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Dylan, por otro lado, había sido uno de los chicos más famosos de la escuela. Con su pelo negro, su aspecto agresivo y su poderoso encanto, había sido el sueño de todas las chicas. Al ver sus ojos el día del incendio, recordó inmediatamente la imagen del chico alto, delgado y con aquella sonrisa irresistible.

Todos los hermanos tenían aquellos ojos entre dorados y verdes. Un color único y extraño que no podía ser definido como marrón. Aquellos ojos tenían el poder de hacer temblar a las chicas a las que miraban. Meggie había recordado inmediatamente la vergüenza y humillación que aquel hombre la había hecho pasar al no llevarla al baile del instituto muchos años atrás.

– El incendio no ha sido tan grave -dijo Lana-. Además, gracias a él, has vuelto a ver a Dylan Quinn.

– Sí, justo lo que necesitaba.

Eran amigas desde la época de la universidad, así que había pocas cosas sobre Meggie que Lana no supiera. Pero la imagen de Dylan Quinn que tenía, por las cosas que le había contado su amiga, no era demasiado buena… ni demasiado verdadera. Si le preguntaran a Lana cómo era, habría contestado que Dylan era una mezcla de Hannibal Lecter y Bigfoot.

En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y Meggie salió de la barra, confiando en que fuera el repartidor con la cafetera nueva. Pero no era Eddie, el repartidor de siempre, quien había llamado a la puerta, sino un hombre alto, guapo y… Meggie tragó saliva. ¡Era Dylan Quinn!

Meggie soltó un gemido, se metió de nuevo tras la barra y se agachó. Luego, tiró de la pernera del pantalón de Lana.

– ¿Quién es? -preguntó Lana, sacudiendo la pierna para que Meggie la soltara.

– Dylan Quinn. Dile que se vaya. Que no está abierto. Dile que hay otra cafetería en Newbury, muy cerca.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Lana, mirando hacia la entrada-. ¿Ese es Dylan Quinn? Pero si no parece…

– ¡Deshazte de él ahora mismo! -le ordenó Meggie, dándole una patada a Lana. Esta dijo algo entre dientes y salió de la barra.

– Hola, apuesto a que ha venido a tomar una taza de café. Pues como ya ve, todavía no hemos abierto. La inauguración será dentro de tres semanas.

– Pues la verdad es que no he venido a tomar café.

El sonido de su voz, profunda y grave, pareció meterse en la sangre de Meggie, que seguía agachada detrás de la barra. Se preguntaba cómo se sentiría después de oír aquella voz durante una o dos horas. ¿Sería tan peligrosa, que no podría luego acostumbrarse a dejar de oírla?

– Pero estoy segura de que podré arreglarlo. Somos uno de los pocos sitios donde se hace Blue Mountain jamaicano. ¿Quiere una taza? Es un manjar de dioses. Yo diría que la bebida apropiada para usted.

Meggie gimió y agarró la pierna de Lana.

– No le sirvas un jamaicano -susurró-. Es lo más caro que tenemos. ¡Deshazte de él!

– Usted es Dylan Quinn, ¿verdad? -preguntó Lana, sacando una bolsa de plástico del frigorífico.

– ¿La conozco? -preguntó Dylan. Por el tono de su voz, Meggie imaginó que Dylan estaba utilizando todo su poderoso encanto y Lana respondía a él como un gatito delante de un plato de nata. Seguro que Dylan había sonreído de aquel modo irresistible. Lana se echaría el pelo hacia atrás y reiría con su risa profunda y gutural. Y antes de que Meggie pudiera hacer algo, se irían rápidamente a la farmacia de enfrente para comprar una caja de preservativos.

– No, pero estoy segura de que podemos solucionar ese pequeño problema. Me llamo Lana Richards y soy la socia de Meggie. Meggie me contó que ayer le había salvado la vida. Le estamos muy agradecidos. Mucho. Espero que podamos… devolverle el favor de alguna manera.

Meggie soltó una maldición. Lana estaba haciendo aquello a propósito. Quería provocarla y ponerla celosa para que se levantara. Así que, finalmente y de mala gana, se levantó y se apartó el cabello de los ojos. Dylan, que estaba apoyado en la barra, retrocedió asombrado.

– ¡Meggie!

– Lo siento -dijo con una sonrisa forzada-. Es que estaba… tenía que hacer… tenía la cabeza dentro de la nevera y no te he oído entrar -se aclaró la garganta-. Me temo que no hemos abierto todavía -explicó, limpiándose las manos en los pantalones.

– El pobre habrá estado apagando fuegos todo el día. Creo que lo menos que podemos hacer es ofrecerle algo.

Meggie se cruzó de brazos y miró a Dylan con cautela. Este se había quitado su uniforme de trabajo y llevaba unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta de cuero. Pero estaba tan guapo como siempre. Su cabello, espeso y negro, todavía estaba húmedo en la nuca y Meggie no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo haría que había salido de la ducha… desnudo y mojado.

La muchacha tragó saliva y agarró un trapo con el que comenzó a limpiar la barra de cobre.

Lana pasó detrás de ella y le dio un pellizco en el brazo. Meggie la insultó en voz baja y se frotó el brazo. Luego, se volvió y miró a Lana.

– Sé amable con él -le aconsejó la amiga-. Voy a hacer cosas en el despacho.

– No tengo por qué ser amable. Odio a este hombre.

– Entonces ve tú al despacho a hacer el papeleo y yo me quedaré aquí con él. Es guapísimo. Y ya sabes lo que se dice de los bomberos.

– ¿El qué?

Lana se acercó y le habló al oído.

– Que no es el tamaño de la manguera, sino donde apuntan, lo que cuenta.

Meggie soltó una carcajada y dio un empujón cariñoso a Lana. Cuando finalmente se quedó a solas con Dylan, lo miró de reojo mientras preparaba un vaso de papel para echarle el café. Así podría llevárselo fuera.

Dylan la observó mientras preparaba el café. Sonreía relajadamente, como si estuviera seguro del poder que tenía sobre ella.

Meggie pensó que él era todavía más guapo de lo que recordaba. Todas sus amigas del instituto se habían enamorado de algún chico, pero ella se había enamorado del mejor: de Dylan Quinn. Aunque él era dos años mayor que ella, había fantaseado a menudo con la idea de que la atracción era mutua. Después de todo, cada vez que la veía, le sonreía e incluso alguna vez la había llamado por su nombre.

Un día, su hermano Tommy, le dijo que a Dylan le gustaría llevarla al baile del fin de curso. Era la primera gran fiesta desde que había empezado la escuela y ella había dado por sentado que iba a quedarse en casa, como las otras tímidas de la clase. Pero entonces Dylan, el chico más guapo del instituto, le había pedido que lo acompañara.

Ella no pudo guardar el secreto y se lo contó a todas sus amigas. Así que no tardó en correr la noticia y todo el instituto se enteró de que Meggie Flanagan tenía una cita con Dylan Quinn. Meggie se había comprado un vestido nuevo y unos zapatos a juego. Guando Dylan llegó aquella tarde, estaba tan nerviosa, que había estado a punto de echarse a llorar.

Dylan fue a recogerla en vaqueros y acompañado por Brian, su hermano pequeño, que iba con un esmoquin y tenía una sonrisa bobalicona en los labios.

Al principio, ella no lo había entendido, pero luego todo quedó claro. Ella tenía que ir con Brian, en vez de con Dylan. Aunque Brian era un Quinn, todavía no había alcanzado su máximo atractivo. Era un poco más bajo que ella y su idea de mostrarse encantador era mirarla con ojos soñadores mientras se tocaba la pajarita. Meggie habría preferido ir con su primo o incluso con su hermano Tommy.

– Me imagino que has venido a disculparte -dijo ella de espaldas a él.

– Pues no, he venido por la chaqueta, ¿recuerdas?

– Ah, sí.

Claro, no había ido a verla a ella. Simplemente había ido a recoger su chaqueta. Meggie se dio la vuelta despacio y fue hacia el fondo de la barra.

– Voy por ella, está en el despacho.

– No hay prisa, puedes dármela luego. Antes de nada, quiero invitarte a cenar.

El corazón de Meggie se detuvo al mismo tiempo que sus pies y, por un momento, hasta dejó de respirar. ¿Le había oído bien? ¿O estaría imaginándose cosas que no eran verdad, como ya le ocurrió en el pasado?