Como una precaución adicional en los cambios de hoteles, Elena y yo decidimos tomar habitaciones separadas después de la tercera mudanza, cada uno con una nueva personalidad. A veces me inscribía yo como gerente y ella como secretaria, y a veces como si no nos conociéramos. Por lo demás, esta separación paulatina correspondía muy bien al estado de nuestras relaciones, muy fructíferas en el trabajo, aunque cada vez más difíciles en el plano personal.
Debo decir que entre los muchos hoteles donde nos alojamos, sólo en dos tuvimos algún motivo de inquietud. Primero fue en el Sheraton. La misma noche de nuestra inscripción, el teléfono de la mesita sonó cuando acababa de dormirme. Elena había ido a una reunión secreta que se prolongó más de lo previsto, y tuvo que quedarse a dormir en la casa donde la sorprendió el toque de queda, como había de ocurrir varias veces. Contesté aturdido, sin saber dónde estaba, y peor aún, sin recordar quién era yo en aquel momento. Una voz de chilena preguntó por mí, pero con el nombre postizo. Iba a contestar que no conocía a ese señor, cuando acabé de despertar por el impacto de que alguien me buscara con ese nombre, a esa hora y en ese lugar.
Era la telefonista del hotel con una llamada de larga distancia. En un segundo caí en la cuenta de que nadie más que Elena y Franquie sabia dónde vivíamos, y no era probable que alguno de los dos me llamara en esa forma, a esa hora de la madrugada, y con el truco de que era un telefonema de larga distancia, a no ser que se tratara de un asunto de vida o muerte. De modo que decidí contestar. Una mujer hablando en inglés me soltó una parrafada incontenible en un tono familiar, llamándome darling, llamándome sweetheart, llamándome honey, y cuando logré abrir una brecha para hacerle comprender que yo no hablaba inglés, colgó el teléfono con un suspiro muy dulce: shit.
Fueron inútiles las averiguaciones que hice con la operadora del hotel, aparte de comprobar que había dos huéspedes más con nombres parecidos al de mi pasaporte falso. No pude dormir ni un minuto, y tan pronto como Elena entró a las siete de la mañana nos fuimos a otro hotel.
El segundo susto fue en el rancio hotel Carrera -desde cuyas ventanas frontales se ve completo el Palacio de la Moneda- y fue un susto retrospectivo. En efecto, pocos días después de que durmiéramos allí, una pareja muy joven haciéndose pasar por un matrimonio en luna de miel tomó la habitación contigua a la que nosotros habíamos ocupado, y emplazaron en un trípode de fotógrafo una bazuca provista de un sistema de acción retardada, dirigida contra el despacho de Pinochet. La concepción y el mecanismo de la acción eran óptimos, y Pinochet estaba en su despacho a la hora señalada, pero las patas del trípode se abrieron con el impulso del disparo y el proyectil sin dirección estalló dentro del cuarto.
Los cinco puntos cardinales de Santiago
El viernes de nuestra segunda semana Franquie y yo decidimos iniciar al día siguiente los viajes en automóvil al interior, empezando por Concepción. Para entonces nos faltaban en Santiago las entrevistas con dirigentes legales y clandestinos, y el interior de La Moneda. Las primeras requerían una preparación complicada, y Elena se ocupaba de eso con una diligencia admirable. La filmación dentro de La Moneda había sido aprobada, pero el permiso oficial escrito no sería entregado hasta la semana siguiente. De modo que Franquie y yo disponíamos del tiempo necesario para terminar el trabajo en el interior del país. Con ese fin le indicamos por teléfono al equipo francés que regresara a Santiago una vez terminado su programa del norte, y le pedimos al equipo holandés que siguiera con el programa del sur hasta Puerto Montt, y allí esperara instrucciones. Yo seguiría, como siempre, trabajando con el equipo italiano.
Tal como estaba previsto, aquel viernes íbamos a aprovecharlo filmándome a mí mismo en las calles para que los servicios de la dictadura no pudieran negar después que fui yo quien había dirigido la película dentro de Chile. Lo hicimos en cinco puntos característicos de Santiago: el exterior de La Moneda, el Parque Forestal, los puentes del Mapocho, el Cerro de San Cristóbal y la Iglesia de San Francisco. Grazia se había ocupado de localizarlos y estudiar los emplazamientos de cámara desde los días anteriores para no perder ni un minuto, pues estaba resuelto que sólo dedicáramos dos horas a cada sitio, o sea diez horas en total. Yo llegaría unos quince minutos después del equipo, y sin hablar con ninguno de sus miembros debía incorporarme a la vida del lugar, haciendo algunas indicaciones de dirección ya acordadas con Grazia.
El Palacio de la Moneda ocupa una manzana completa, pero sus dos fachadas principales son la de la Plaza Bulnes, en la Alameda, donde está el Ministerio de Relaciones Exteriores, y la de la Plaza de la Constitución, donde está la presidencia de la república. Después de la destrucción del edificio por el bombardeo aéreo del 11 de septiembre, los escombros de las oficinas presidenciales quedaron abandonados. El gobierno se instaló en las antiguas oficinas de la Comisión de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), un edificio de veinte pisos que el gobierno militar ansioso de legitimidad bautizó con el nombre del prócer liberal don Diego Portales. Allí permaneció hasta hace unos diez años, cuando terminaron las largas obras de restauración de La Moneda, que incluyeron la construcción adicional de una verdadera fortaleza subterránea: sótanos blindados, pasadizos secretos, puertas de escape, accesos de emergencia a un estacionamiento oficial que existía desde mucho antes debajo de la calzada. Sin embargo, en Santiago se dice que los afanes formalistas de Pinochet se han visto entorpecidos por la imposibilidad de mostrarse con la piocha de O’Higgins, símbolo del poder legítimo en Chile, que desapareció en el bombardeo del palacio. En alguna ocasión, un cortesano del poder militar trató de acreditar la fábula de que la piocha había sido salvada de las llamas por los primeros oficiales que ocuparon La Moneda, pero era una pretensión tan ingenua que no prosperó.
Un poco antes de las nueve de la mañana, el equipo italiano había filmado la fachada del lado de la Alameda, frente al monumento del Padre de la Patria, Bernardo O’Higgins, en el cual hay ahora una hoguera perpetua de gas propano: “la llama de la libertad”. Luego se trasladaron para filmar la otra fachada, donde son más visibles los carabineros de élite de la Guardia de Palacio, los más apuestos y altivos, que hacen la ceremonia del relevo dos veces al día sin tantos curiosos del mundo pero con tantos delirios de grandeza como en el Palacio de Buckingham. También de ese lado es más severa la vigilancia. De modo que cuando los carabineros vieron al equipo italiano preparándose para filmar, se apresuraron a exigirle la autorización escrita que ya le habían pedido del lado de la Alameda. Era infalible: tan pronto como aparecía la cámara, en cualquier sitio de la ciudad, aparecía también un carabinero para pedir el permiso escrito.
Yo llegué en ese momento. Ugo, el camarógrafo, un muchacho simpático y resuelto que estaba divirtiéndose como un japonés con la aventura continua de la filmación, se las había arreglado para mostrar su identificación con una mano mientras seguía filmando con la otra al carabinero, sin que éste se diera cuenta.