Franquie me había dejado a cuatro cuadras de allí, y me recogería cuatro cuadras más adelante quince minutos después. Era una mañana fría y brumosa, típica de nuestros otoños prematuros, y yo temblaba de frío a pesar del abrigo invernal. Había caminado de prisa las cuatro cuadras para entrar en calor, por entre la muchedumbre apresurada, y seguí de largo dos cuadras más para dar tiempo a que el equipo acabara de identificarse. Cuando regresé, se hizo la toma de mi paso frente a la Moneda sin ningún contratiempo. Al cabo de quince minutos, el equipo recogió sus bártulos y se fue al objetivo siguiente. Yo alcancé el automóvil de Franquie en la calle Riquelme, frente a la estación del metro Los Héroes, y arrancamos a vuelta de rueda.
El Parque Forestal nos llevó menos tiempo del previsto, porque al verlo de nuevo comprendí que mi interés por él era más bien subjetivo. En realidad, es un lugar muy bello y un sitio característico de Santiago, sobre todo bajo los vientos de hojas amarillas de aquel viernes sedante. Pero lo que más me atraía era la búsqueda de mis nostalgias. Allí estaba la Facultad de Bellas Artes, en cuyas escalinatas presenté mi primera pieza de teatro, apenas llegado de mi pueblo. Más tarde, siendo ya un director de cine en ciernes, tenía que atravesar el parque casi todos los días para volver a casa, y la luz de sus frondas al atardecer se me quedó enredada para siempre con el recuerdo de mis primeras películas. No había mucho más que decir. Nos bastó con establecer una corta caminata mía por entre los árboles que se despojaban de sus hojas con un susurro de lluvia, y seguí caminando hasta el centro comercial, donde Franquie me esperaba.
El tiempo seguía diáfano y frío, y la cordillera era nítida por primera vez desde mi llegada. Pues Santiago está en una hondonada entre montañas, y todo se percibe a través de una bruma de contaminación. Había mucha gente a las once de la mañana en la calle Estado, como de costumbre, y ya estaban entrando a la primera función de los cines. En el Rex anunciaban Amadeus, de Milos Forman, que yo deseaba ver a toda costa, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no entrar.
Y a la vuelta de una esquina: ¡mi suegra!
En los días anteriores, mientras filmábamos, había visto de paso muchos conocidos: periodistas, gente de la política, gente de la cultura. No recuerdo ninguno que me hubiera mirado siquiera, y eso me afirmaba la confianza. Pero aquel viernes ocurrió lo que tarde o temprano tenía que ocurrir. Frente a mí, caminando hacia mí, vi una mujer distinguida, con un vestido de dril crema de dos piezas, sin abrigo, casi como en verano, a la que sólo reconocí cuando estaba a menos de tres metros. Era Leo, mi suegra. Nos habíamos visto hacía apenas seis meses en España, y además me conocía tanto, que era imposible que no me identificara a tan corta distancia. Pensé volverme, pero entonces recordé que me habían advertido controlar ese impulso natural, pues muchos clandestinos que han pasado de frente sin problemas, han sido reconocidos de espaldas. Tenía bastante confianza en mi suegra para no alarmarme porque me descubriera, pero no iba sola. Llevaba del brazo a una hermana suya, la tía Mina, que también me conocía, y con la cual iba conversando en voz muy baja, casi cuchicheando. Tampoco esto me habría preocupado si las circunstancias hubieran sido distintas, pero le temía a la sorpresa de ambas. No hubiera sido raro que se pusieran a gritar de emoción en plena calle: “¡Miguel, mi hijito, entraste, qué maravilla!”. Cualquier cosa así. Además, era peligroso para ellas conocer el secreto de que yo estaba clandestino en Chile.
Ante la imposibilidad de hacer nada opté por seguir de frente, mirándola con la mayor intensidad de que fui capaz, para poder controlarla de inmediato en caso de que me viera. Apenas levantó la vista al pasar, se enfrentó con mis ojos fijos y aterrorizados sin dejar de hablar con la tía Mina, me miró sin verme, y nos cruzamos tan cerca que sentí su perfume, y vi sus ojos hermosos y dulces, y escuché muy claro lo que iba diciendo: “Los hijos dan más problemas cuando están grandes”. Pero siguió de largo.
Hace poco le conté este encuentro por teléfono, desde Madrid, y se quedó atónita: no lo registró en su conciencia. Para mí fue una casualidad perturbadora.
Aturdido por la impresión, busqué un sitio para pensar, y me metí en un pequeño cine donde estaban dando La Isla de la Felicidad, una película italiana a la cual no le faltaba nada para ser pornográfica. Estuve dentro unos diez minutos. Vi hombres esbeltos y mujeres muy bellas y alegres que se tiraban al mar en un día deslumbrante de algún rincón del paraíso. No traté siquiera de concentrarme. Pero la oscuridad me dio tiempo para recomponerme la expresión, y sólo entonces comprendí hasta qué punto habían sido rutinarios y plácidos mis días anteriores. A los once y cuarto, Franquie me recogió en la esquina de Estado y Alameda, y me llevó al próximo punto de filmación: los puentes del Mapocho.
El río Mapocho atraviesa la ciudad por un cauce adoquinado, con puentes muy bellos, cuyas magníficas estructuras de hierro los mantienen a salvo de los terremotos. En tiempos de sequía, como era el caso de entonces, su caudal se reduce a un hilo de barro líquido, que en la parte central parece estancado entre barracas miserables. En tiempos de lluvia el cauce se desborda con las crecientes que bajan de la cordillera, y las barracas quedan flotando como barquitos al garete en un mar de lodo. En los meses siguientes al golpe militar, el río Mapocho se conoció en el mundo entero por los cadáveres maltratados que arrastraban sus aguas, después de los asaltos nocturnos de las patrullas militares a los barrios marginales: las famosas poblaciones de Santiago. Pero desde hace unos años, y durante todo el año, el drama del Mapocho son las turbas hambrientas que se disputan con los perros y los buitres los desperdicios de comer, arrojados al cauce desde los mercados populares. Es el reverso del milagro chileno, patrocinado por la Junta Militar bajo la inspiración celestial de la escuela de Chicago.
Chile no sólo fue un país modesto hasta el gobierno de Allende, sino que su propia burguesía conservadora se preciaba de la austeridad como una virtud nacional. Lo que hizo la Junta Militar para dar una apariencia impresionante de prosperidad inmediata, fue desnacionalizar todo lo que Allende había nacionalizado, y venderle el país al capital privado y a las corporaciones trasnacionales. El resultado fue una explosión de artículos de lujo, deslumbrantes e inútiles, y de obras públicas ornamentales que fomentaban la ilusión de una bonanza espectacular.
En un solo quinquenio se importaron más cosas que en los doscientos años anteriores, con créditos en dólares avalados por el Banco Nacional con el dinero de las desnacionalizaciones. La complicidad de los Estados Unidos y de los organismos internacionales de crédito hicieron el resto. Pero la realidad mostró sus colmillos a la hora de pagar: seis o siete años de espejismos se desmoronaron en uno. La deuda externa de Chile, que en el último año de Allende era de cuatro mil millones de dólares, ahora es de casi veintitrés mil millones. Basta un paseo por los mercados populares del río Mapocho para ver cuál ha sido el costo social de esos diecinueve mil millones de dólares de despilfarro. Pues el milagro militar ha hecho mucho más ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho más pobres al resto de los chilenos.
El puente que lo ha visto todo
Sin embargo, en medio de aquella feria de vida y de muerte, el puente Recoleta sobre el río Mapocho es un amante neutraclass="underline" sirve lo mismo para los mercados que para el cementerio. Durante el día, los entierros tienen que abrirse paso por entre la muchedumbre. De noche, cuando no hay toque de queda, aquel es el camino obligado para los clubes de tango, guaridas nostálgicas de arrabal amargo donde son campeones de baile los sepultureros. Pero lo que más me llamó la atención aquel viernes, después de tantos años sin ver esos santos lugares, fue la cantidad de jóvenes enamorados que se paseaban tomados de la cintura por las terrazas sobre el río, besándose entre los puestos de flores luminosas para los muertos de las tumbas cercanas, amándose despacio sin preocuparse del tiempo incesante que se iba sin piedad por debajo de los puentes.