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– Lo sé. Conor me lo contó.

– ¿Qué? ¿Es que todo el pub está ya al tanto de ello?

– Puede ser. La verdad es que no hay mucho más de lo que hablar, exceptuando la boda de Conor. Y ya empiezo a estar un poco harto de ese tema. Nunca pensé que a nuestro pobre hermano le interesara tanto hablar de muebles y adornos para la casa.

– Yo le entiendo. Cuando un hombre ama a una mujer, se interesa por las cosas que le gustan a ella. Cuando Meggie empieza a hablar de su cafetería, podría estar escuchándola toda la noche. Se entusiasma tanto, que se le ilumina la cara y me parece entonces más guapa que nunca.

– Oh, Dios, estás enamorado de ella, ¿verdad? -le preguntó Brendan, mirándolo como si no pudiera creérselo.

– Pues sí, la verdad es que estoy enamorado. Y así se lo dije a ella, pero no me creyó. Al fin y al cabo, soy Dylan Quinn y es imposible que yo me enamore.

– O sea, que tú también has caído. Primero Conor y después tú. ¡Dios se apiade de vosotros!

– Bueno, quizá el siguiente seas tú -le advirtió Dylan-. Porque Conor nos ha enseñado algo a toda la familia. Ha demostrado que todas esas historias de los Quinn eran mentira. Así que seguro que tú también acabarás enamorándote.

– ¿Y tú? ¿Es que vas a rendirte tan fácilmente con Meggie?

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? -preguntó Dylan, bebiendo otro trago de Guinness.

– Vamos a ver -dijo Brendan-, tú le has confesado que la quieres, ¿no? Pero, según parece, el problema está en que Meggie no se lo cree. Pues entonces lo que tienes que hacer es convencerla de que no puedes vivir sin ella.

– No es tan fácil. No sé si ella me corresponde. Creo que sí, pero no puedo estar seguro debido a lo extraño que ha sido todo en nuestra relación. Me gustaría que pudiéramos volver a empezar. De ese modo, podría estar seguro de sus sentimientos hacia mí.

– Ya sé lo que puede ayudarte en estos momentos -dijo Brendan-. Una buena partida de dardos.

– No me apetece.

– Oh, vamos, anímate -dijo, inclinándose hacia él-. ¿Quieres que te dé un consejo?

– ¿No es eso lo que llevas haciendo desde hace diez minutos?

– No, hasta ahora solo hemos estado charlando. Así que, hermano, escucha el consejo que voy a darte.

Pero Dylan le hizo un gesto para que se detuviera.

– Para ser sincero, prefiero que me aconseje Olivia. Ella sí sabría lo que me conviene hacer, ya que conoce a las mujeres mejor que tú.

– Me estás insultando. Sé exactamente lo que te conviene hacer y voy a decírtelo.

– Está bien, dímelo.

– Si lo que quieres es volver a empezar con ella, hazlo. No hay nada que te lo impida.

– ¿Es que has inventado una máquina para viajar en el tiempo?

– Usa la imaginación -dijo Brendan, levantándose y dándole una palmada en la espalda-. Vamos, te dejaré ganar a los dardos. Seguro que eso hace que te sientas mejor.

– ¿Que me vas a dejar ganar? Hace cinco años que no me ganas a los dardos.

Dylan se puso en pie y siguió a su hermano. Quizá una partida de dardos sirviera para olvidarse de Meggie por un rato.

Luego, mientras desclavaba los dardos de la diana, recordó el consejo de Brendan y, de repente, se le ocurrió una idea. Quizá sí pudiera volver a empezar de nuevo con Meggie. Se colocó detrás de la línea y lanzó su primer dardo, clavándolo a pocas pulgadas del centro de la diana.

– Todo se ha terminado entre nosotros – dijo Meggie, mirando fijamente la taza de café que estaba tomándose, como si esta pudiera ofrecerle alguna solución.

Pero en realidad sabía que no había ninguna solución a sus problemas. No había nada que pudiera decir o hacer para arreglar las cosas.

– Nunca debería haber aceptado seguir aquel plan que diseñaste.

– Lo siento -se disculpó Lana-. Todo esto ha sido culpa mía. Quizá debería ir a ver a Dylan para explicárselo. Ya han pasado tres días desde que os visteis por última vez y a lo mejor ya no esté tan enfadado. No puede seguir haciéndote a ti responsable de algo que fue idea mía.

– Eso ya no importa -dijo Meggie-. Además, el plan funcionó. El problema es que luego se estropeó.

– No entiendo qué quieres decir.

– Me dijo que me amaba -recordó Meggie emocionada.

A pesar de que él se lo había dicho muy enfadado, ella había sentido una gran alegría al oír sus palabras. ¡Dylan Quinn se había enamorado de ella! Era un verdadero milagro.

– Siempre pensé que el día que un hombre me lo dijera, mi vida cambiaría para siempre -añadió-, pensé que me casaría con ese hombre. Pero mi vida no ha cambiado en absoluto. Estoy exactamente igual que antes de que Dylan me sacara de la tienda sobre su hombro.

– Si de verdad lo quieres, Meggie, y si el te quiere también a ti, no debería haber más problemas.

– Eso solo sirve para los cuentos de hadas. Además, creo que finalmente se dio cuenta de que yo no pensaba de verdad vengarme de él. Solo lo ha utilizado como excusa para no comprometerse conmigo. Así lo mejor será asumir cuanto antes que hemos terminado.

– No puedes rendirte tan fácilmente.

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Lana se quedó pensativa unos instantes hasta que, de pronto, una sonrisa iluminó su rostro.

– ¿Dónde está la hoja con el plan? Meggie se levantó del taburete en el que estaba sentada y fue detrás de la barra a recoger el papel arrugado que había dejado junto al cuaderno de notas que tenían allí.

– Ten, no quiero verlo más.

– Sí, creo que lo mejor será librarnos de él ahora mismo -dijo Lana.

– Buena idea -gritó Meggie. Lana agarró el papel y me hacia el despacho.

– Ven conmigo.

Meggie frunció el ceño y luego fue tras ella.

– ¿Dónde vas?

Cuando Meggie entró en el despacho, Lana estaba vaciando el contenido de la papelera de metal que tenían en un rincón. Luego, la colocó en el centro de la pequeña habitación.

– Ahora vamos a tirar este trozo de papel y a olvidarnos de él para siempre -dijo Lana, dándole la hoja con el plan-. Pero no basta con tirarlo -añadió, sacando un mechero del bolsillo-. Hay que quemarlo para que Dylan no pueda volver a encontrarlo.

Antes de que Meggie pudiera protestar, prendió una esquina del papel.

Meggie soltó un grito al ver la llama y tiró la hoja a la papelera.

– ¿Estás loca?

– Es una papelera de metal -aseguró Lana-. En pocos segundos, se habrá apagado el fuego.

Pero lo cierto es que las llamas duraron más tiempo del que pensaban y empezó a salir una buena cantidad de humo. Antes de que pudieran apagar el fuego, saltó el dispositivo de alarma de incendios.

Meggie soltó una maldición mientras contemplaba cómo el fuego se apagaba. Luego, se volvió hacia su socia y vio que estaba sonriendo astutamente.

– Lo has hecho a propósito -gritó Meggie-. Sabías que el humo haría saltar la alarma de incendio, que está conectada con el parque de bomberos.

Lana consultó su reloj.

– Dylan llegará en cualquier momento. Llamé para asegurarme que le tocaba ir a trabajar. Yo que tú me peinaría un poco y me pintaría los labios. No tienes muy buen aspecto.

Meggie soltó una maldición y se dirigió al espejo que había colgado en el despacho. Se pellizcó las mejillas y se arregló el pelo con la mano.

Entonces pensó que no estaba segura de querer ver a Dylan. La última vez que lo había visto, él se había marchado de la cafetería muy enfadado. Así que debería prepararse para lo peor. Podía entrar y ni siquiera saludarla.

Pocos minutos después, tres bomberos entraron en la cafetería. A Meggie le dio un vuelco el corazón cuando vio que Dylan era uno de ellos.

– El fuego ya está apagado -dijo Lana-. Solo fue un papel que prendió en el despacho. Se lo enseñaré -les dijo a los dos hombres que se habían adelantado. Dylan se había quedado en la entrada.