Un paraíso de amor en el infierno
Franquie había alquilado el automóvil. Desayunamos en una fuente de soda con una taza de café frío, pues tampoco allí había agua caliente, y enfilamos hacia las minas de carbón de Lota y Schwager por el puente grande del Bío-Bío, el río más caudaloso de Chile, cuyas aguas de metal soñoliento eran apenas visibles en la niebla. En el siglo pasado, el escritor chileno Baldomero Lillo describió las minas y la vida de los mineros con todos sus detalles, y todavía su crónica parece actual. Es como estar en Gales hace cien años, tanto por la niebla saturada de hollín como por las condiciones de trabajo, que siguen siendo anteriores a la revolución industrial.
Había tres controles policiales antes de llegar. El más difícil, como lo habíamos previsto, fue el primero. Por eso gastamos allí casi toda nuestra artillería verbal cuando nos preguntaron qué íbamos a hacer en Lota y Schwager. Yo mismo me quedé asombrado de la fluidez de mi respuesta.
Dije que habíamos venido a conocer el parque, que es uno de los más hermosos de América por sus araucarias ancianas y gigantescas, y también por la rareza de sus tantas estatuas rodeadas de pavos reales aciagos y cisnes de cuello negro. Nuestro propósito era usar el lugar para una película de publicidad que divulgara por el mundo entero el prestigio de Araucaria, un nuevo perfume bautizado con ese nombre en homenaje a aquel lugar idílico.
No hay policía chileno que resista una explicación tan larga, y menos si se hace con una exaltación desorbitada de las bellezas del país. Nos dieron la bienvenida, y debieron advertir de nuestro paso al segundo puesto de control, pues allí no nos pidieron identificarnos, pero nos requisaron los maletines y el automóvil. Lo único que les interesó fue la cámara Super-8 -aunque no es profesional-, porque hacía falta un permiso escrito para filmar en las minas. Les aclaramos que sólo queríamos llegar hasta el parque de las estatuas y los cisnes, en lo alto de la montaña, e intenté rematarlo con una displicencia de aristócrata.
– No nos interesan los pobres -les dije.
Examinando sin mucho interés cada cosa que encontraba, uno de los carabineros replicó sin mirarme:
– Por aquí todos somos pobres.
Quedaron conformes con la requisa. Media hora después, al término de una cornisa estrecha y escarpada, pasamos el tercer control sin ningún formalismo, y llegamos al parque. Un lugar delirante, que don Matías Cousiño, el famoso criador de vinos, hizo construir para la mujer que amaba. Trajo árboles fabulosos de todos los rincones de Chile para su complacencia. Trajo animales mitológicos, estatuas de diosas improbables que simbolizan los distintos estados del alma: la alegría, la tristeza, la nostalgia, el amor. En el fondo hay un palacio de cuento de hadas, desde cuyas terrazas se ve el Océano Pacífico hasta el otro lado del mundo.
Allí pasamos toda la mañana filmando con la Super-8 los lugares que el equipo iría a filmar después con los permisos en regla. Desde las primeras tomas se nos había acercado un vigilante para decirnos que estaban prohibidas hasta las fotografías simples. Le repetimos el cuento de la película de publicidad para el mundo entero, pero él se atenía a sus órdenes. Sin embargo, se ofreció para acompañarnos hasta abajo, donde estaban las minas, para que solicitáramos el permiso a sus superiores.
– No vamos a filmar más ahora -le dije-. Si quiere acompáñenos para que esté más seguro.
Aceptó, y volvimos a recorrer el parque con él. Era joven y con una cara muy triste. Franquie mantenía viva la conversación, pues yo prefería no hablar más de lo indispensable con mi mal acento uruguayo. En cierto momento el vigilante tuvo ganas de fumar, y le dimos todos nuestros cigarrillos. Entonces nos dejó solos, y seguimos filmando cuanto creímos necesario. No sólo arriba, en el parque, sino también abajo, en el exterior de las minas. Establecimos los puntos que me interesaban, los ángulos, los lentes, las distancias, el espacio completo del gran parque, y luego la miseria de abajo, donde viven confundidos los mineros y los pescadores. Es una realidad maniquea y casi inverosímil, pero es la realidad.
El bar donde van a dormir las gaviotas
Cuando descendimos, pasado el mediodía, estaban saliendo las lanchas que se aventuran a diario hasta la cercana Isla de Santa María por un mar horrendo y peligroso, de enormes olas negras, con familias enteras cargadas de enseres usados y cosas y animales de comer.
Las minas de carbón están en túneles profundos que se adentran por el fondo del mar, donde trabajan miles de obreros durante todo el día en condiciones miserables. Fuera, alrededor de las entradas de los túneles, centenares de hombres y mujeres con sus niños escarban la tierra como topos, sacando con las uñas los residuos de las minas. Arriba, en el parque, el aire es puro y diáfano por el oxígeno de los árboles. Abajo se respira el polvo del carbón en la niebla, que duele en la respiración y se sedimenta en los bronquios. Visto desde arriba, el mar es de una belleza inimaginable. Abajo es turbio y fragoroso.
Esta era una fortaleza política y emocional de Salvador Allende. En 1958 hubo allí lo que entonces se conoció como “la marcha del carbón”, cuando los mineros cruzaron el puente del Bío-Bío en una muchedumbre compacta, oscura, silenciosa, que se tomó la ciudad de Concepción con banderas y pancartas, y con una determinación de lucha que puso en jaque al gobierno. El episodio fue registrado en la película Banderas del Pueblo, del chileno Sergio Bravo, y es uno de los más emocionantes del cine documental chileno. Allende estaba allí, y creo que fue entonces cuando tuvo la constancia decisiva del apoyo de un pueblo entero. Después, cuando fue presidente, uno de sus primeros viajes fue para dialogar con los mineros en la plaza de Lota.
Yo estaba en su comitiva. Me llamó la atención que un hombre como él, que siempre se preció de su vitalidad juvenil a los sesenta años, dijo aquel día algo que le salió de las entrañas: “Yo he pasado la edad más temprana, ya soy casi un anciano”. Los mineros pequeñitos, percudidos, herméticos, curados de promesas incumplidas durante tantos años, conversaron con él sin reservas y se constituyeron en un bastión definitivo para su victoria. Una de las primeras medidas que él tomó desde el gobierno, tal como lo había prometido aquella tarde en Lota y Schwager, fue la nacionalización de las minas. Una de las primeras medidas de Pinochet fue privatizarlas otra vez, como hizo con casi todo: los cementerios, los trenes, los puertos, y hasta la recolección de la basura.
Terminado el plan de filmación en las minas, a las cuatro de la tarde, sin que ninguna autoridad militar ni civil se nos hubiera interpuesto, regresamos a Concepción por la vía de Talcahuano. Era difícil avanzar por la cantidad de mineros que regresaban a sus casas entre la niebla, arrastrando las carretillas con trozos de carbón rescatados de los desperdicios de las minas. Hombres minúsculos y fantasmales, mujeres menudas y fuertes cargados de enormes sacos de carbón, criaturas de pesadilla que surgían de pronto en las tinieblas, alumbradas apenas por las luces del carro.