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– ¿Qué hora es?

– Casi las nueve.

– No abren hasta las once, duérmete.

Meggie se puso la chaqueta de él sobre los hombros, como si con ello pudiera ocultar la vergüenza que sentía.

– No quiero estar aquí cuando lleguen tu padre y hermanos. Además, quedé con Lana a las ocho en la cafetería y estará preguntándose dónde estoy. Tenemos que irnos. Tengo que irme.

Dylan se sentó y se frotó los ojos.

– Estás guapísima -aseguró, esbozando una sonrisa.

– No intentes camelarme y vístete. Tenemos que marcharnos.

Meggie se fue hacia el borde de la mesa y puso una pierna en el suelo, pero Dylan la agarró antes de que saliera del todo.

– Nunca he sido buen jugador, pero tengo que admitir que estoy empezando a disfrutar del juego.

– No me lo puedo creer. Nunca había hecho una cosa así en toda mi vida.

Meggie se preguntó si lo que había pasado habría sido producto del cansancio o del ponche de ron. Pero en cualquier caso, aunque debería estar avergonzada de su comportamiento, lo cierto era que se sentía casi orgullosa. Había tomado la decisión de vivir el momento y desde luego aquella iba a ser una noche que no olvidaría jamás.

Recogió su ropa del suelo y comenzó a ponérsela mientras Dylan seguía tumbado en la mesa, mirándola con una sonrisa de satisfacción en los labios. Meggie reprimió el impulso de volver con él a la mesa y comenzó a buscar sus zapatos y sus calcetines.

Cuando se puso de pie, Dylan seguía sonriendo.

– Para.

– ¿Que pare el qué?

– De mirarme como si fueras un gato que acaba de dormir con un canario.

– ¿Qué le voy a hacer si estoy contento? Dylan se puso boca abajo y se incorporó sobre los codos. Estaba desnudo, pero parecía totalmente a gusto con su cuerpo. Y lo cierto era que tenía un cuerpo increíble, pensó Meggie.

– ¿Sabes? Yo tampoco había hecho nada parecido antes -declaró Dylan.

– No me mientas. Dylan se puso serio.

– Meggie, nunca te he mentido. Te lo juro. Y la noche pasada fue la primera en muchas cosas.

Meggie se quedó mirándolo unos segundos, sopesando sus palabras. No se atrevía a preguntarle lo que quería decir en realidad. ¿Quizá que era la primera vez que había hecho el amor con una mujer con tan poca experiencia como ella? ¿O que era la primera vez que había seducido a una mujer con esa rapidez? Quería pensar que la noche anterior había sido tan maravillosa para él como para ella, pero el sentido común la hacía sospechar que no era así.

Meggie se quitó la chaqueta de él y se puso la camiseta y el jersey.

– Deberíamos irnos -repitió-. Voy a echarme un poco de agua en la cara.

Pero Dylan la agarró del brazo, la atrajo hacia sí y la miró a los ojos fijamente.

– No me arrepiento de nada de lo que pasó anoche -murmuró con los ojos brillantes-. Y me gustaría que tú tampoco lo hicieras.

Meggie asintió y se fue corriendo al cuarto de baño con la ropa que le quedaba por ponerse. Al entrar, se apoyó en la puerta. Quizá Dylan no le había mentido, pero ella sí tenía la sensación de haberle mentido a él. Todo ese plan de seducirlo para luego abandonarlo estaba empezando a agobiarla. Ya no estaba tan segura de querer llevarlo a cabo.

– Soy tonta -dijo en voz alta. ¿De verdad había creído que podría tomarse aquello como una aventura de una noche? Según eso, ya lo había conseguido y no tenía que volver a verlo. Pero lo cierto era que estaba deseando que volviera a ocurrir. Y no una sola vez, sino muchas más.

– Idiota.

Se puso los pantalones, se lavó la cara y se enjuagó la boca. Como se había dejado el bolso en el coche, no podía cepillarse el pelo. Cuando salió del baño, Dylan estaba medio vestido. No se había puesto la camiseta y tenía el pantalón desabrochado. Al verla, se apoyó en la mesa de billar y esbozó una sonrisa.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Meggie, lo que te he dicho iba en serio. Lo de anoche fue muy especial para mí. Sé que a lo mejor tú no te lo crees, a mí me pasaría igual, dada mi fama de mujeriego, pero quiero que sepas que…

Meggie se acercó y lo abrazó. Luego, lo besó y ese beso puso fin a sus explicaciones.

– Tenemos que irnos ya -dijo luego. Le dio la camiseta y el jersey y lo arrastró hacia la puerta. Pero antes de que le diera tiempo a abrirla, él la tomó entre sus brazos y le dio un beso largo y apasionado, como si quisiera recordarle lo que había pasado unas horas antes.

Pero Meggie no necesitaba recordatorios.

Mientras iban hacia el coche, recordó la manera en que él había respondido a sus caricias, la sensación de su cuerpo bajo el de ella… y sobre todo, el momento en que él la había penetrado, convirtiéndose ambos en una sola persona. Pasara lo que pasara entre ellos, ella siempre lo recordaría.

Dylan la llevó a la cafetería en silencio. Parecía satisfecho y no dejaba de sonreír. Meggie trató de concentrarse en el día que tenía por delante, pero una y otra vez acudían a su mente imágenes de lo sucedido con Dylan y de su cuerpo desnudo, del placer sentido…

Al llegar, se dio cuenta que en realidad le hubiera gustado haberse quedado un poco más en el pub.

– ¿Nos vemos esta noche? -le preguntó Dylan, pasándole el brazo por detrás.

– Tengo una fiesta. Mi abuela cumple ochenta y ocho años.

– Puedo llevarte -replicó Dylan, jugando con su pelo.

– ¿Quieres verme a mí o a mi familia? – le preguntó Meggie sorprendida.

– Las dos cosas. Hace un montón que no veo a tus padres y también me gustaría ver a Tommy. Pero, sobre todo, no estoy seguro de si puedo pasarme veinticuatro horas sin verte.

– De acuerdo.

Dylan la besó entonces. Fue un beso increíblemente dulce y Meggie habría podido pasarse todo el día en el coche, besándose con Dylan. Pero Lana la estaba esperando, así que se despidió de Dylan y quedaron en verse por la noche.

Salió del coche y echó a correr hacia la cafetería. Se sentía casi mareada de felicidad. Acababa de pasar la noche más maravillosa de su vida. Pero antes de entrar, al ver por la ventana a Lana, decidió bajar de nuevo a la realidad. La felicidad nunca era eterna. Antes o después, Dylan se enamoraría de otra y ella se quedaría a solas con sus recuerdos. De pronto, recordó que Olivia le había dicho que a veces había que arriesgarse. Abrió la puerta. «Sabía el riesgo que corría», murmuro para sí. «Y he disfrutado del premio. No tengo derecho a quejarme por las consecuencias».

Lana estaba ojeando el periódico, sentada en la barra, cuando Meggie entró.

– Llegas tarde.

– Me he quedado dormida. Cuando abramos, vamos a tener que levantarnos muy temprano y acostarnos tarde, así que pensé que iba a aprovecharme ahora que puedo.

– ¿Qué tal con Dylan?

– Bien -contestó, encogiéndose de hombros-. Acompañamos a su hermano Brendan a llevar su barco a Gloucester. Vinieron también su hermano mayor, Conor, y su novia, Olivia. Fue un día estupendo.

– ¿Pasaste el día con sus hermanos? Meggie asintió.

– Ya está -dijo Lana entusiasmada-. Está funcionando. Y mucho más rápidamente de lo que creía.

– ¿De qué hablas?

– Un hombre como Dylan Quinn no presenta a su novia a sus hermanos así como así. Este es un gran momento y ni siquiera te has dado cuenta.

Aunque Meggie quería creer sus palabras, había aprendido a ser cautelosa con lo que Lana decía.

– Olivia dijo que yo era la primera chica a la que había llevado al barco familiar.

– Eso está muy bien. ¿Y qué hay de la tercera cita? ¿Habéis hecho algún plan?

Meggie sabía que Lana iba a regañarla por romper las reglas, pero después de lo que había sucedido la noche anterior, le daba todo igual.

– Vamos a salir esta noche. Lo sé, he roto la regla de esperar cuatro días, pero tengo que ir a la fiesta de cumpleaños de mi abuela y pensé que sería una buena idea dejarle que me acompañe. Mi madre siempre me dice que por qué no salgo con chicos. A lo mejor esto la deja tranquila para unos cuantos años.