guapa.

– No creo que eso sea suficiente.

– Te lo demostraré.

Dylan se metió en la barra y tomó una botella de ron. Luego echó un chorro a un vaso con hielo y añadió zumo de fruta y granadina. Por último, le puso una guinda y un chorrito de pina y se lo dio a Meggie.

– ¿Qué es esto?

– Es un ponche de ron. Es típico de Irlanda.

Mientras lo decía, se sirvió una cerveza y luego se fue al último taburete de la barra e hizo una seña a Meggie.

Esta le respondió y bebió un sorbo de su ponche. Estaba dulce y fuerte; era la bebida perfecta para el juego de Dylan. Meggie pensó para sí que, si de verdad quería vivir de una manera más excitante, tendría que empezar en esos momentos.

– ¿Y ahora qué hago? -preguntó ella, sintiéndose desinhibida después de dar un nuevo trago a su ponche.

– Bueno, si te gusta beber y quieres conocerme, te sugiero que vayas hasta la máquina de discos y pongas alguno.

– ¿Por qué?

– Porque eso me dará oportunidad de ver tu cuerpo y también cómo te mueves.

– ¿Y si no tengo un cuerpo bonito? -preguntó, ya metida en la fantasía de él.

Dylan se levantó y fue hacia la máquina registradora, de donde sacó algunas monedas, que luego dejó sobre la barra, frente a ella.

– Cielo, te aseguro que si te acercas a la máquina de discos y el bar está muy lleno, no seré el único que te mire. Ahora ve a poner algo de música y deja de preguntar.

Meggie tomó su bebida y se acercó a la máquina. Sentía los ojos de Dylan clavados en ella, así que caminó más despacio y movió las caderas un poco más de lo normal. Aunque llevaba un jersey de lana gruesa y unos vaqueros viejos, en ese momento se sentía muy sexy… y un poco traviesa. Al llegar a la máquina, puso un disco de Clannad y esperó a que comenzara a sonar.

– Hola.

Dylan estaba detrás de ella y, al notar su aliento en la nuca, dio un respingo. Se giró, pero al hacerlo no se dio cuenta que tenía el ponche en la mano. El vaso chocó con el pecho de Dylan y se derramó sobre su jersey.

– Lo siento… no me había dado cuenta de que estabas tan cerca.

– No te preocupes.

Al decirlo, Dylan se quitó el jersey y lo dejó en una mesa cercana. Pero el ponche también le había mojado la camiseta.

¡Eso era lo que le pasaba cuando se dejaba llevar! Con cualquier otro hombre, habría sido capaz de seguirle el juego, pero con Dylan se estaba poniendo nerviosa. Solo la idea de que la tocara… de que la besara… Tragó saliva y decidió calmarse para continuar. Pero el deseo le nublaba el sentido común.

Con mano vacilante, tocó la camiseta mojada de Dylan.

– A lo mejor tendrías que quitártela también. Puedo lavarla.

Dylan se quedó mirándola unos instantes y luego empezó a quitársela. Pero ella lo detuvo, agarrando la tela y subiéndosela despacio hasta quitársela.

– Ya está. Así estás mejor. Entonces, Dylan la abrazó y Meggie acarició su piel desnuda y el vello que cubría su pecho.

– ¿Y ahora qué haríamos? Dylan se inclinó y le rozó la mejilla al ir a hablarle al oído.

– Ahora yo te preguntaría si quieres jugar a los dardos.

– ¿Por qué?

– Porque probablemente no sabrías jugar. Así tendría que enseñarte y eso me daría la oportunidad de tocarte.

Meggie apoyó la cabeza en su hombro y giró la cabeza hasta que sus labios estuvieron muy cerca de los de él.

– Y después también podemos jugar al billar -propuso ella.

– Ahora tienes que alinear mentalmente la bola con el agujero donde vas a meterla.

Luego, piensas el lugar donde tienes que golpear la bola y le das con el palo.

– De acuerdo.

Meggie se inclinó sobre la mesa de billar y sus nalgas rozaron el vientre de Dylan. A este se le escapó un gemido y agarró a Meggie por detrás para enseñarle cómo sujetar el palo. Ya le había enseñado a tirar dardos, y justo cuando creía que no podía aguantar más, que no podía controlar su deseo por más tiempo, le sugirió que jugaran al billar.

Si Meggie hubiera sido cualquier otra mujer, Dylan habría dejado a un lado todos sus escrúpulos y la habría seducido. Pero con ella era diferente. Meggie no tenía nada que ver con sus otras conquistas.

La deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer, pero sospechaba que, cuando hicieran el amor, sentiría algo mucho más profundo que con las otras mujeres con las que se había acostado. Decir que no estaba un poco asustado sería mentir. Meggie era la única mujer que había conocido que tenía la capacidad de llegar hasta su corazón… y sabía que podría rompérselo con la misma facilidad.

– ¡Ha entrado! -gritó Meggie. Pero Dylan seguía inclinado sobre ella con las manos a ambos lados de su cuerpo y, al levantarse, rozó la nariz de Dylan con su palo.

– Oh, lo siento. No sabía que esta… quiero decir que, al darme la vuelta, el palo… ¿Te ha dolido?

– Me imagino que debería estar contento por que no me hayas hecho nada jugando a los dardos.

– Nunca se me han dado bien los juegos. Me pongo nerviosa y hago las cosas torpemente -se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz-. ¿Mejor?

– Mejor.

Meggie se puso seria y lo miró durante un rato. Luego volvió a besarlo. Esa vez en la mejilla y fue un beso más largo.

– ¿Y ahora?

– Si me das otro, seguro que me pongo bien.

Meggie se inclinó para besarlo en la otra mejilla, pero en el último momento, él se giró y sus labios se encontraron. Dylan no llevó esa vez el mando, sino que fue Meggie. Al principio, fue un beso lento y vacilante, pero luego le pasó la lengua por los labios, provocándolo y animándolo para que profundizara el beso. Él, como era lógico, no pudo resistirse.

La agarró por la cintura y la sentó sobre la mesa de billar sin dejar de besarla. Luego, se metió entre sus piernas y la apretó contra su pecho desnudo. Meggie estaba tan caliente y era tan delicada, que tocara donde tocara, nunca tenía bastante.

El deseo de Dylan por Meggie se había hecho casi una constante en su vida y, cada vez que la tocaba o la besaba, sabía que llegaría un momento en que no podría detenerse. Su capacidad de autocontrol era cada vez más débil y sentir las manos de ella acariciando su torso se lo estaba poniendo todavía más difícil.

Las manos de ella parecían trazar senderos de fuego allá donde lo tocaban. Deseaba que Meggie lo poseyera, que utilizara su cuerpo como si le perteneciera, que disfrutara excitándolo.

Entrelazó sus manos con las de Meggie. Luego se llevó una de ellas a la boca. En el pasado, la seducción había sido para él un juego, un medio para conseguir un fin, pero con Meggie, solo era el comienzo, como si solo fuera una puerta que condujera a su alma. Quería conocerla, física y emocionalmente. Necesitaba saber lo que le hacía feliz o desgraciada, lo que le hacía temblar de deseo y gritar.