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– Me sorprende que Dylan haya aceptado ir.

– Se ofreció él.

Lana se levantó del taburete y puso una expresión pensativa.

– Creo que vamos a tener que revisar el plan. Este chico está yendo muy deprisa. Debe de ser porque has estado esforzándote mucho -sonrió-. Un hombre como él solo va a acontecimientos familiares si se ha enamorado de ti.

A Meggie le dio un vuelco el corazón. ¿Enamorarse? ¿Dylan enamorado de ella?

– No puede ser. No puede haberse enamorado de mí. Es demasiado pronto.

Además, sabía que el sexo no era lo mismo que el amor, especialmente para un hombre como Dylan Quinn.

– ¿Por qué no? Has seguido el plan, ¿verdad?

– Sí -mintió Meggie.

En el plan de Lana no figuraba, ni por asomo, lo que había sucedido durante las veinticuatro horas pasadas. Ella solo había seguido sus instintos… sus hormonas… sus deseos.

– Creo que es hora de hacerle una prueba.

– No sé si me gusta cómo suena eso.

– Es sencillo. Vamos a introducir otro elemento en el plan. Lo llamaremos… David.

– No conozco a ningún David.

– Yo tampoco, pero Dylan no lo sabe. Meggie se sentó en un taburete, mirando fijamente a Lana, que empezó a tomar notas en una hoja. Meggie no podía pensar en el plan, porque no estaba funcionando. No estaba incluido en el plan que ella disfrutara con sus caricias ni anhelara sus besos. Tampoco estaba incluido que hiciera el amor con él la segunda vez que se vieran ni que mintiera por él a su mejor amiga.

Y, desde luego, no estaba incluido que se enamorara de él por segunda vez.

Capítulo 6

– Estaré lista enseguida -le aseguró Meggie, corriendo hacia su dormitorio.

Dylan entró y ella fue a cambiarse de ropa. De camino hacia su casa, Dylan se había preguntado cómo sería el encuentro entre ambos después de lo sucedido. Cuando Meggie le abrió la puerta, él la miró a los ojos para ver si había en ellos vergüenza o arrepentimiento, pero el saludo había sido tan breve, que no le había dado tiempo ni a besarla y mucho menos a averiguar su estado de ánimo. De lo que sí se dio cuenta era de que ella no tenía pensado quitarse la ropa y seducirlo a continuación.

– Ponte cómodo. Hay zumo en la nevera, o vino, si prefieres. Creo que lo que no hay es cerveza -se asomó a la puerta-. Siento haberme retrasado, pero he estado en la cafetería haciendo cosas y no me he dado cuenta de la hora que era. Si llego tarde a la fiesta, mi madre me matará.

Meggie cerró la puerta de un golpe y Dylan se quedó en medio del salón, con el ceño fruncido.

Así no era cómo él se había imaginado el encuentro. Se suponía que, por lo menos, habría algo, un gesto, una sonrisa, que recordara la noche anterior. O por lo menos, un beso prolongado. Dylan cruzó el salón y llamó a la puerta donde ella se había metido.

– ¿Qué pasa?

Dylan empujó la puerta y entró. Meggie solo llevaba los vaqueros y el sujetador. Sin darle tiempo a protestar, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí, besándola apasionadamente.

Después, acarició todo su cuerpo en silencio y posesivamente, para recordar el modo en que sus curvas se amoldaban a sus manos. Y de paso, haciéndole recordar a Meggie lo que esas manos podían provocar en ella. Cuando finalmente la soltó, lo hizo satisfecho y sabiendo que el deseo de ella por él no había desaparecido.

Dylan la miró a la cara. Meggie tenía los ojos cerrados y los labios húmedos y ligeramente hinchados. Sonreía y parecía esperar que él volviera a tomarla de nuevo, pero Dylan quería dejarla insatisfecha por el momento.

– Ya está, ahora puedes vestirte.

Meggie abrió los ojos y dio un gemido al ver que él salía y cerraba la puerta. Dylan sintió luego un escalofrío por toda la espalda. Creía que lo había experimentado ya todo a sus treinta y un años. Pero solo necesitaba estar unos segundos con Meggie para darse cuenta de que aún le faltaba mucho por vivir.

Hasta que no se había reencontrado con ella, no había tenido la convicción de que estaba contento con su vida. Tenía su trabajo, una casa agradable, unos hermanos que lo querían y solía salir con mujeres que no le causaban problemas. Llevaba una vida feliz y creía que no podía aspirar a nada que la mejorara. Pero al reencontrarse con Meggie, todo había cambiado. De repente, nada le parecía ya suficiente. Había algo que se le escapaba, algo que no sabía lo que era y que solo encontraba entre los brazos de Meggie.

Pero, a pesar de que habían pasado mucho tiempo juntos, tenía la sensación de que ella le ocultaba algo, de que no expresaba sus sentimientos. Ella no confiaba en él y no era capaz de evitarlo. Era como si ella, al igual que sus hermanos, esperara que él lo estropeara todo en cualquier momento. Parecía esperar que él volviera a comportarse como el Dylan Quinn de antaño. Quizá solo le hiciera falta un poco más de tiempo para demostrarle que aquello no iba a suceder.

Dylan anduvo curioseando por el salón, mirando las fotos y los adornos que había allí, como si aquello pudiera desvelarle nuevas facetas de la mujer con la que había pasado la noche anterior. La mujer que, en cuestión de un segundo, podía pasar de la frialdad a la pasión.

Sobre su escritorio, encontró una foto de Meggie con su familia. Era una foto antigua de cuando todavía llevaba gafas y un corrector dental.

Así era como él la recordaba. La miró atentamente y vio que, a pesar del corrector, de las gafas y del corte de pelo, era ya entonces muy guapa. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes? Meggie no había cambiado, simplemente había crecido. Su sensual boca, sus pómulos y sus grandes ojos resultaban extraños en una adolescente de su edad, pero eran perfectos para una mujer.

Dylan esbozó una sonrisa. Quizá fuera una suerte que hubiera tardado unos años en ser una verdadera belleza. Si alguien la hubiera notado en el instituto, en ese momento estaría felizmente casada, tendría tres hijos y una casa residencial en las afueras. Y cuando él la hubiera salvado del incendio de la cafetera, habría sido ya demasiado tarde.

Él nunca había creído en el karma ni en el destino, pero quizá había sido este el que había puesto una cafetera defectuosa en la cafetería. Pero en cualquier caso, él había reencontrado a Meggie en el momento adecuado y, por eso, solo por eso, se sentía un hombre afortunado.

Además, Meggie podría haber estado saliendo con alguien y entonces… Dylan se paró de repente al ver un ramo de flores en un jarrón de la cocina. Eran de una especie bastante exótica y costaban muy caras. Se acercó a ellas y tomó la tarjeta.

Su pequeño ramo de rosas no era suficientemente impresionante al lado de esas flores. Ese ramo medía casi un metro de alto.

Y quien se lo hubiera enviado lo había hecho con un claro propósito.

Hasta pronto:

David

Dylan frunció el ceño y dejó cuidadosamente la tarjeta entre las flores.

– ¿Quién demonios es David? -murmuró.

Y sobre todo, ¿por qué le mandaba flores a Meggie, a su Meggie? Dylan memorizó el nombre de la floristería, pensando en que Conor podría utilizar su influencia para averiguar algo… Entonces, dejó escapar un gemido y se apartó de la encimera. ¿Estaba volviéndose loco? ¿Cómo quería que Meggie confiara en él si él no confiaba en ella?

Lo que tenía que hacer, si Meggie tenía otro pretendiente, era demostrarle que él era el único hombre que le convenía.

– Bonitas flores -comentó en voz alta mientras volvía al salón.

Meggie se asomó desde el dormitorio con el pelo envuelto en una toalla.

– Sí, son bonitas.

Meggie cerró la puerta de nuevo.

– Sí, muy bonitas -murmuró Dylan.

Luego fue a sentarse al sofá sin dejar de darle vueltas a la cabeza. Era imposible que el tal David fuera una amenaza seria. Después de todo, Meggie había hecho el amor con él la noche anterior y no era el tipo de mujer que se tomara a la ligera algo así.