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– ¿Qué?

– Que quiero invitarte a cenar. Tienes aspecto de necesitar un descanso y sería una buena oportunidad para recordar los viejos tiempos.

Meggie tragó saliva, pensando que aquello no podía ser cierto.

– Pues… no, yo… no puedo -murmuró, pasando un paño sobre la barra como si estuviera muy ocupada-. Esta noche no.

– ¿Y mañana? Yo salgo a las ocho. Podemos tomar algo y luego ir al cine.

– No. Tengo muchas cosas que hacer – aseguró ella.

Meggie tomó el vaso de papel y lo llenó de café. Pero echó más de la cuenta y se quemó la mano. Entonces dio un grito y se le cayó el vaso. En un momento, Dylan estaba a su lado. La agarró de la mano y la llevó hasta la pequeña pila que había debajo de la barra.

– ¿Tienes hielo?

Meggie señaló la máquina de hacer hielo que estaba a unos metros. Dylan tomó un puñado, lo envolvió en un trapo y se acercó de nuevo.

– ¿Te duele?

– Sí.

Dylan le metió la mano debajo del grifo y luego la puso sobre su pecho. Finalmente, le puso un trozo de hielo encima.

– Eso me alivia.

Dylan sonrió.

– Debes tener más cuidado -le aconsejó él, observando su rostro lentamente.

Se detuvo en sus labios y ella contuvo el aliento. Por un momento, pensó que, si cerraba los ojos, él la besaría.

Pero, de pronto, él le quitó el hielo.

– Veamos aquí -al decirlo, le giró la mano y miró la muñeca-. Esto está rojo, pero no se ha hinchado. Creo que se te pasará enseguida.

Se llevó la mano a los labios y le dio un beso.

Asombrada, Meggie retiró la mano como si hubiera vuelto a quemarse. Dylan la estaba provocando, se estaba aprovechando de que se ponía nerviosa cuando él estaba cerca.

– Por favor, no hagas eso -murmuró-. Iré por la chaqueta y luego te marcharás. Dylan se la quedó mirando un rato.

– Ya vendré otro día por ella. Así volveré a verte, Meggie Flanagan.

Dicho lo cual, salió por la puerta. A Meggie le entraron ganas de salir corriendo tras él y decirle que no volviera a ir por su bar. Pero, en lugar de ello, se quedó admirando sus anchos hombros y sus estrechas caderas.

– Soy una cobarde -murmuró. Habría deseado aceptar su invitación a cenar. Habría querido que el beso de la muñeca hubiera subido por el brazo hasta su boca. Ya no era la adolescente tonta y torpe de antes. Era una mujer de casi treinta años a la que los hombres consideraban guapa. Era inteligente y culta y sabía que, con el hombre adecuado, podía llegar a ser una brillante conversadora.

Pero la idea de intimar con Dylan Quinn la asustaba. Ella no era el tipo de mujer que pudiera manejar a un hombre como él. Así que lo mejor sería permanecer alejada de él.

Capítulo 2

Dylan aparcó al lado del pub Quinn's, pero no se decidió a salir. No sabía si quería ir al pub, a pesar de que el sábado por la noche solía tocar un grupo de música irlandés y había sandwiches típicos de maíz y carne. También solía haber mujeres guapas dispuestas a ser seducidas por uno de los hermanos Quinn.

Él no podía quejarse. Desde niño, había usado su encanto y su físico para hacerse un lugar en el mundo. Con los profesores, con sus amigos y con el sexo opuesto. Todos querían a Dylan Quinn. Aunque nadie conocía al verdadero Dylan, al niño cuya vida familiar había sido un caos. Nadie sabría nunca el miedo que habían ocultado entonces sus sonrisas y comentarios inteligentes.

Pero ya no tenía miedo, aunque eso sí, todavía seguía utilizando su encanto con cada mujer con la que se cruzaba. Sin embargo, desde que Conor se había enamorado, se había dado cuenta de que él quería algo más que una sucesión de mujeres bellas. Quería algo verdadero y sincero. ¿Por qué no podía encontrar una mujer a la que amar? ¿Y por qué una mujer no podía quererle lo suficiente como para corresponder a su amor?

– Debería ir a un psiquiatra. Apagó el motor y salió del coche. Un hombre más débil habría pedido enseguida una cita, pero él era un Quinn. Si tenía un problema, no hablaba de ello, lo arreglaba. Y en ese momento, lo que tenía que hacer era arreglar esa extraña atracción que sentía por Meggie Flanagan. Así tendría todas las respuestas que necesitaba.

Dylan miró a ambos lados antes de cruzar la calle. Después del primer encuentro, no había pensado en ningún momento en quedar con ella. Aparte de que a ella no parecía caerle muy bien, estaba el hecho de que seguía siendo la hermana pequeña de su amigo. Pero después del segundo encuentro, todas sus reservas habían quedado a un lado. En el momento en que la agarró de la mano, algo en su interior cambió. Y por mucho que lo intentase, no podía dejar de pensar en que era una mujer guapa y atractiva… y que no quería nada con él.

Quizá estuviera empezando una nueva fase en su vida. Probablemente, se había cansado de las mujeres que se sentían atraídas por él y, para evitar el aburrimiento, había empezado a sentirse fascinado por las mujeres que lo rechazaban.

– No necesitas un psiquiatra, amigo, lo que necesitas son unas cuantas pintas de Guinness. Eso sí que te va a poner en forma.

Entró en el pub e inmediatamente se olvidó de sus problemas con las mujeres. Lo primero que hizo fue echar un vistazo, dispuesto a encontrar una chica guapa que le hiciera olvidarse de Meggie Flanagan. Luego se dirigió hacia un taburete vacío que había al lado de una morena que estaba tomando una cerveza.

Desde allí, les hizo una seña a Sean y a Brian, que estaban detrás de la barra. Seamus estaba jugando a los dardos y Brendan estaba cerca de él, hablando con uno de los amigos de su padre. Un poco más allá, estaba Liam con su actual novia. Para completar la familia, Conor estaba con Olivia, sentados al final de la barra, con las cabezas muy juntas.

Dylan miró a su padre una vez más y recordó los cuentos que les contaba acerca de los peligros del amor. Se preguntó si él sería así para complacer a su padre, quien nunca había aprobado nada de lo que él había hecho.

Él no había sido como Conor, que había mantenido unida a la familia. Ni como Brendan, al que le encantaba el barco de su padre. Tampoco era como Brian, Sean o Liam, que adoraban al padre sin cuestionar sus defectos. Él había sido Dylan, el hombre que seducía a cualquier mujer y luego se marchaba sin mirar atrás.

Pero dentro vivía una persona que rara vez se mostraba a los demás. Dylan, el rebelde, el niño que nunca había tenido un verdadero papel en la familia. El niño que culpaba a su padre por el hambre que habían pasado. Cuando su madre había estado en casa, él se había sentido seguro, pero cuando ella se fue, se llevó con ella su corazón.

– ¿Qué pasa, hermano? -le dijo a Sean-. ¿Por qué no invitas a una pinta a esta chica tan guapa?

La mujer se dio la vuelta como si le hubiera sorprendido que él se hubiera dado cuenta de que estaba allí. Al verla, le pareció que la conocía. Trató de situarla, de recordar el nombre, pero finalmente decidió que debía haberse equivocado y que no la conocía. Si fuera así, la recordaría, ya que era guapa y muy joven. Su rostro solo podía definirse como… inocente. Sus ojos eran además de un color bastante inusual. Estaba seguro de que recordaría aquellos ojos.

– ¿Qué estás bebiendo?

– Tengo que irme, pero gracias de todos modos -ella agarró su bolso y su chaqueta y salió por la puerta sin hacer ruido.

Dylan se volvió hacia Sean.

– Ya van dos en un mismo día. Está empezando a gustarme que me rechacen las mujeres.

– No te preocupes. He estado intentando hablar con ella un buen rato, pero ha sido imposible. Solo quería estar aquí, tomándose una cerveza sola. Al principio, me resultó familiar, pero creo que no la conozco.

– ¿A ti también te ha pasado? Yo también pensé que la conocía.

Dylan se encogió de hombros y dio un sorbo a su cerveza.

– Si voy a pasarme toda la noche llorando sobre mi cerveza, será mejor que lo haga acompañado.

Entonces se fue hacia donde estaba Olivia y se sentó a su lado.

– Hola, Dylan -la mujer le sonrió cariñosamente y le dio un beso-. ¿Qué tal te va?

En unas pocas semanas, Olivia se había convertido en un miembro más de la familia. A Dylan le gustaba hablar con ella.

– Parece que has tenido un mal día. ¿Quieres hablar de ello?

– ¿Un mal día? No, lo normal. Rescaté a varios cachorros de los árboles, apagué algunos pequeños fuegos, salvé a unas cuantas personas… lo de siempre.

– ¿Ah, sí? ¿Y a quién has salvado últimamente? -Brendan se sentó en un taburete que había al lado de Dylan y sonrió a Olivia.

– A Mary Margaret Flanagan.

Al decir su nombre, se le aparecieron un torrente de imágenes. Su cara, cubierta de hollín, y la huella de sus lágrimas. La belleza natural y fresca que había descubierto en ella una hora antes. ¿Cómo podía olvidarse de ella? Meggie tenía algo que le resultaba fascinante. Quizá fuera el contraste entre la niña que había sido y la mujer que había llegado a ser.

Conor frunció el ceño.

– ¿Mary Margaret qué?

– ¿Meggie Flanagan? -dijo Sean, soltando una carcajada-. La Meggie Flanagan de las gafas de cristales gruesos y la boca llena de metal -el chico miró hacia el final de la barra, donde estaba Brian-. Oye, Brian, ¿a qué no adivinas a quién ha salvado Dylan?

– Bueno, en realidad no la salvé -aclaró Dylan-. Fue un fuego pequeño. Ha abierto una cafetería en la calle Boyiston, cerca del parque de bomberos. Parece un sitio agradable. Bueno, pues ayer por la tarde la cafetera se incendió. Meggie no quería salir y tuve que sacarla yo.

– ¿La sacaste de la cafetería? -preguntó Conor.

– Sí, como a un saco de patatas.

– ¡Oh! -exclamó Olivia-. Así se empieza.

– ¿Qué?

– Así nos conocimos Olivia y yo -dijo Conor-. Me la eché al hombro y la metí en un lugar seguro. Ella me dio una patada en la espinilla y me llamó «hombre de Neanderthal». Después, hubo un verdadero flechazo -se encogió de hombros.

– Yo no voy a enamorarme de Meggie Flanagan -protestó Dylan-. La saqué porque era mi trabajo. No tenía otra elección. Además, ella me odia. Fue bastante hostil conmigo. Incluso me insultó.

– ¿Sí? ¡Pero si apenas la conoces! -comentó Brendan.

– Pero ella sí conoce a Dylan -dijo Brian-. O por lo menos, conoce su fama. Tú hiciste mella en las chicas del instituto. Además, ¿no era ella una de las que se morían de amor por ti?

¿Por qué era eso lo que se recordaba siempre de él? Nadie mencionaba nunca que había sido un gran atleta, ni que era un amigo fiel o un chico simpático. Siempre se le relacionaba con las mujeres.

– Ella era la hermana pequeña de mi mejor amigo. Incluso cuidaba de ella. ¿No os acordáis que conseguí que Sean la acompañara a la fiesta de fin de curso?

Brian hizo un gesto negativo.

– No, fui yo. Fue mi primera cita con una chica y probablemente la experiencia más traumática con el sexo opuesto.

– Oh, cuéntame -lo animó Olivia, apoyando los codos sobre la barra.

– Era un poco más bajo que Meggie y aquel día tenía un grano en la nariz del tamaño del Everest. Estaba tan nervioso, que me tropezaba todo el rato. Después de aquello, estuve sin salir con ninguna otra chica durante dos años.

– ¿Crees que todavía está enfadada por aquel grano? -le preguntó Dylan-. ¿O hiciste alguna tontería? No intentarías hacer… -Dylan miró a Olivia y sonrió-… algo con ella, ¿verdad?

– No la toqué -aseguró Brian.

– ¿Por qué no le preguntas simplemente por qué te odia? -sugirió Olivia.

Todos los hermanos se miraron y sacudieron las cabezas.

– La familia Quinn nunca entra en discusiones de ese tipo -explicó Brendan-. ¿No has leído el manual? -se volvió hacia Conor-. Tienes que dárselo.

– Bueno, eso ya no importa -dijo Dylan-. No pienso volver a verla.

Pero incluso al decirlo Dylan sabía que estaba mintiendo. Tenía que verla otra vez, tenía que descubrir de dónde provenía aquella extraña e innegable atracción que sentía por ella.

– Está bien -dijo Olivia, apretándole el brazo-. Pero seguro que tiene una buena razón. Después de todo, ¿cómo puede haber una mujer que se resista al encanto de un miembro de la familia Quinn?