– ¿No podías disfrazarte de otra cosa? -le dije riendo-. Porque así como estás hasta yo te reconocí.
Más que sorprendido, él me miró muy triste.
– ¿Se me nota mucho?
– A la legua -dije.
Era un muchacho con sentido del humor, sin ningunas ínfulas de conspirador, y esto alivió la tensión desde el primer contacto. Tan pronto como se me acercó, una camioneta de carga con el letrero de una panadería se estacionó enfrente de mí, y yo subí en el asiento junto del conductor. Entonces dimos varias vueltas por el centro de la ciudad y fuimos recogiendo en distintos puntos a los miembros del equipo italiano. Más tarde nos dejaron a todos en cinco lugares distintos, volvieron a desplazarnos por separado en otros automóviles, y al final volvieron a reunirnos en otra camioneta donde ya estaban las cámaras, las luces y el equipo de sonido. Yo no tenía la impresión de estar viviendo una aventura seria y grave de la vida real, sino jugando a una película de espías. El enlace de la boina y la cara de conspirador había desaparecido en alguna de las tantas vueltas, y nunca más lo vi. En su lugar apareció un conductor de talante bromista, pero de un rigor inquebrantable. Yo me senté a su lado, y el resto del equipo detrás, en el compartimiento de carga.
– Los voy a llevar de paseo -nos dijo-, para que sientan el olorcito del mar chileno.
Puso la radio a todo volumen y empezó a dar vueltas por la ciudad, hasta que ya no supe dónde estábamos. Sin embargo, a él no le bastó con eso, sino que nos ordenó cerrar los ojos con un modismo chileno que yo había olvidado: “Bueno chiquillos, ahora van a hacer tutito”. En vista de que no hacíamos caso, insistió de un modo más directo:
– Apúrenle, pues, no más cierren los ojitos y no los abran hasta que yo les diga, porque si no, hasta ahí va a llegar el cuento.
Nos contó que tenían para esas operaciones un modelo especial de anteojos ciegos, que desde fuera se veían como lentes de sol, pero que no se podía ver a través de ellos. Sólo que esa vez los había olvidado. Los italianos que iban detrás no entendían su jerga chilena, y tuve que traducirles.
– Duérmanse -les dije.
Entonces parecieron entender menos.
– ¿Dormir?
– Como lo oyen -les dije-, acuéstense, cierren los ojos, y no los abran hasta que yo les avise.
La distancia exacta: diez boleros
Se acostaron apelotonados en el suelo de la camioneta, y yo seguí tratando de identificar la barriada que empezábamos a atravesar. Pero el conductor me notificó sin más vueltas:
– Con usted también va la cosa, compañero, así que hágase tutito no más.
Entonces apoyé la nuca en el espaldar del asiento, cerré los ojos, y me dejé llevar por la corriente de los boleros que fluían sin cesar de la radio. Boleros de siempre: Raúl Shaw Moreno, Lucho Gatica, Hugo Romani, Leo Marini. El tiempo pasaba, las generaciones se sucedían, pero el bolero permanecía invencible en el corazón de los chilenos, más que en ningún otro país. La camioneta se detenía cada cierto tiempo, se oían murmullos incomprensibles, y luego la voz del conductor: “Chao, nos vemos”. Pienso que hablaba con otros militantes apostados en sitios cruciales, que le daban informes sobre el recorrido. Yo hice alguna vez un intento de abrir los ojos, pensando que no me veía, y entonces descubrí que él había movido el espejo retrovisor de tal modo que podía conducir o hablar con sus contactos sin quitarnos la vista de encima.
– ¡Cuidadito! -nos dijo-. Al primero que abra los ojos nos volvemos para la casa y se acabó el paseo.
Yo volví a cerrarlos, y empecé a cantar con la
radio: Que te quiero, sabrás que te quiero.
Los italianos acostados en el compartimento de carga me hicieron coro. El conductor se entusiasmó.
– Eso, chiquillos, canten no más, que lo hacen muy bien -dijo-. Van en manos seguras.
Antes del exilio había algunos lugares de Santiago que identificaba con los ojos cerrados: el matadero por el olor de la sangre vieja, la comuna de San Miguel por los olores a aceites de motor y materiales de ferrocarril. En México, donde viví muchos años, sabría que estoy cerca de la salida de Cuernavaca por el olor inconfundible de la fábrica de papel, o en el sector de Azcapotzalco por los humos de la refinería. Aquel medio día en Santiago no encontré ningún olor conocido, a pesar de que los buscaba por pura curiosidad mientras cantábamos. Al cabo de diez boleros, la camioneta se de
tuvo.
– No abran los ojitos -se apresuró a decirnos el conductor-. Vamos a bajar muy formales, cogidos de las manos unos con otros para que no se vayan a romper el culito.
Así lo hicimos, y empezamos a subir y bajar por un sendero de tierra suelta, quizás escarpado y sin sol. Al final nos sumergimos en una oscuridad menos fría y olorosa a pescado fresco, y por un momento pensé que habíamos bajado a Valparaíso, en la orilla del mar. Pero no habíamos tenido tiempo. Cuando el conductor nos ordenó que abriéramos los ojos nos encontramos los cinco en una habitación estrecha, con muros limpios y muebles baratos pero muy bien mantenidos. Frente a mí estaba un hombre joven, bien vestido, con unos bigotes postizos pegados de cualquier manera. Solté la risa.
– Arréglate mejor -le dije-, que esos bigotes no te los cree nadie.
También él soltó una carcajada y se los quitó.
– Es que estaba muy apurado -dijo.
El hielo se rompió por completo, y todos pasamos bromeando a la otra habitación, donde yacía en aparente sopor un hombre muy joven con la cabeza vendada. Sólo entonces comprendimos que estábamos en un hospital clandestino muy bien equipado, y que el herido era Fernando Larenas Seguel, el hombre más buscado de Chile.
Tenía veintiún años y era un militante activo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Dos semanas antes regresaba para su casa de Santiago a la una de la madrugada, solo y desarmado, manejando su coche, cuando fue rodeado por cuatro hombres de civil con fusiles de guerra. Sin ordenarle nada, sin hacerle ninguna pregunta, uno de ellos disparó a través del cristal, y el proyectil le atravesó el antebrazo izquierdo y lo hirió en el cráneo. Cuarenta y ocho horas después, cuatro oficiales del Frente Manuel Rodríguez lo rescataron a tiros de la Clínica de Nuestra Señora de las Nieves, donde estaba en estado de coma bajo vigilancia policial, y lo llevaron a uno de los cuatro hospitales clandestinos del movimiento. El día de la entrevista estaba ya en vía de recuperación, y tuvo suficiente dominio para contestar nuestras preguntas.
Pocos días después de este encuentro, fuimos recibidos por la dirección suprema del Frente Patriótico, con las mismas precauciones casi cinematográficas, pero con una diferencia significativa: en vez de un hospital clandestino, nos encontramos en una casa de clase media, alegre y cálida, con una abrumadora colección de discos de los grandes maestros y una excelente biblioteca literaria con libros ya leídos, lo cual no es muy frecuente en muchas buenas bibliotecas. La idea original era filmarlos encapuchados, pero al final decidimos protegerlos con recursos técnicos de iluminación y encuadre. El resultado -como se ve en la película- es más convincente y humano, y desde luego mucho menos truculento que las entrevistas tradicionales a dirigentes clandestinos.
Terminados los diversos encuentros con personalidades públicas y secretas, Elena y yo decidimos de común acuerdo que ella regresara a sus actividades normales en Europa, donde vivía desde hacía algún tiempo. Su trabajo político es demasiado importante para someterla a más riesgos de los indispensables, y la experiencia adquirida hasta entonces me permitía terminar sin su ayuda los tramos finales de la película, que suponía menos peligrosos. No volví a encontrarla hasta hoy, pero cuando la vi alejarse hacia la estación del tren subterráneo, de nuevo con su falda escocesa y sus mocasines de escolar, comprendí que iba a echarla de menos, más de lo que me imaginaba, después de tantas horas de amores fingidos y sobresaltos comunes.