– Así no es -gritó Conor desde la cocina.
– Sí que se enamoró de la princesa Nevé. Ella era muy guapa y tenía una dote de oro y plata -añadió Brendan.
– Bueno, quizá le gustara un poco, pero no se enamoró de ella -replicó Dylan.
– Le dijo a su padre que era la mujer más guapa que había visto en su vida -añadió Brendan.
– ¿Quién está contando la historia, tú o yo?
– Tú -contestó Liam.
– Así que Odran dejó con mucho dolor a su padre y se fue con la princesa Nevé. Atravesaron muchos países y, cuando llegaron al mar, sus caballos cabalgaron por encima de las olas. Luego el mar se separó en dos y Odran Quinn se encontró en un maravilloso reino, lleno de sol, flores y castillos.
– ¿Cuándo viene la parte del gigante? – quiso saber Liam.
Dylan le dio un beso.
– Muy pronto. Cuando iban hacia el castillo del padre de Nevé, se encontraron con una fortaleza. Odran le preguntó a Nevé quién vivía en ella y Nevé le contestó: aquí vive una doncella. Fue capturada por un gigante, que la tiene prisionera, porque no quiere casarse con él. Dylan se detuvo y miró hacia la fortaleza. Entonces vio a la doncella en la ventana de la torre más alta. Le brillaba una lágrima en la mejilla y Odran decidió que debía salvarla.
Esa era la parte que más le gustaba a Dylan, porque cuando la contaba, se imaginaba a su madre sentada en la ventana. La veía con un precioso vestido, nuevo y limpio, y llevaba recogido su pelo oscuro en una trenza. De su cuello, colgaba un collar de esmeraldas, rubíes y zafiros. En realidad, su madre había tenido un colgante así y él recordaba que siempre lo tocaba cuando estaba preocupada.
– El nombre del gigante era Fomor -lo interrumpió Sean-. Te has olvidado.
La imagen de la madre desapareció y Dylan miró de nuevo a sus hermanos.
– El gigante era tan alto como dos casas y sus piernas parecían dos robles -continuó-. Tenía una espada tan afilada como una hoja de afeitar.
– ¡Háblanos de su pelo! -le suplicó Brian.
Dylan bajó la voz y se acercó a él.
– Era largo y negro, y estaba lleno de arañas y monstruos. La barba era muy rizada y le llegaba al suelo -los ojos de sus hermanos se abrieron horrorizados-. Y tenía la tripa enorme, porque cada día se comía tres niños o más. Con huesos y todo -cuando los hermanos estuvieron suficientemente asustados, Dylan se incorporó de nuevo-. Lucharon durante muchos días. El gigante utilizaba su fuerza y Odran, su inteligencia. Al décimo día, Odran le dio un golpe mortal con su espada y el gigante cayó al suelo. La tierra tembló a muchos kilómetros y el gigante se quedó duro y frío como una piedra.
Sean aplaudió.
– ¡Y luego le cortó la cabeza!
– Entonces, escaló la fortaleza y rescató a la prisionera -añadió Brian.
– Eso mismo -continuó Dylan. Y luego…
La puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron. Era Seamus Quinn.
– ¿Dónde están mis niños?
Entre gritos de júbilo, Brian, Liam y Sean se levantaron y corrieron hacia él, olvidándose del cuento de Odran y Fomor. Brendan y Dylan se miraron y dieron un suspiro de alivio y resignación. Aunque se alegraban de verlo, era evidente que Seamus se había parado a tomar una pinta de cerveza antes de llegar a casa. Aunque, por lo menos, había llegado.
– En todos tus cuentos, hay siempre un rescate -comentó Brendan.
– No es verdad -replicó Dylan, encogiéndose de hombros.
Pero sabía que sí lo era.
Porque cada vez que contaba un cuento, él se imaginaba a sí mismo como el caballero que arriesgaba su vida para salvar a los demás y luego ser ensalzado como un héroe. La princesa a la que había que rescatar siempre se parecía a su madre. Dylan se puso en pie para dar un beso a su padre. Algún día, él sería un héroe. Algún día, cuando fuera mayor, viajaría para rescatar a los que tuvieran problemas.
Y quizá, a pesar de las advertencias de su padre, habría una maravillosa damisela que se lo agradecería, amándolo para siempre.
Capítulo 1
La alarma sonó justo a las tres y diecisiete minutos. Dylan dejó de dar brillo al camión y alzó la vista. La mayoría de los hombres de la Compañía Ladder 14 y de la Engine 22 estaban arriba, relajándose después de la comida. Pero algunos ya estaban empezando a bajar. Dylan dejó a un lado el paño del polvo y fue hacia el cuarto donde tenía las botas, la chaqueta y el casco.
Una voz les habló por los altavoces y repitió varias veces la dirección del incendio. En cuanto Dylan oyó la dirección, se quedó quieto. ¡Pero si era muy cerca de donde estaban! Dylan salió de la nave y miró hacia la calle Boyiston.
No se veía humo. Quizá el fuego no se hubiera descontrolado todavía. Lo que sería un alivio, ya que los edificios de las zonas antiguas de Boston estaban construidos muy cerca unos de otros y eso hacía difícil evitar que los incendios se extendieran.
La sirena comenzó a sonar y Dylan se volvió, haciéndole una seña a Ken Carmichael, el conductor del camión. Este salió de la nave y Dylan se subió en marcha a la parte delantera. Su corazón comenzó a latir a toda velocidad y sus sentidos se agudizaron, como siempre que salían a apagar un incendio.
Mientras se abrían paso entre el tráfico de la calle Boyiston, Dylan recordó el momento en que había decidido hacerse bombero. Cuando era pequeño, él quería ser de mayor un Caballero de la Mesa Redonda o un Robin Hood moderno. Cuando terminó la escuela, ninguno de esos puestos estaban disponibles, pero en cualquier caso tenía claro que no le interesaba seguir estudiando una carrera. Su hermano mayor, Conor, acababa de ingresar en la academia de policía, así que Dylan decidió entrar en la de bomberos. Y en cuanto ingresó en ella, se sintió como en casa.
No se lo tomó como la escuela, en donde no le importaba faltar un día o dos. En la academia, había trabajado mucho para convertirse en el mejor de su clase, el más rápido, el más fuerte, el más inteligente y el más valiente. La Brigada de Bomberos de Boston tenía fama de ser una de las mejores del país.
Tiempo después, Dylan Quinn se había convertido en parte de su historia. Como bombero, tenía fama de ser prudente y valiente al mismo tiempo. El tipo de hombre en quien sus compañeros podían confiar.
En la historia del departamento solo había habido dos hombres que se habían hecho tenientes antes que él. Y sería capitán en pocos años, en cuanto se sacara el título en la escuela nocturna. Pero no era la gloria, ni la excitación, ni siquiera las mujeres bellas que se acercaban a los bomberos, lo que atraía a Dylan. Era más bien la idea de salvar la vida de alguien, de arrancar a un completo desconocido de las garras de la muerte y darle otra oportunidad.
Cuando el camión se detuvo en medio del tráfico, Dylan agarró el hacha y dio un salto. Comprobó la dirección y entonces vio un hilo de humo gris que salía de la puerta de una tienda. Un momento después, una mujer delgada con la cara sucia salió de ella.
– Gracias a Dios que han llegado. Dense prisa.
La mujer corrió al interior y Dylan me tras ella.
– ¡No entre!
Lo último que quería era que una ciudadana se pusiera deliberadamente en peligro. Aunque a primera vista el incendio no parecía peligroso, Dylan sabía que no había que fiarse nunca del fuego. El interior de la tienda estaba lleno de humo. Este no era más denso que el que había en el pub de su padre cualquier sábado por la noche, pero sabía que podía haber en cualquier momento una explosión. De pronto, notó un olor a goma quemada y comenzaron a picarle los ojos.