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– Hola -lo saludó Meggie una vez Lana y los dos bomberos hubieron entrado en el despacho.

Meggie se fijó en lo guapo que estaba con su traje de bombero y, cuando sus ojos se encontraron, sintió que se le aflojaban las rodillas.

Él le devolvió el saludo con un gesto.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada, fue un pequeño incendio que se apagó solo.

– ¿Cuál fue la causa? -preguntó él en un tono profesional.

– Lana tiró sin querer una cerilla en la papelera y un papel que había dentro prendió.

En ese momento, uno de los bomberos que habían entrado al despacho salió con la papelera. Se la enseñó a Dylan y este asintió.

– Dylan -dijo entonces Meggie-, me gustaría hablar contigo unos minutos.

– Muy bien, muchachos, esperadme fuera. Decidle a Carmichael que saldré dentro de un rato.

Una vez salieron los bomberos, Meggie se volvió hacia el despacho y vio que Lana seguía allí. Entonces respiró hondo y se giró de nuevo hacia Dylan.

– ¿De qué querías hablarme?

– No me metas prisa -protestó ella-. Tengo que decírtelo como es debido -añadió, mirándolo a los ojos-. Te amo, Dylan.

Meggie volvió a respirar hondo.

– Te… amo y quiero que lo sepas, aunque imagino que eso no va a cambiar nada.

Dylan se la quedó mirando fijamente con la boca ligeramente abierta.

– Ya sé que no me creerás, pero no me importa. Lo de hacer ese plan fue una estupidez y, aunque no haya modo de cambiar el pasado, quería que supieras la verdad.

Ella esperó a que él dijera algo, pero justo entonces sonó la campanilla de la puerta, devolviéndolos a la realidad. Meggie se giró y vio que se trataba de un bombero.

– Hay otra alarma. Ha habido un accidente de tráfico aquí al lado y se ha derramado bastante gasolina sobre el pavimento.

Dylan asintió y luego se volvió hacia Meggie con expresión pensativa, como si tratara de averiguar si le había dicho la verdad.

– Tengo que irme.

– Muy bien.

– No sé qué puedo decir.

– No tienes que decir nada. Lo entiendo perfectamente.

Dylan se dio la vuelta hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir y miró hacia atrás. Por un momento, ella pensó que iba a acercarse para abrazarla y besarla. Pero luego se giró hacia los compañeros que lo estaban esperando fuera.

– Hasta luego -se despidió.

– Hasta luego -contestó ella.

Meggie se quedó mirando la puerta fijamente mientras pensaba en que él había vuelto a romperle el corazón. Le había confesado que lo amaba y él como respuesta se había limitado a marcharse de allí, sin contestar nada.

Lana salió en ese momento del despacho y se acercó hasta donde estaba ella,

– ¿Qué, te ha ido bien? -preguntó, pasándole un brazo por los hombros.

– Le dije que lo amaba y él se ha ido sin más -contestó Meggie-. Mi única esperanza es que, en vez de adiós, me haya dicho hasta luego.

Meggie fue a sentarse en un taburete, frente a la barra. Amaba a Dylan Quinn y no del modo infantil en que lo había amado cuando estaban en el instituto, sino con un amor profundo. Así que se alegraba de habérselo dicho. De algún modo, había sido una especie de liberación.

– Has hecho bien en decírselo -le aseguró Lana-. En cuanto piense despacio en ello, volverá.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Ya sabes que conozco a los hombres. A Meggie le hubiera gustado creer que su amiga estaba en lo cierto. Y también le habría gustado que lo que Dylan le había dicho días atrás fuera cierto. Porque si él la amaba de veras, como ella lo amaba a él, entonces nada podría separarlos.

Capítulo 9

– Sonríe.

Lana abrazó por la cintura a Meggie y sonrió a la cámara. Meggie levantó una taza de café del Cuppa Joe's hacia Kristine mientras esta les hacía la foto.

– Solo una más -dijo Kristine-. Meggie, tienes que sonreír más. Es un día muy especial.

Era cierto. Lana y ella llevaban esperando ese día desde que habían terminado la carrera. Al fin iban a inaugurar su propio negocio. Pero Meggie sentía que le faltaba algo. Y ese algo seguro que era Dylan.

Era el día más importante de su carrera profesional y le hubiera gustado compartirlo con Dylan. Desde que acudió por lo del incendio de la papelera, no había vuelto a saber de él. Había llegado a pensar en telefonearle, pero luego había decidido que era a él a quien le correspondía hacer el siguiente movimiento.

Lana se había pasado los últimos día tratando de animarla. Le había llevado donuts para desayunar, la había invitado a una deliciosa hamburguesa para comer, la había llevado una noche a que le hicieran la manicura… Y ella, a cambio, le había prometido que el día de la inauguración sería el último que pensaría en Dylan Quinn. Tenía que dejar de acordarse de los momentos de pasión que había vivido con él.

– Aleja un poco más la taza -le pidió Kristine, tirándole otra foto.

Habían contratado a ocho empleados, entre ellos a Kristine y, como era la que tenía más experiencia, iba a ser la encargada. Su novio era músico y había prometido que las ayudaría a conseguir cantantes cuando el negocio estuviera en marcha.

– Y ahora, creo que estaría bien una foto de las dos con el cartel.

Meggie y Lana entraron en la cafetería y salieron al rato con el cartel que pondrían en la acera para atraer clientes.

Después de que Kristine les hiciera otra foto, Lana consultó su reloj.

– Creo que ya es la hora.

– Bueno -dijo Meggie, contagiada por la alegría de su socia-, pues aquí está. Para esto hemos estado ahorrando tanto tiempo -un pequeño escalofrío le recorrió la espalda-. La verdad es que estoy un poco asustada.

Entraron en la tienda una del brazo de la otra y encendieron las luces de neón en forma de taza que adornaban la cristalera principal. Después, se metieron tras la barra y esperaron a que entrara el primer cliente.

Pasó una hora antes de que entrara un hombre, que llevaba un enorme paquete. Meggie se acercó a él sonriendo mientras Kristine se disponía a hacerle la foto como primer cliente.

– Bienvenido al Cuppa Joe's -dijo Meggie-. ¿En qué puedo atenderle?

– Solo firme aquí -dijo el hombre, acercándole una hoja-. Traigo un paquete para Meggie Flanagan. ¿Es usted?

Habían estado llegando regalos durante toda la semana. Les habían mandado plantas de adorno y varias placas de felicitación de diferentes asociaciones. Meggie agarró la caja y la puso encima de la barra. No llevaba remite y estaba envuelta con un papel marrón sencillo, y atada con una cuerda. Rasgó el envoltorio, abrió la tapa y quitó el papel de seda que cubría el regalo.

Dentro había un sobre y un vestido de color rosa satinado. Lo sacó de la caja y vio que era un vestido de fiesta.

– ¿Qué demonios es esto? -le preguntó Lana.

– No estoy segura -contestó Meggie-, pero parece… -se detuvo-. ¡Oh, Dios, no puede ser!

– ¿Qué pasa?

– Este vestido es el que llevé a la fiesta del instituto, cuando pensé que Dylan iba a acompañarme -le dio la vuelta y comprobó que el lazo de la espalda seguía donde había estado años atrás-. Es exactamente el mismo vestido. ¿De dónde habrá salido? Recuerdo que lo tenía guardado en un armario en casa de mis padres.

Meggie vio que en la caja había también un par de zapatos horribles, también de color rosa.

– No puedo creer que me pusiera esto.

– ¿Y para qué te habrá enviado tu madre todo esto?

– No sé.

Meggie abrió el sobre y vio que se trataba de una invitación escrita a mano.

– «El instituto de South Boston organiza esta noche una fiesta en el gimnasio. Queda usted formalmente invitada. Una limusina pasará a recogerla a las ocho de la tarde» -leyó en voz alta.

Lana le quitó la invitación y volvió a leerla.

– Es él -dijo, sonriendo.