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– Sí.

Ambos se quedaron en silencio y él se dijo que lo mejor sería irse de allí inmediatamente. Pero, en lugar de ello, agarró a Meggie de un brazo y la obligó a girarse hacia él.

– Meggie, yo…

Justo en ese momento, los hombres empezaron a dar gritos. El viento había empezado a soplar más fuerte y las escaleras empezaron a balancearse peligrosamente hasta que, en un momento dado, no tuvieron más remedio que soltar el cartel.

Dylan apenas tuvo tiempo para pensar. Agarró a Meggie por la cintura y la empujó. Pero él no tuvo tiempo de apartarse y una esquina del cartel le rozó la frente antes de caer al suelo.

Sacudió la cabeza y se volvió para comprobar que no le había pasado nada a Meggie. Ella estaba apoyada contra un coche y lo miraba con cara de asombro.

– Me has salvado la vida.

Él se acercó y la agarró por los hombros.

– ¿Estás bien?

Ella asintió y él experimentó un gran alivio.

– ¿Estás segura? -insistió Dylan, agarrando su rostro entre las manos.

Ella volvió asentir y él, como si fuera la cosa más normal, se inclinó y la besó en los labios.

Ella soltó un gemido, pero él no se apartó. El sabor de sus labios resultaba demasiado tentador. Sacó la lengua y acarició con ella los labios de Meggie. Ella, entonces, abrió la boca y él introdujo la lengua.

Dylan notaba el latido de su corazón en la cabeza. Nunca antes había experimentado tanto deseo con un sencillo beso. De hecho, la necesidad de seguir besándola le resultó casi abrumadora y, si no hubieran estado en medio de la calle Boyiston con dos trabajadores mirándolos, habría seguido besando a Meggie hasta que ninguno de los dos hubiera podido soportarlo.

Pero, finalmente, se apartó y la miró a los ojos al tiempo que le pasaba un dedo por el labio inferior, todavía húmedo por sus besos.

– Siento haberte empujado, pero me temo que, si no lo hubiera hecho, en este momento estarías debajo de ese cartel.

– Lo sé, gracias. Creo que he tenido mucha suerte de que pasaras por aquí.

– Bueno, en realidad no pasaba por aquí. Quería hablar contigo y confiaba en que estuvieras. Quería saber por qué no has contestado a mis llamadas.

– Pensaba llamarte.

– ¿De veras?

Ella asintió.

– Pero, mira, si te hubiera llamado, no habrías venido hoy y no me habrías salvado la vida. Así que creo que ha sido una suerte.

Meggie se frotó los brazos como si tuviera frío, pero Dylan sospechó que era simplemente una reacción nerviosa. Eso le dio cierta esperanza. Por lo menos, no se había enfadado con él en esa ocasión.

– Te he llamado varias veces para invitarte a cenar -al decirlo, la agarró de la mano-. Sé que no hemos tenido un buen comienzo, pero…

– Sí, sí. Me encantaría cenar contigo. Será estupendo. ¿Cuándo?

– ¿Te parece bien esta noche? -le sugirió Dylan.

La sonrisa de Meggie desapareció y se quedó pensativa.

– ¿Puedes… puedes esperar un momento? Enseguida vuelvo.

Dylan la vio subir las escaleras de la cafetería a toda prisa y desaparecer dentro. Se preguntó si volvería a salir. Aquella chica era bastante extraña, pensó. Se había puesto tan nerviosa, que pareció que iba a desmayarse allí mismo.

Dylan se volvió entonces hacia los dos trabajadores, que lo estaban mirando con admiración.

– Tranquilo -dijo uno de ellos.

Dylan señaló el cartel que todavía estaba en el suelo.

– Yo no puedo deciros lo mismo. Habéis estado a punto de matarla. Así que, si fuera vosotros, pondría el cartel en su sitio y me aseguraría que no volviera a caerse.

Los hombres obedecieron y, cuando Meggie salió de nuevo, el cartel estaba ya colocado. Dylan pensó que tenía el tamaño perfecto y que se vería desde toda la calle.

Meggie se puso a su lado y miró al cartel.

– Es bonito. Me costó elegir los colores y las letras, pero creo que va a verse desde lejos. Y el dibujo de la taza de café deja perfectamente claro que es una cafetería.

– Así es -contestó Dylan-. Entonces, ¿está todo bien?

– ¿Bien?

– Sí, dentro. Ella sonrió.

– Sí, solo que tenía que hablar con Lana un momento. Respecto a la cena… bueno, no he hablado con ella de nuestra cena. Quiero decir, que esta noche no me viene bien.

– ¿Y mañana por la noche?

– No, tampoco puedo mañana. Dylan la agarró de la barbilla y la obligó a que lo mirara.

– ¿Estás segura de que quieres salir a cenar conmigo?

– El domingo sí me viene bien.

– ¿Quieres ir a cenar el domingo? Ni el jueves, ni el viernes ni el sábado, ¿el domingo?

– Sí, el domingo.

– De acuerdo, el domingo entonces. ¿Qué te parece si te recojo a las siete? Podemos ir a Boodle's.

– Nos encontraremos allí. Y prefiero que sea a las seis -se quedó callada unos segundos-. Y no me gusta la carne.

– ¿Prefieres entonces que vayamos al café Atlantis?

A Meggie se le iluminó la cara.

– Sí, y ahora debo entrar a ayudar a Lana.

Dylan asintió y se inclinó para darle un beso breve en la mejilla, pero Meggie lo esquivó y salió corriendo hacia la cafetería. Antes de abrir la puerta, se dio la vuelta y le hizo una seña con la mano.

– Nos veremos en el café Atlantis el domingo a las seis.

Dylan se quedó allí un rato, observando cómo la puerta se cerraba. Había quedado con muchas mujeres en su vida y no sabía por qué, pero aquella cita era diferente. De hecho, no parecía una cita. ¿Un domingo por la tarde? ¿A las seis? ¿Y en un lugar especializado en judías y tofu?

Dylan dio un suspiro y trató de conformarse, pensando en que al menos habían quedado. En vez de comerse un chuletón en uno de los mejores sitios de Boston, tendría que conformarse con tomar proteínas vegetales, pero si estaba en compañía de Meggie, lo disfrutaría igual.

Capítulo 3

Meggie abrió la puerta de su apartamento, situado en el sur de la ciudad, y entró rápidamente. Lana entró detrás de ella, gruñendo y quejándose.

– Todavía no sé para qué me necesitas. Nos quedan un montón de cosas por hacer en la tienda todavía. Tengo que repasar los menús para entregárselos a la imprenta y la segunda caja registradora sigue sin funcionar.

Meggie se quitó los zapatos, tiró el bolso sobre el sofá y se quitó el jersey.

– Este plan ha sido idea tuya y quiero asegurarme que está todo bien. Se supone que tendría que reunirme con Dylan dentro de una hora, pero voy a llegar un cuarto de hora tarde. No entiendo por qué no he podido salir un poco antes. Las últimas tres horas las hemos pasado tomando un café tras otro y charlando.

Lana fue a la cocina y sacó un zumo de la nevera.

– Te he retenido en la tienda porque no quería que te pusieras histérica con la cita. Y me alegro de haberlo hecho. Mírate. Estás hecha un desastre -se dejó caer en el sofá-. ¿No has aprendido nada?

– No estoy nerviosa por la cita -replicó Meggie, apartándose el pelo de la cara-. He tomado tanta cafeína, que podría estar despierta hasta el próximo martes -se quitó los pantalones y los dejó en el suelo. Luego se miró las piernas-. ¡Oh, no me lo puedo creer!

– ¿El qué?

Meggie elevó una pierna para enseñársela a Lana.

– ¡Llevo un mes sin depilarme!

– ¿Y qué?

– No puedo ir a una cita con las piernas llenas de pelos.

Lana se inclinó y observó su pierna.

– Claro que puedes. Las piernas con pelos son el equivalente moderno a los cinturones de castidad. Con esas piernas, no te atreverás a irte a la cama con un hombre tan pronto. Considéralo una bendición.

– ¿Y mis cejas? Si no me depilo, voy a parecer una mona -dijo, dejándose caer al lado de Lana-. Esto no es modo de prepararse para una cita. Voy a llamar para cancelarla.

Lana se levantó y agarró la mano de Meggie para obligarla a ponerse delante del espejo.