En previsión de que los equipos extranjeros tuvieran que salir de Chile por fuerza mayor, o les prohibieran trabajar, un sector de la resistencia interna me ayudó a formar un equipo de cineastas jóvenes extraídos de sus filas. Fue un acierto. Este equipo hizo un trabajo tan rápido y con tan buenos resultados como el de los otros, mejorado además por el entusiasmo de saber lo que hacían, pues su organización política nos dio seguridades de que no sólo eran de absoluta confianza sino que estaban bien entrenados para el riesgo. Al final, cuando ya los extranjeros no eran suficientes, fue necesario tener más personal para filmar en las poblaciones, y este equipo se ocupó de crear otros, y éstos a otros, hasta el punto de que en la última semana llegamos a tener seis equipos chilenos trabajando al mismo tiempo en distintos lugares. A mí me sirvieron, además, para medir mejor el grado de determinación, y la eficacia de la generación nueva que está empeñada, sin prisa y sin ruido, en liberar a Chile del desastre militar. A pesar de la edad temprana, todos tienen más que una visión del futuro. Tienen ya un pasado de hazañas incógnitas y victorias ocultas, que llevan guardado en el corazón con una gran modestia.
El círculo empieza a cerrarse
Por los días en que entrevistamos a la dirección del Frente Patriótico, llegó a Santiago el equipo francés, después de cubrir con resultados excelentes el programa previsto. Era indispensable, pues el norte es una zona histórica en la formación de los partidos políticos de Chile. Allí se aprecia mejor la continuidad ideológica y política, desde Luis Emilio Recabarren, creador del primer partido obrero en el amanecer del siglo, hasta Salvador Allende. En esa zona está una de las minas de cobre más ricas del mundo, que fue industrializada por los ingleses en el siglo pasado al mismo tiempo que la revolución industrial, y esto dio origen a nuestra clase obrera. De allí parte además el movimiento social chileno, sin duda el más importante de América Latina. Cuando Allende subió al poder, su medida más importante, y la más peligrosa, fue la nacionalización del cobre. Una de las primeras de Pinochet fue su restitución a los dueños tradicionales.
El informe de trabajo del director del equipo francés, Jean Claude, fue muy detallado y amplio. Tenía que imaginármelo en pantalla para no estropear la unidad de la película, pues no podría ver las pruebas hasta que volviera a Madrid con todo terminado, y entonces sería demasiado tarde para cualquier ajuste.
En parte por razones de seguridad, pero más que nada por el placer de estar en Chile, no nos reunimos en un lugar fijo, sino que recorrimos la ciudad en otra de las mañanas de ese otoño crucial. Caminamos por el centro, subimos a los autobuses menos usuales, tomamos café en los sitios más visibles, comimos mariscos con cerveza, y ya entrada la noche nos encontramos tan lejos del hotel, que nos metimos en el tren subterráneo.
Yo no lo conocía, pues había sido inaugurado por la Junta Militar, aunque la construcción la inició el gobierno de Frei y la continuó el de Allende. Me sorprendió su limpieza y su eficacia, y la naturalidad con que mis compatriotas se habían acostumbrado a viajar por debajo de la tierra. Era un mundo que hasta entonces no había descubierto, porque carecíamos de un argumento convincente para solicitar el permiso de filmación. El hecho de que hubiera sido construido por los franceses, nos dio la idea de que el equipo de Jean Claude pudiera filmarlo. Estábamos hablando de esto cuando llegamos a la estación Pedro Valdivia, y en la escalera de salida tuve la impresión inequívoca de que alguien nos estaba mirando. Así era: un policía de civil nos observaba con tanta atención, que su mirada y la mía se encontraron a mitad de camino.
Para entonces ya era capaz de reconocer a un policía civil entre la muchedumbre. Aunque ellos mismos se creen vestidos de paisano, tienen un aspecto inconfundible, con un chaquetón azul oscuro de tres cuartos, pasado de moda, y el pelo cortado casi a ras como los reclutas. Sin embargo, lo que primero los delata es su manera de mirar, pues los chilenos no miran a nadie en la calle sino que caminan o viajan en los autobuses con la vista fija. De modo que cuando vi al hombre corpulento que seguía mirándome aún después de que se supo descubierto, lo identifiqué al instante como un policía de civil. Tenía las manos en los bolsillos de la gruesa chaqueta de paño, el cigarrillo en los labios, y el ojo izquierdo medio cerrado por la molestia del humo, en una imitación lastimosa de los detectives de las películas. No sé por qué me pareció que era el Guatón Romo, un sicario de la dictadura que se había hecho pasar por un izquierdista ardoroso, y denunció a numerosos activistas clandestinos que luego fueron sacrificados.
Reconozco que mi error grave fue mirarlo, pero había sido inevitable, porque no fue un acto voluntario sino un impulso inconsciente. Luego, por la misma fuerza instintiva, miré primero a mi izquierda, y en seguida a mi derecha, y vi a otros dos. “Háblame de cualquier cosa”, le dije a Jean Claude en voz muy baja. “Háblame, pero no gesticules, no mires, no hagas nada”. El comprendió, y seguimos caminando con la naturalidad de los inocentes, hasta que salimos a la superficie. Era ya de noche, pero el aire se había hecho tibio y más claro que los días anteriores, y había mucha gente que regresaba a casa por la Alameda. Entonces me aparté de Jean Claude.
– Desaparécete -le dije-. Yo te ubico después.
El corrió hacia la derecha y yo me perdí en la muchedumbre en sentido contrario. Tomé un taxi que pasó frente a mí en ese momento como mandado por mi madre, y entonces alcancé a ver a los tres hombres sorprendidos que acabaron de salir de la estación subterránea y no sabían a quién seguir, si a Jean Claude o a mí, y se los tragó la muchedumbre. Cuatro cuadras más adelante descendí, tomé otro taxi en el sentido opuesto, y luego otro y otro, hasta que me pareció imposible que me estuvieran siguiendo. Lo único que no entendí, ni he podido entender todavía, es por qué habían de seguirnos.
Descendí frente al primer cine que vi y me metí sin mirar siquiera el programa, convencido como siempre, por pura deformación profesional, de que no hay ambiente más seguro y más propicio para pensar.
Era un programa combinado de película y espectáculo vivo. No había acabado de sentarme cuando terminó la proyección, encendieron las luces a medias, y el maestro de ceremonias inició una larga perorata para vender su espectáculo. Yo estaba todavía tan impresionado, que seguí mirando hacia la puerta para ver si me seguían. Los vecinos empezaron a mirar también, con esa curiosidad irreprimible que es casi una ley de la conducta humana, como ocurre en la calle cuando uno mira al cielo, y la muchedumbre termina por detenerse y mirar también tratando de ver lo que uno ve. Pero allí había sin duda una razón adicional.
Todo en aquel lugar era equívoco. La decoración, las luces, la combinación de cine y Strip tease, y sobre todo los espectadores, todos hombres, y con un aspecto de fugitivos de quién sabe dónde. Todos, y yo más que todos, parecían escondidos. Para cualquier policía, con razón o sin ella, aquello hubiera sido una asamblea de sospechosos.
“¿Le gusta mi poto, caballero?”
La impresión de espectáculo prohibido estaba muy bien dada por los empresarios, y en especial por el maestro de ceremonias que anunciaba a las coristas en el escenario con descripciones que más bien parecían de platos suculentos en un menú. Ellas iban apareciendo a su conjuro, más en pelota que como habían venido al mundo, pues se maquillaban el cuerpo para inventarse gracias que no tenían. Después del desfile inicial, quedó sola en el escenario una morena de redondeces astronómicas que se contoneaba y movía los labios para fingir que era ella quien cantaba la canción de un disco de Rocío Jurado a todo volumen.