– ¿A ti también te ha pasado? Yo también pensé que la conocía.
Dylan se encogió de hombros y dio un sorbo a su cerveza.
– Si voy a pasarme toda la noche llorando sobre mi cerveza, será mejor que lo haga acompañado.
Entonces se fue hacia donde estaba Olivia y se sentó a su lado.
– Hola, Dylan -la mujer le sonrió cariñosamente y le dio un beso-. ¿Qué tal te va?
En unas pocas semanas, Olivia se había convertido en un miembro más de la familia. A Dylan le gustaba hablar con ella.
– Parece que has tenido un mal día. ¿Quieres hablar de ello?
– ¿Un mal día? No, lo normal. Rescaté a varios cachorros de los árboles, apagué algunos pequeños fuegos, salvé a unas cuantas personas… lo de siempre.
– ¿Ah, sí? ¿Y a quién has salvado últimamente? -Brendan se sentó en un taburete que había al lado de Dylan y sonrió a Olivia.
– A Mary Margaret Flanagan.
Al decir su nombre, se le aparecieron un torrente de imágenes. Su cara, cubierta de hollín, y la huella de sus lágrimas. La belleza natural y fresca que había descubierto en ella una hora antes. ¿Cómo podía olvidarse de ella? Meggie tenía algo que le resultaba fascinante. Quizá fuera el contraste entre la niña que había sido y la mujer que había llegado a ser.
Conor frunció el ceño.
– ¿Mary Margaret qué?
– ¿Meggie Flanagan? -dijo Sean, soltando una carcajada-. La Meggie Flanagan de las gafas de cristales gruesos y la boca llena de metal -el chico miró hacia el final de la barra, donde estaba Brian-. Oye, Brian, ¿a qué no adivinas a quién ha salvado Dylan?
– Bueno, en realidad no la salvé -aclaró Dylan-. Fue un fuego pequeño. Ha abierto una cafetería en la calle Boyiston, cerca del parque de bomberos. Parece un sitio agradable. Bueno, pues ayer por la tarde la cafetera se incendió. Meggie no quería salir y tuve que sacarla yo.
– ¿La sacaste de la cafetería? -preguntó Conor.
– Sí, como a un saco de patatas.
– ¡Oh! -exclamó Olivia-. Así se empieza.
– ¿Qué?
– Así nos conocimos Olivia y yo -dijo Conor-. Me la eché al hombro y la metí en un lugar seguro. Ella me dio una patada en la espinilla y me llamó «hombre de Neanderthal». Después, hubo un verdadero flechazo -se encogió de hombros.
– Yo no voy a enamorarme de Meggie Flanagan -protestó Dylan-. La saqué porque era mi trabajo. No tenía otra elección. Además, ella me odia. Fue bastante hostil conmigo. Incluso me insultó.
– ¿Sí? ¡Pero si apenas la conoces! -comentó Brendan.
– Pero ella sí conoce a Dylan -dijo Brian-. O por lo menos, conoce su fama. Tú hiciste mella en las chicas del instituto. Además, ¿no era ella una de las que se morían de amor por ti?
¿Por qué era eso lo que se recordaba siempre de él? Nadie mencionaba nunca que había sido un gran atleta, ni que era un amigo fiel o un chico simpático. Siempre se le relacionaba con las mujeres.
– Ella era la hermana pequeña de mi mejor amigo. Incluso cuidaba de ella. ¿No os acordáis que conseguí que Sean la acompañara a la fiesta de fin de curso?
Brian hizo un gesto negativo.
– No, fui yo. Fue mi primera cita con una chica y probablemente la experiencia más traumática con el sexo opuesto.
– Oh, cuéntame -lo animó Olivia, apoyando los codos sobre la barra.
– Era un poco más bajo que Meggie y aquel día tenía un grano en la nariz del tamaño del Everest. Estaba tan nervioso, que me tropezaba todo el rato. Después de aquello, estuve sin salir con ninguna otra chica durante dos años.
– ¿Crees que todavía está enfadada por aquel grano? -le preguntó Dylan-. ¿O hiciste alguna tontería? No intentarías hacer… -Dylan miró a Olivia y sonrió-… algo con ella, ¿verdad?
– No la toqué -aseguró Brian.
– ¿Por qué no le preguntas simplemente por qué te odia? -sugirió Olivia.
Todos los hermanos se miraron y sacudieron las cabezas.
– La familia Quinn nunca entra en discusiones de ese tipo -explicó Brendan-. ¿No has leído el manual? -se volvió hacia Conor-. Tienes que dárselo.
– Bueno, eso ya no importa -dijo Dylan-. No pienso volver a verla.
Pero incluso al decirlo Dylan sabía que estaba mintiendo. Tenía que verla otra vez, tenía que descubrir de dónde provenía aquella extraña e innegable atracción que sentía por ella.
– Está bien -dijo Olivia, apretándole el brazo-. Pero seguro que tiene una buena razón. Después de todo, ¿cómo puede haber una mujer que se resista al encanto de un miembro de la familia Quinn?
– Pareces una chica que acaba de descubrir que su vestido se ha enganchado por detrás durante el gran desfile -comentó Lana, mirando a Meggie de reojo.
Meggie estaba observando la foto que tenía de la fiesta de fin de curso. Iba con un vestido que parecía ya pasado de moda incluso entonces. Pero era rosa y brillante y, en aquel momento, le pareció el vestido más bonito que había visto nunca. Su acompañante y ella estaban de pie delante de una enorme planta.
– Me habría gustado que me tragara la tierra. Fue una experiencia increíblemente humillante. Pensé que no sería capaz de enamorarme nunca más.
– No creo que fuera una velada tan horrible. Es un chico guapo. Un poco bajo, pero guapo -agarró la foto para mirarla más de cerca-. ¿Y qué tiene Dylan en la nariz?
– No es Dylan -continuó Meggie-. Cuando tocaron Endiess Love, nuestra canción, creí que iba a echarme a llorar.
– ¿Pero no me estás diciendo que Dylan te ignoraba completamente? ¿Cómo teníais una canción?
Meggie metió la foto en el bolso y lo dejó detrás de la barra. Luego continuó trabajando.
– Créeme, teníamos una verdadera relación… aunque solo en mi mente fantasiosa.
Lana se sentó en un taburete al otro lado de la barra.
– Parece que lo pasaste muy mal. No me extraña que quieras vengarte.
– No quiero vengarme, pero tampoco puedo olvidar lo que pasó. Todo aquel asunto me persiguió hasta que acabé la carrera. Mis compañeros me recordaban por esa noche. Yo era la chica que estaba enamorada de Dylan Quinn y él me había dejado plantada. Éramos como la Bella y la Bestia.
Lana se encogió de hombros.
– Sería estupendo que pudieras seducirlo y dejarlo luego plantado, así estaríais empatados.
– Tú podrías hacerlo. Consigues lo que quieres de los hombres -Meggie agarró un frasco de sirope de avellana mientras daba vueltas a aquella idea.
Si se pareciera un poco a Lana… Si fuera más agresiva con los hombres, más desinhibida…
– Puedes hacerlo -le aseguró Lana-. Solo tendrás que pensar en ello como si fuera un negocio. Lo resolverías utilizando las reglas de marketing que aprendimos en la escuela.
– ¿Cómo exactamente?
– Estamos tratando de vender un producto… que eres tú. Y tenemos que hacer que un consumidor, es decir, Dylan Quinn, quiera ese producto. Pero una vez se decida a ir por él, cerraremos las puertas de la fábrica y no podrá conseguirlo -dijo Lana-. Así podrás vengarte de él.
– Pero no quiero vengarme. «Venganza» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que sencillamente quiero equilibrar la balanza de mi vida amorosa.
– Para abreviar lo llamaremos «venganza» -insistió Lana-. Lo primero que tenemos que hacer es conseguir que se enamore de ti.
– ¿Y cómo vamos a lograrlo? -preguntó Meggie-. Ya sabes que soy un verdadero desastre con los hombres. En cuanto digo o hago alguna estupidez, pierdo el control y ellos me toman por una desequilibrada:
– Estás exagerando. Lo único que sucede es que has tenido mala suerte. Además, tienes a tu favor que Dylan Quinn es un mujeriego empedernido, así que nos será fácil manipularlo.
Meggie soltó una carcajada.
– Si no consigo una cita cuando me lo propongo, ¿cómo voy a conseguirla con Dylan? Además, ni siquiera he mostrado ningún interés por él.
– Precisamente por eso, porque supondrás un reto para él. Los hombres como Dylan solo quieren lo que no pueden tener – afirmó Lana-. Así que, ahora mismo, vamos a diseñar el plan a seguir -añadió, sacando un cuaderno y un bolígrafo-. Confía en mí.